Jueves, 1 de junio de 2006 | Hoy
MUSICA › “COSI FAN TUTTE” EN EL TEATRO COLON
Compuesta en 1789 y estrenada el año siguiente, la tercera de las óperas que Mozart escribió con libreto de Da Ponte no pierde su efecto. En la nueva puesta, musicalmente impecable, brillan los seis protagonistas.
Por Diego Fischerman
Se ha escrito mucho acerca de qué es una obra maestra. O, con mayor precisión, sobre cuál sería el punto de inflexión que define tal maestría. Mucho puede decirse acerca de la relación de ciertas obras con los lenguajes de sus épocas, de la relación dialéctica entre convención y creación y de aspectos más inasibles como la propia emoción. Pero hay algo indudable. Las obras maestras tienen una cualidad particular: se renuevan a sí mismas. No se agotan. De alguna manera se las arreglan para decir, siempre, y aunque, en el caso de la música, hayan sido escuchadas infinidad de veces, algo nuevo.
Que una ópera cómica compuesta en el mismo año de la Revolución Francesa y estrenada en Viena en 1890, con un libreto que en su momento fue considerado poco menos que pornográfico, siga maravillando; que el sexteto en el final de la primera parte, el aria de Fiordeligi en el comienzo de la segunda o, más tarde, el quinteto de Fiordeligi, Dorabella, Ferrando, Guglielmo y Don Alfonso sigan dejando sin aliento, es una de las pruebas posibles de esa capacidad de sorpresa permanente. Una capacidad que, de todos modos, sólo se manifiesta en plenitud cuando, como en esta nueva puesta de Così fan tutte estrenada en el Colón, la música fluye con naturalidad y voces y orquesta están dedicadas a decir lo mismo.
Podría pensarse que parte del secreto teatral de la obra se basa en que las mismas acciones que hacen a los personajes victimarios los convierten en víctimas. A medida que engañan a sus mujeres haciéndose pasar por otros hombres se colocan, precisamente, en el lugar de los amantes engañados. Sin embargo, como sucede en unas pocas óperas, nada de eso funciona de la misma manera sin la música. Y la música, esta vez, es de un Mozart en lo más alto de sus posibilidades. Rodolfo Fischer enfoca la obra con tiempos ágiles y, ya desde la obertura, donde se destaca maravillosamente el juego del tema que introduce el fagot y luego es tomado por flautas y oboes, pone de manifiesto su interés por el detalle. Y es que, aunque parezca contradictorio, el efecto global de una obra tan perfecta como ésta depende en gran medida del cuidado puesto en lo particular. La cantidad de comentarios, respuestas y acotaciones con que los instrumentos dotan de significados nuevos las palabras de los cantantes hacen que el trabajo sobre los planos resulte esencial. Y en ese sentido, Fischer resultó ejemplar. Más allá de algún desajuste menor y de una increíble –pero repetida– pifia de los cornos, en el segundo acto, la orquesta fue un partenaire ideal, tan convencido como preciso. El coro, por su parte, tuvo una labor eficaz. Pero en la ópera las estrellas son los cantantes y, esta vez, con un elenco totalmente argentino, las estrellas brillaron. El tenor Raúl Giménez y la soprano Virginia Tola, con buen caudal, fraseo meticuloso y agilidad en los pasajes de coloratura, están entre los artistas líricos locales de mayor prestigio internacional y no defraudaron. Sobre todo en el caso de Tola –fantástica en su rondó del segundo acto– redondeó una actuación soberbia. Víctor Torres y Hernán Iturralde, impecables, una Adriana Mastrángelo convincente en lo actoral y sólida en lo vocal y una Graciela Oddone que unió a la precisión como cantante sus dotes de comediante completaron un sexteto que bien podría considerarse (con alguna discusión, como siempre sucede) la selección nacional. El aspecto más endeble, eventualmente, fue la puesta de Michael Hampe, repuesta en este caso por Caroline Lang. Convencional en cuanto a los movimientos escénicos y francamente pobre en relación con la marcación actoral, dejó todo librado más o menos al azar, lo que fue más notable en el caso de los menos dotados actoralmente, Giménez y Tola. Que el azar tuviera en este caso el orden teatral y la eficacia dramática del texto de Da Ponte y que los otros cuatro protagonistas fueran Oddone, Torres, Mastrángelo e Iturralde, evitó daños mayores.
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