Jueves, 26 de septiembre de 2013 | Hoy
TEATRO › JULIO MOLINA HABLA DE SU OBRA PANZA VERDE
En la pieza teatral que montó el dramaturgo y director se pone en escena a una extraña familia. Hay referencias que remiten al 2001, al campo, a Urquiza. “Un rebote de historias ligadas a distintas vertientes: sexuales, históricas, políticas”, define.
Por María Daniela Yaccar
Por momentos no se entiende bien hacia dónde va la última obra de Julio Molina. Y está bien: no siempre el teatro político tiene que bajar línea. Molina, dramaturgo y director, pone en escena en Panza verde a una extrañísima familia, encabezada por un padre paralítico que tiene muchos relatos sobre sus parientes, descendientes del caudillo Urquiza, y una madre que domina la trama. Hay una hija, también, en esta historia ubicada en 2001. Una mancha de humedad, símbolo de la decadencia, trae a un visitante a esta casa de clase media (también en decadencia). Este joven que iba a reparar el problema resulta ser estudiante de antropología, pero termina intentando hacer su tesis a partir de los relatos del hombre. Demasiada información, ¿no? Molina conversa con Página/12 y así deshilvana de a poco de qué trata Panza verde, cosa que le cuesta, pues es un autor que escribe por “pulsión”. “En esta familia hay algo que rebota del pasado y que constituye este presente trágico. Es un rebote de historias ligadas a distintas vertientes: sexuales, históricas, políticas (y setentistas). Esta familia no puede salir de eso”, dice.
Tres cuestiones fundamentales de Panza verde, que en realidad se llama Panza verde, rebote de un algo, que sigue en una casa descansando mansamente (viernes a las 22.30 en Teatro El Popular, Chile 2080): la obra transcurre en 2001. Durante media hora, al comienzo, se habla de parientes descendientes del caudillo entrerriano, y después, los padres de esta familia recuerdan los años ’70. Una mezcla de épocas. No quiso decir algo en particular Molina. Cuenta que parte de sus recuerdos, de imágenes y situaciones que le quedaron en la mente desde la infancia. Después, sí, intenta entenderse.
Molina escribió esta obra precisamente en 2001. Por eso el texto es un tanto desesperanzador, “tragicómico”, en palabras del director. Comenzó a escribir la obra antes de otras que se hicieron conocidas, como Curupayty, el mapa de un territorio (sobre la guerra de la Triple Alianza) y La imagen fue un fusil llorando (sobre el asesinato de Severino Di Giovanni). Por Panza verde ganó el primer premio del concurso Estampas de la Argentina Actual, otorgado por el Teatro El Popular, con Patricia Zangaro, Bernardo Carey y Amancay Espíndola como jurados. La obra reivindica al campo. A la vida allí, en realidad. Hilario cuenta muchísimos detalles sobre Urquiza. Se llama Panza verde porque a los entrerrianos se les dice así, ya que toman mucho mate. O, como cuenta Débora, la hija de la familia, porque en una batalla los soldados entrerrianos –en medio de las guerras intestinas– se arrastraban panza al piso y sus uniformes quedaban teñidos del color de la vegetación. Hay un personaje más, la tía Amanda, que está en algún lugar de la casa. Es una gaucha mala y lesbiana. Los actores son Daniel Kargieman, Cecilia Sgariglia, Vanesa Madia, Román Melendrez y Cristian Leonardo Aldorino.
–Esta familia está atascada en el pasado, tanto que no tiene espejos en la casa, ¿por qué?
–Muchos de mis textos remiten a situaciones familiares mías. No sé bien desde dónde construyo... Supongo que escribí eso porque en 2001 no teníamos esperanza en nada. Como sociedad éramos un fracaso. Y como creador lo sentí. Sería sospechoso crear sin estar conectado con el momento. Significaría que uno está como dormido, que no está sintonizando. En 2001 no teníamos forma de mirarnos para atrás: otra vez Cavallo era el ministro de Economía. No teníamos rostro ni identidad. Sólo a un país sin identidad le puede suceder una cosa así.
–“La patria es un bombo volador que no tiene otra posibilidad que seguir sonando, aunque lo caguen a tiros cada tanto”, dice Hilario.
–Cuando escribo puedo decir cosas que después pasan. Eso pasó: después de que lo escribí hubo 32 muertos. Otra vez nos cagaron a tiros, nos tiraron los caballos encima. Es un buen momento para tener claro que cada tanto puede llegar a pasar algo así, si uno no aprende dónde estuvo parado.
–¿Cómo se conecta usted con lo que plantea la obra?
–Soy del ’65, era chico en los setenta. Pero muchas cosas que aparecen en la obra fueron “caseras”: me acuerdo de escuchar a mi hermana cantándome cantitos del peronismo. Mi papá era de Entre Ríos. Mi mamá, de Tucumán. De chico viajé a Concepción en vacaciones y se ve que me impresionó el Palacio San José, el poderío de una provincia que en un momento no fue argentina. Estas dos cosas que aparecen en la obra, los ’70 y el Entre Ríos de Urquiza, son totalmente históricas: son primero históricas y después políticas. Uno al hablar de la historia termina, después, hablando de dónde está posicionado. Muchos textos míos traen algo del pasado. Cuando me pongo a escribir, suelto. No sé qué pretendo decir con eso que voy soltando. Después se arma una trama y trabajo con el caos. No soy un autor que quiera dar un mensaje. Tengo una conexión significativa con la infancia al escribir. Cuando era chico era muy católico y me impresionó la fuente bautismal del Palacio San José. Esas cosas se me ponen en juego. Me crié en la ciudad, pero soy hijo de gente de campo. La música de otro lugar sonó toda la vida en mi casa. Entonces, la discusión de mi hábitat y la añoranza de mis padres generó una complejidad. Es extraño vivir en un edificio y escuchar chamamé...
–¿La obra refleja algo de la eterna lucha entre civilización y barbarie? Esto se marca en la disputa de saberes, cuando la madre le dice “cagatinta” al estudiante de antropología, porque escribe de cosas que no experimentó.
–No es la primera vez que me lo dicen. Hay un texto mío que se llama La tablita. Una vez me invitaron a charlar sobre él en el IUNA, y me dijeron que remitía a eso. Soy un tipo más ligado a la experiencia que a la acumulación del saber. Si no se pone en cuestión o en práctica, el saber termina siendo cholulo. En esta cosa de pensar bien, de ser buen pensante, el desdibujado en Entre Ríos era yo: me acuerdo de que una vez vi cómo la mamá de unos cachorros los metía en una pileta y los iba ahogando. Y yo les pregunté a los tipos del campo por qué no la castraban. Por más que yo pensase “qué brutalidad”, ¡propuse una castración de una perra en medio del campo!
–¿Qué lectura hace de la actualidad política? ¿La sociedad está más atenta al pasado que en ese 2001?
–Estoy un poco asustado, porque creo que no aprendimos tanto, si uno piensa en las próximas elecciones. Querría estar un poco más tranquilo, no estoy desesperanzado, pero estaría bueno que se recordara más claro de dónde uno viene para saber adónde quiere ir. De todas maneras me parece que estamos categóricamente en otro lugar. Eso sí me pone muy feliz.
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