TEATRO › SIETE COLCHONES, UNA OBRA INTERACTIVA EN ABASTO SOCIAL CLUB
Definida dentro de un “teatro no lineal”, la puesta que presenta la directora Bárbara Echevarría propone un juego de interacción entre los intérpretes y los espectadores que cada jueves tiene un final abierto: “Me gustan los riesgos”, explica.
› Por María Daniela Yaccar
“No hay obra sin espectador”, asegura Bárbara Echevarría. Lo que dice parece una obviedad, pero cobra un sentido particular tratándose de Siete colchones, una performance que se presenta en una sala enorme y oscura, la del Abasto Social Club (Yatay 666, jueves a las 22.30). Allí hay cinco colchones en el piso y dos arriba de unas gradas. Cada colchón es el universo íntimo de un personaje. Los espectadores son invitados a recorrer el espacio, tomar asiento en los colchones, interactuar con los personajes y hasta recostarse con ellos si así lo desean. “El público puede utilizar el dispositivo como quiera. La expectación es activa: hay que poner el cuerpo y ocupar el espacio para ser parte del relato”, recalca la directora, quien etiqueta lo suyo como teatro no lineal.
No hay obra sin espectador porque, sencillamente, el que se quede quieto no intervendrá en lo que está ocurriendo. Claro que nadie es obligado a participar: también se puede mirar cómo los personajes interactúan con el resto del público. La obra empieza antes de ingresar a la sala. En el hall del teatro, algunos espectadores reciben de parte de un personaje un pedazo de tela con una frase. Ese personaje también les habla y los mira a los ojos, prepara el terreno para lo que vendrá después: un parque de diversiones escénico, en el que cada cual puede elegir su propia aventura y derrumbarse en el colchón que más le guste. “Ensayamos un poco, pero tenemos claro que la obra se termina de componer con el público”, explica Echevarría, diseñadora audiovisual que exploró primero el video y que, desde hace poco, se está probando a sí misma en el teatro.
“Entiendo al accidente como parte de la dramaturgia. Me gustan los riesgos”, subraya la directora. Es que, en una obra de estas características, todo puede salir muy bien o muy mal. Eso depende del público que llegue cada noche. El día del estreno hubo muchos jóvenes (sobresalían los hipsters y gente de acento de distintas partes de Latinoamérica), amigos seguramente del elenco y de la directora, como se estila siempre que una obra se muestra por primera vez. “Todavía estoy analizando lo que se produce”, dice Echevarría. “Recién estoy empezando a indagar en un dispositivo teatral al que le encuentro múltiples posibilidades.”
¿Quiénes están en los colchones? Personajes de distintos colores que abren su intimidad para compartirla con extraños. Está Clarisa, por ejemplo, que parece haber salido de una película de los ’50, y que lee a todo el que se siente a su lado un fragmento de El capital, de Karl Marx. Hay un señor grande vestido con harapos, que parece un mendigo y que descansa en un colchón andrajoso. Hay una niña que grita, un hombre que no para de moverse (el actor es, en realidad, bailarín), un músico que compone en vivo los sonidos de la obra y un joven que habla todos los idiomas. El colchón más exitoso es el de una hechicera que invita a los espectadores a purificarse, recostados. “Para los actores esta obra es un desafío. No todos son actores, vienen de distintos lugares. Es transformador para ellos exponerse de esta forma. En los huecos del personaje aparecen ellos como personas”, destaca Echevarría. El elenco lo integran Manuel Hermelo (uno de los fundadores de La Organización Negra, antepasado de Fuerza Bruta), la escritora Gabriela Bejerman, el poeta y periodista Esteban Feune de Colombi, las dramaturgas y actrices Natalia Casielles y Laura Avelluto, el coreógrafo, bailarín y artista visual Federico Moreno, y el actor y músico Matías Fedele.
Siete colchones es, además de una obra, un proceso de tres etapas. En 2012, un grupo de escritores comenzó a reunirse en Buenos Aires, con la coordinación de Sol Echevarría. Ellos escribieron cartas con instrucciones para una obra que Bárbara Echevarría presentó en septiembre en Hallein, Austria, titulada Invención de la intimidad. Era una propuesta similar a Siete colchones, que se realizó en una antigua refinería de sal. Los actores austríacos, a su vez, escribieron cartas dirigidas a los actores porteños, que incluían consejos para la composición de sus personajes. “En Austria la gente se dedica más a observar”, compara la directora. “Acá vi espectadores más voraces por participar e interactuar. Me gusta lo no literal, que no haya un único relato.” Su teatro tiene un parentesco con el de otro director local, Fernando Rubio, que está al frente de la compañía Intimoteatroitinerante, y cuyo próximo trabajo está pensado para un solo espectador que escuchará a un actor en una cama.
Desde el punto de vista filosófico, este tipo de puestas recuerdan a los postulados de Guy Debord en La sociedad del espectáculo, ya que contradicen –y critican– la noción de “espectáculo” tradicional: mientras que una obra de teatro común y corriente se disfruta cómodamente en una butaca y exige más que nada contemplación, las performances obligan a un rol más activo del espectador. Hacen que el poder recaiga casi por completo sobre él. “El teatro tradicional te puede movilizar un montón, pero en una performance el espectador tiene cuerpo en la obra. Supongo que eso activa otras cosas, no sé bien qué. No me quiero arriesgar porque recién estoy explorando este camino. Tengo más preguntas que conclusiones”, desliza Echevarría. Al tiempo que este tipo de teatro es muy potente a nivel filosófico, corre el riesgo de quedar en la anécdota y descuidar el relato. Siete colchones tiene todavía algunos puntos débiles, como casos de interacción un poco trunca con el público –algunos actores están demasiado ceñidos al guión– y el rechazo que algunos personajes devuelven a los espectadores que se acercan. Eso es parte de la obra, sí. Pero si alguien se saca la vergüenza y se recuesta en un colchón, puede resultarle demasiado duro ser expulsado por el otro.
Echevarría acepta las críticas y dice que, como cada función es un ensayo, las fallas se pueden ir corrigiendo. Ella está en la performance recorriendo el espacio, viendo las interacciones, murmurando pautas en los oídos de los actores. En su momento hizo una obra que era una terapia de grupo, de la que participaban, mezclados, actores y público. Antes que eso, se dedicó a experimentar en videos. Realizó, por ejemplo, ¿Y ahora cómo sigo?, un documental experimental sobre la violencia de género durante la dictadura, para el que trabajó conjuntamente con el CELS. Vivió un tiempo en Barcelona, donde realizó una maestría en Estudios y Proyectos sobre Cultura Visual. Eso, dice, nutrió mucho su trabajo. En la Argentina estudió con Vivi Tellas y Emilio García Wehbi.
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