Viernes, 9 de noviembre de 2007 | Hoy
TEATRO › ENTREVISTA AL ACTOR ALFREDO ALCON
Intérprete de Willy Loman en Muerte de un viajante, se prepara para otro gran personaje, el rey Lear, de Shakespeare, su próximo estreno en el Centro Dramático Nacional de España. Desafíos de un clásico de la escena.
Por Hilda Cabrera
Félix es su segundo nombre, y dice que le gusta. Así se llamaba su padre. No sabe si guarda una significación “esencial”, como algunos nombres bíblicos, pero no tiene adornos que lo estropeen. El actor Alfredo Alcón posee una especial sensibilidad para detectar lo superfluo, “tentación de los inseguros”. Opina que “en el afán de estar a la altura de una situación, uno adorna y se equivoca” y lo compara con un “te quiero” que “pareciendo poco, rodeamos de interjecciones y suspiros”. Intérprete de Willy Loman en Muerte de un viajante –obra de Arthur Miller que dirige Rubén Szuchmacher, en el Paseo La Plaza–, Alcón se prepara para otro gran personaje, el rey Lear, de Shakespeare, su próximo estreno en el Centro Dramático Nacional de España. Un papel deseado, en el que viene trabajando desde hace cuatro años, y que le ha hecho reflexionar aún más sobre su oficio. “Un buen director es imprescindible para desterrar vicios”, apunta. En cuanto al público, dice que querría modificar el hábito de los preestrenos que juntan a invitados y críticos. “El invitado no elige; va por curiosidad, y se pone muy a favor o muy en contra, según se trate de una puesta que coincida o no con su visión. En general, ese espectador no pasa de ahí”, sostiene. Hace años, convenció al actor y empresario José Slavin de mezclar público y crítica para que “el aire no se cortara tanto”.
–¿El director es siempre necesario? Usted actuó y dirigió Final de partida, de Samuel Beckett, y no le fue mal en Argentina ni en España.
–Es cierto, pero aquella puesta no surgió de un acto racional, sino de un enamoramiento. Todo comenzó porque un actor español, Vicente Diez, me trajo la obra, anticipándome que al leerla me volvería loco. Yo estaba en España, trabajando en El público, de Federico García Lorca. La leí siete veces de un tirón hasta que imaginé la puesta. No quería que nadie me dijera cómo hacerla. Cuando uno se enamora no pregunta a ningún otro qué tiene que hacer. Me interesaba consumar el acto: llevarla a escena. Además, está conducida por Beckett.
–¿Lo dice por sus acotaciones?
–Que seguí como si fueran una partitura. Beckett indica pausas, movimientos, detalles. Lo importante es saber “escuchar” la obra, no guiarse por ideas previas y entender que el teatro es una aventura en la que uno se encuentra con el otro (y los otros).
–¿Intenta justificarse a través de su oficio?
–Esa es una elección que se da no sólo entre los artistas y los presuntuosos. Uno puede decir o no que va a dejar una señal de su paso por la vida. De hecho, la deja. La señora que se ocupa de preparar la comida y hacer lo posible para que su casa luzca, también deja rastro, aunque no sea consciente de ello. Estando en Tokio –adonde había ido invitado a un festival de cine, porque se presentaba una película en la que actuaba– se me ocurrió tirar un pucho al suelo. Un japonés vino hasta mí sonriendo, lo levantó y lo tiró en un cesto que yo no había visto. Y todo con mucha amabilidad. Según un peruano que estudiaba Zen en Japón, esa actitud tiene un sentido social y religioso, y está claro que nadie –salvo yo en esa circunstancia– quiere dejar un desecho como señal de su paso por la vida.
–¿Cómo relacionó el cine con el teatro?
–En los dos empecé de muy joven, pero el teatro me gustaba más. La primera película que hice tuvo una crítica de Calki (Raimundo Calcagno). Allí me dedicaba un párrafo: decía que yo imitaba a la perfección a un muñeco de vitrina. Y era cierto, pero creo que no fue por culpa mía. Me indicaban mover la cabeza como un maniquí. En una película con Olga Zubarry, El candidato, hay una escena que me rescata, porque ésa sí fue “de verdad”. Me olvidé de la cámara. Esto sucede cuando uno tiene por compañeros a grandes actrices o grandes actores.
–Con Leopoldo Torre Nilsson filmó nueve películas. ¿Qué opina de esa etapa?
–No estoy conforme con todos mis trabajos, pero era un gusto filmar con Torre Nilsson. Se ocupaba de todos, hasta del actor cuyo papel era decir “buenas tardes”. Lo llevaba aparte, y le preguntaba cómo veía la escena. Esa dedicación nos transfiguraba. Parecía un capitán conduciendo a pasajeros felices. Era divertido en su mezcla de tipo sajón y de arrabal, de señor gracioso y serio, afectuoso y culto.
–¿España es su segundo lugar en el mundo?
–Voy seguido, porque los españoles me tratan muy bien, pero siempre vuelvo. No podría quedarme. Necesito a la Argentina, y no por el dulce de leche ni el mate cocido –que además ahora se compra afuera–, sino porque tengo la ilusión de que mi palabra de actor es realmente recibida por la platea. Me pregunto, en cambio, si los españoles me entenderán. Este pensamiento no tiene que ver con los españoles sino con mi persona. Uno no puede establecerse en un país donde no quisiera morir; y yo sólo quiero morir en Argentina.
–¿No se trata entonces de diferencias de lenguaje?
–A mí no me cuesta hablar con acento español. Por eso me han llamado de España para actuar en los clásicos. Es esa creencia de que aquí puedo entrar en las historias de los espectadores, porque en cierto sentido nos pasan las mismas cosas. En cambio, no sabría decir qué es lo que reciben los españoles de mi trabajo ni qué quieren escuchar. Les tengo cariño, pero Argentina me dio todo. Siendo hijo de una familia humilde pude acceder a grandes textos, conocer gente extraordinaria, hacerme de un oficio y ser acompañado por el público, más allá de que estuviera bien o mal en mi papel. Un español me decía: “Vosotros sois buenos actores porque el público os mira con afecto”.
–¿Y usted qué opina?
–Que es verdad. El oficio de actor cae bien. En España, he caminado con Nuria Espert por la calle y no vi que la saludaran, aunque se la admira mucho en el teatro. Tampoco es común allá ese regalo, ese plus de afecto de esperarnos al finalizar una función. A la salida de Eduardo II, de Marlowe, que estrenamos en el Teatro Cervantes, con la Compañía del Centro Dramático Nacional de España –donde estaba Antonio Banderas, ahora un actor famoso–, el público nos esperaba soportando frío, viento y lluvia para decirnos que la obra le había gustado. Estas devoluciones nos hacen sentir que nuestro oficio es necesario. Me viene a la memoria un texto precioso de Eduardo Galeano sobre la función del arte. En ese relato, un hijo le dice al padre que lo lleve a conocer el mar. Asombrado ante esas olas enormes y ante tantos sonidos y colores, el chico le pide que lo ayude a mirar. Esa es también una de las funciones del actor.
–En este sentido, ¿qué ofrece Muerte de un viajante?
–Así presentada parece escrita por un autor argentino. Le encuentro algo del grotesco de Armando Discépolo, de las historias descabelladas que protagonizan los personajes de Roberto Arlt, y hasta elementos de esas obras de Roberto Cossa que hablan de la locura nuestra de prendernos a algo que creemos nos va a salvar.
–¿Cómo fue que lo convocaron para protagonizar Rey Lear, en Madrid?
–Primero me llamó Mario Gas, director del Teatro Español. Pero quedó ahí. Después no pude hacerlo en el Teatro San Martín. Pero entonces recibí el llamado de Gerardo Vera, director del Centro Dramático. Le comenté que no podía porque las funciones de Muerte... se extendían hasta noviembre de este año. En la mañana siguiente a la propuesta, se comunicó de nuevo para anunciarme que estaba todo arreglado, que empezaríamos cuando quedara libre. Me sorprendió, porque en Europa la temporada se organiza hasta con dos años de anticipación. No cuento esto por vanidad sino para destacar un acto generoso. Así que el 25 de este mes finalizamos las funciones de Muerte...; el 27 viajo a España y el 1º de diciembre ensayo Rey Lear. Me han dicho que el elenco es extraordinario, con una actriz que trabajó con José María Flotats, un actor y director muy interesante que se formó en la Comédie Française. Este actor realizó una puesta sobre unas clases de Louis Jouvet, donde se habla de la vida, el amor y la muerte. Los personajes son muy jóvenes, y entre ellos hay una chica que al finalizar las clases se pone un tapadito marcado con la estrella de David. Quizás alguien se pregunte para qué le sirvieron tantas palabras.
–¿Pensó estrenar esta obra?
–Me lo propuso el director Lluís Pasqual, pero no sé, es muy delicada. Quizá podamos hacer con Lluís una temporada breve, como la del Recital Ibsen que presentamos con Elena Tasisto y Alejandro Tantanian, en el San Martín. El lenguaje de Flotats es único. En Lorenzaccio se plantaba frente al público y decía su monólogo sin que uno pudiera advertir cuándo respiraba. No lo cortaba “para hacerlo natural”. He escuchado fragmentos de L’Aiglon, de Rostand, por Sarah Bernhardt. Era imposible saber cuándo tomaba aire.
–¿Le atrae esa línea de actuación?
–En eso siempre encuentro algo que me gusta; “lo natural”, en cambio, me molesta. Natural es mi vecina. En el teatro me interesan mucho los actores y las actrices que no son naturales. No lo eran Margarita Xirgu ni María Casares, y no lo son Inda Ledesma ni Elena Tasisto. En Yerma, Casares alargaba el inicio de cada frase: “¿Por qué duermes solo, pastor? En mi colcha de lana, dormirías mejor”. Y la gente escuchaba eso y abandonaba el teatro, porque es cierto que estamos acostumbrados a otra cosa, a que los actores se expresen como si fueran vecinos.
–¿Lo desanima ese comportamiento del público?
–No, porque depende de qué se busca en el teatro. Los que prefieren una expresividad raquítica van a estar disconformes con esos intérpretes. Para un actor es un desafío. Los grandes textos son siempre ejercicios de humillación: exigen empeño, y entendimiento para no desvirtuar al autor. Un soneto de Leopoldo Lugones, por ejemplo, es un buen ejercicio: “Al promediar la tarde de aquel día,/ cuando iba mi habitual adiós a darte/ fue una vaga congoja de dejarte/ la que me hizo saber que te quería”. Sólo con leer este soneto algo nos pasa, y si yo –como actor– creyera que lo recito perfecto, sería un idiota. Con estos autores, uno, simplemente, trata de “merecer”.
–¿Quiere decir que en la escena no basta con cumplir?
–En teatro, “hacerlo de taquito” es como estar enfermo.
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