Sábado, 28 de abril de 2007 | Hoy
DANZA › EVA YERBABUENA, ANTES DE SUS PRESENTACIONES EN EL GRAN REX
Santo y seña, la retrospectiva que viene a mostrar en dos únicas funciones, permite reencontrarse con una autodidacta que supo brillar entre las grandes: una cita imperdible con una artista que es pura pasión.
Por Alina Mazzaferro
Es imposible no ver la gigantografía a doscientos metros de distancia, desde la esquina de 9 de Julio y Corrientes, si uno se para de espaldas al Obelisco. Allí está Eva Yerbabuena, monumental, imponente, luciendo sus arrogantes volados blancos, abanico en mano, anunciando su tercera visita a la Argentina. Frente al Teatro Gran Rex, en el que la bailaora española se presentará en dos únicas funciones (hoy a las 21.30 y mañana a las 21, en Corrientes 857), la Yerbabuena de carne y hueso espera a Página/12 en el foyer del hotel donde se hospeda. A diferencia de la espigada femme fatale del cartel, ésta es pequeña, de rostro redondo y juvenil, y saluda sonriente. Recién llegada al país, no ha dormido casi nada luego de un largo vuelo desde Italia –donde también realizó presentaciones–, la espera una larga tarde de ensayo, y aún así está dispuesta a entablar una amable charla acerca de su vida y el flamenco, los que a esta altura de su carrera son para ella la misma cosa.
Sin apuro ni ansiedad, Yerbabuena comienza desde el principio: Frankfurt, 1970, el lugar y el año de su nacimiento. “Fue un descuido el que yo haya nacido allí –aclara en seguida–, mis padres son españoles y a los quince días de haber llegado al mundo regresaron conmigo a Granada.” A pesar de sus raíces andaluzas, no sólo la familia de Eva carecía de ascendencia gitana, sino que además sus costumbres eran ajenas a la tradición flamenca del cante y el baile. Para Eva, explicar sus comienzos en la danza significa contar una “anécdota mágica”: su tía insistía en llevar a la niña a tomar clases de baile; un día ésta murió, a pesar de su corta edad, y finalmente fueron los abuelos los que decidieron cumplir el deseo de la difunta. Eva tenía 11 años cuando dio sus primeros pasos, al ritmo de las sevillanas. A los 12 asistió por primera vez a un festival gitano y fue ahí cuando le susurró a su padre una confesión: “Me quiero dedicar a esto”.
Pero de desear a llegar a ser una profesional siempre hay un gran trecho y, sobre todo en el caso de Eva, una gran cantidad de piedras en el camino. “Mi familia no sabía nada acerca del mundo de la danza, no sabían a qué escuelas mandarme, se la pasaban preguntando”, recuerda la bailaora. Por otra parte, había que sortear aún el obstáculo más importante: el económico. “Mientras todos tomaban muchísimos cursos, yo estaba en casa sola, estudiando por medio de videos, debido a la situación económica de mis padres”, se acuerda. “A mí me alegra hoy que haya sido así, porque ese método autodidacta me enseñó que como mejor se aprende es mirando”, considera. “Me he convertido en una observadora –sigue–, no he tenido oportunidad de estudiar danza clásica, pero cuando tuve la chance de estar al lado de compañeros que la han estudiado o la ejercen siempre estuve con los sentidos muy abiertos.”
A los 16, Eva ya era una profesional. Ganaba su propio dinero que, aunque ínfimo, servía para colaborar en el hogar. “Eso me dio una satisfacción enorme –confiesa–, porque mis padres hicieron un gran sacrificio, tanto económica como psíquicamente, para que yo fuera bailarina; para ellos era un mundo totalmente desconocido. Gratificar todo ese esfuerzo me hacía feliz, aunque fuera con aquel primer sueldo que era una ridiculez pero que, en ese momento, era importante.” Dedicarse al baile significó, a su vez, abandonar la escuela y apostar de lleno a su futuro como artista. El día en que Eva comenzaba sus estudios secundarios, su padre detuvo el auto frente a la escuela y le preguntó si iba a poder conjugar la tarea escolar con el flamenco. “Yo le dije que no, que necesitaba mucho tiempo para dedicarle a la danza, porque había empezado tarde a estudiarla. No me dijo nada, dio media vuelta con el coche y nunca llegué a entrar a clase”, se acuerda ella.
A Yerbabuena no le importa haber tenido una formación menos ardua y completa que otras colegas, formadas también en otros lenguajes de la danza. De hecho, esto no le ha restado oportunidades: desde hace casi diez años está al frente de su propia compañía (ver recuadro), su nombre llegó a oídos del mundo entero, el director de cine británico Mike Figgis la llevó a la pantalla grande y la mismísima Pina Bausch –la famosa coreógrafa de danza contemporánea alemana– la eligió para participar en su festival y trabajar con ella. Su carácter personalísimo y autodidacta se ha convertido en su marca registrada, su forma de entender y vivir el flamenco. Cuando se le pregunta por sus pares, como Sara Baras y Soledad Barrio, la Yerbabuena elude la respuesta. No le gusta entablar comparaciones, porque para ella cada bailarina es especial y única. “Hay tantas grandes figuras y son todas buenas, pero ninguna se parece a la otra. El éxito de un artista está en llegar a ser lo más personal posible”, subraya. El desafío de su carrera, entonces, consistió en eso, en encontrar “ese sello y esa personalidad propia, que es lo más difícil, pero de eso es de lo que se trata”.
–¿Y qué impronta dejó en usted el trabajar junto a Pina Bausch?
–Pina es una caja de sabiduría, tremendamente humana como artista y como persona; muy rica, con muchísimas vivencias. El solamente poder estar cerca de ella es una gran experiencia. Con ella descubrí una cantidad de sensaciones y sentimientos. Pina tiene mucho del flamenco; es una mujer muy visceral y el flamenco es eso, puro sentimiento. Su corazón está por encima de la técnica.
–¿Cómo fue el encuentro con ella?
–Sucedió como todas las cosas que me suelen pasar a mí, que son mágicas, por no decir raras... Mi manager de aquel momento me propuso ir a un festival en Wuppertal que organizaba Pina Bausch. Hace siete años yo no tenía ni idea de quién era Pina y allí me enteré de quién era en el mundo de la danza contemporánea. Cuando llegué no sólo tuve la oportunidad de conocerla a ella, sino a todas las personas que bailaron para su compañía, como Ana Laguna, Sylvie Guillem... Fuimos varias veces a ese festival y la última vez me propuso que yo hiciera una pequeña coreografía en uno de sus espectáculos. Yo le dije que estaba encantada de hacerlo. Sabía que no podía perder nada, al contrario, sólo podía enriquecerme.
–¿Su experiencia en el cine también fue enriquecedora?
–Fue una experiencia que me ayudó a analizarme a mí misma, a darme cuenta de que la danza también es interpretación. Uno dice que sería incapaz de ponerse delante de una cámara, porque es un mundo que desconoce, hasta que entra y se da cuenta de que un director de cine es casi igual a un director escénico o un coreógrafo, que tiene que sacar lo mejor de cada uno de los intérpretes.
–¿Se puede esperar, entonces, más Yerbabuena en la pantalla grande ?
–Yo tuve con el cine una buena relación, porque hice lo que mejor sé hacer, que es bailar. No puedo decir que sirva para actuar, porque nunca he intentado interpretar diálogos. Pero no me gusta decir de este agua no he de beber, porque nunca se sabe...
Poco a poco, esta bailaora de 36 años va desplegando su carrera como un abanico flamenco. No es una bailarina de sala de ensayo, sino una nutrida de la experiencia diaria, proveniente de todos los campos. Se abrió camino en el mundillo machista del flamenco sin tener raíces ni contactos en el universo gitano. Ha sabido hacer propio lo mejor de cada partenaire y de cada maestro, de quienes no sólo aprendió la técnica, sino también lo que ella llama “la mundología, esos consejos que sirven para andar en la vida”. Y también guarda por siempre en su corazón los mejores regalos de su público. ¿Qué es lo que atesora de la audiencia argentina? “Esa pasión con la que exclaman lo que sienten cuando están viendo y escuchando el espectáculo, sin miedo a decir lo que fuera a la persona que está arriba del escenario”, asegura ella. En seguida se acuerda del Teatro Avenida, de un bis apasionado entre sus cantaores y un grito de un fan que la inspiró para siempre. Por eso, cada vez que regresa a la Argentina, en el aire porteño aún escucha el eco de ese “Eva, no te mueras nunca”.
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