Viernes, 8 de julio de 2011 | Hoy
CULTURA › OSCAR CONDE Y SU LIBRO LUNFARDO. UN ESTUDIO SOBRE EL HABLA POPULAR DE LOS ARGENTINOS
Además de hacer una notable investigación lexicográfica, el investigador repasa su presencia en la literatura popular y en los medios de comunicación desde sus orígenes hasta el presente. Un vocabulario que está lejos de considerarse “cerrado”.
Por Silvina Friera
El berretín por las palabras de un dolape que la sabe lunga es contagioso. A Oscar Conde, el pelado que toma un feca en el bar de su barrio –en la esquina de Paraguay y Ravignani, el emblemático Montecarlo–, le picó el bicho cuando tenía 24 años y estaba abierto a todos los enamoramientos: rock, filosofía, tango, gramática, poesía y griego antiguo. Y ya no pudo ni quiso rescatarse. Esa debilidad por “el idioma de nuestras calles”, como decía Arlt en una de sus aguafuertes, o por aquellas palabras que tienen un sabor rotundo, pictórico o dulce –parafraseando a Discépolo– es la gran pasión de su vida. “El lunfardo me eligió a mí, seduciéndome, interesándome, encantándome apenas fijé mi atención en él”, confiesa en el prólogo de Lunfardo. Un estudio sobre el habla popular de los argentinos (Taurus), un delicioso ladrillo de más de 500 páginas que no debería faltar en la biblioteca de todos aquellos que compartan el mismo berretín. Y no es necesario ostentar diplomas de filología lunfarda para zambullirse en este fenómeno inmanente y entrañable de la realidad lingüística de los argentinos.
La misión de Conde –doctor en Letras por la Universidad de Buenos Aires, donde fue docente de griego clásico hasta 2006, profesor e investigador, poeta y miembro de la Academia Porteña de Lunfardo– no es, como muchos profesores de lengua y literatura, “corregir y condenar”, sino más bien hallar explicaciones acerca de un habla popular tan presente en las calles, en las oficinas, en la esquina del barrio, en los diarios y revistas, en la radio y en la televisión. El lunfardo pertenece al ámbito de la oralidad, aunque pueda ser rastreado en toda la literatura popular, desde los tangos de Celedonio Flores, las novelas de Roberto Arlt, un sainete de Alberto Vacarezza o un tema de Sumo. “Los jóvenes han sido siempre los grandes renovadores del lenguaje”, confirma el pelado a Página/12. El libro se divide en tres partes. En la primera, Conde caracteriza al lunfardo; en la segunda se refiere al modo en que el léxico se fue conformando; en la tercera repasa la presencia del lunfardo en la literatura popular y en los medios de comunicación desde sus orígenes hasta el presente. Conde se propone derrumbar el mito que refuerza la idea de que el lunfardo es un argot delictivo. Hasta los amantes y estudiosos han sucumbido a este prejuicio cuando repiten como loros que nació en la cárcel. Que es el habla “secreta” de los ladrones.
En un artículo legendario, publicado en 1962, el profesor Amaro Villanueva determinó el origen de la voz lunfardo a partir de la corrupción de un vocablo del habla de Roma. Villanueva encontró en el Vocabulario romanesco, de Filippo Chiappini, el término lombardo –gentilicio de nacido en Lombardía– con el significado de “ladrón”, además de un verbo derivado: lombardare, que significa “robar”. La perla de Conde, su gran hallazgo, es que va más atrás en el tiempo: descubre en el Decamerón (1353), de Boccaccio, el término lombardo con el significado de “ladrón”. “Los primeros que estudiaron esta habla eran policías que pretendían hacer una descripción de la delincuencia de carácter lombrosiano –recuerda–. El problema es que pensaron que ese modo de hablar era propio de los delincuentes, cuando en realidad estaba extendido a todas las clases humildes; era un modo de hablar de suburbio, del arrabal, no sólo de los ladrones.” Ni Borges estuvo al margen de este error de considerar al lunfardo como el léxico de la delincuencia. Conde evoca las palabras lacerantes, tantas veces presentadas como definitivas, con las que el joven Borges se despachó contra el lunfardo en su “Invectiva contra el arrabalero”, artículo incluido en la primera edición de El tamaño de mi esperanza (1926): “El lunfardo es un vocabulario gremial como tantos otros, es la tecnología de la furca y de la ganzúa”.
El pelado se amotina. Los tecnicismos malandrines rastreados por Antonio Dellepiane en El idioma del delito (1894), que incluye el primer diccionario de lunfardo, no son mayoría. Asimilar un habla popular con un argot delictivo es “la prueba peligrosísima” de confundir pobreza y mal vivir. Si el lector de estas líneas no manyó el estofado, locución lunfarda que traducida, por las dudas, implica no comprender, Conde bate la justa con una pregunta, cuya respuesta se cae de maduro: ¿Por qué las palabras catrera, bulín o faso tendrían que ver solamente con los ladrones? “El lunfardo no es un léxico exclusivo de la delincuencia porque desde su mismo origen las palabras que lo integran exceden el campo semántico del delito. Nunca hizo falta ser chorro para decir mina, chabón, orsai o atorrante, no hace falta serlo para usar hoy bardear, birra o bobazo”, esgrime el pelado, autor también del Diccionario etimológico del lunfardo, donde pudo demostrar que sobre un universo de 6 mil vocablos apenas unos 200 estarían vinculados con el gremio del delito.
Una característica del lunfardo es el vesre, el recurso de la inversión silábica, como sucede con sope (vesre de peso), bolonqui (de quilombo) o zabeca (de cabeza). “Las que más se conservan –ofri o feca– son las más facilongas: palabras de dos sílabas, aceptadas por la comunidad lingüística –plantea Conde–. En algunos casos están tan naturalizadas que no necesariamente los que la usan saben qué es un vesre. Eso pasa con un verbo que a todos sorprende. El verbo zarparse es el vesre de pasarse; por lo tanto debería escribirse con ‘ese’, pero la mayor parte de la gente lo escribe con zeta, pensando en el español zarpar. O colimba, que es el vesre de milico, nada que ver con que es el acrónimo de ‘corre, limpia, barre’; eso es un invento posterior.” Pero la misma palabra dada vuelta no siempre tiene idéntico significado. El orden de los factores puede alterar el producto. El pelado dicta cátedra y enumera: cheno (noche) quiere decir el vientre de la noche. Y la más fácil de entender: telo es albergue transitorio y no hotel. Jermu quiere decir esposa, no mujer; Joaquín Sabina utiliza mal esta palabra en su canción ‘Dieguitos y Mafaldas’, cuando dice ‘la jermu que me engaña con la luna’”.
El lunfardo nació de la misma eclosión que parió al tango: la llegada de la inmigración y la convivencia babélica en los conventillos. Los préstamos son abrumadores. Del napolitano se adopta cucuza (cabeza), del genovés enchastrar, del siciliano furca (la toma del ladrón cuando agarra a la víctima de atrás), del francés marote, por el “marot”, la cabeza en la que se coloca una peluca en una vidriera. “Cuando se terminaron los préstamos, aparecen otras palabras que llegan al lunfardo por metáforas, por sinécdoques, por metonimia, por ampliación o reducción de significado”, recuerda Conde y se prepara para la próxima bolilla: repasar los juegos de palabras. “Hay juegos paronomásticos, usar una palabra por otra, decir ambrosio por hambre o matienzo por mate. También usar una palabra que se parece por el comienzo a otra, como tragedia por traje, guitarra por guita, violín por violador. O los metaplasmos, palabras en las que hay una caída de un sonido inicial, medial o final, por ejemplo, boga por abogado.”
Vale la pena observar detenidamente la cantidad de campos semánticos que alcanza el lunfardo. “Hay un habla que tiene que ver con el patotear al otro sin pegarle ni con un dedito. Lo patoteás con la palabra. Por supuesto que se puede hacer en perfecto castellano, pero es mucho más productivo y fructífero en lunfardo, por la cantidad de connotaciones que la palabra lunfarda siempre tiene.” Conde repara en un insulto: estúpido. “Si decís, en cambio, boludón tiene una resonancia a pajarón; es un insulto más efectivo, más poderoso.” El lunfardo se puede usar por razones estilísticas o expresivas, con intención trasgresora o lúdica o para explicitar cierta intimidad o confianza con el otro. ¿Por qué si puede decirse ordinario, se dice berreta? Ese genio que fue Discépolo –y que Conde invoca– fundamenta la razón. “No entiendo por qué es más propio robar que afanar. Por hábito, bah... Lo que sucede es que hay palabras feas y palabras lindas. Y yo utilizo las que me gustan por su sabor rotundo, pictórico o dulce. Las hay amplias, curvas, melosas, dolientes. Y si mi país, cosmopolita y babilónico, manoseándolas a diario, las entiende y yo las preciso, las enlazo lleno de alegría. Nuestro lunfardo tiene aciertos de fonética estupendos. Me hacen gracia esos que creen que los idiomas los han hecho los sabios. Si la necesidad de un pueblo es capaz de crear un genio, ¿cómo pretenden que se detenga en la creación de una palabra que le hace falta?”
Los medios de comunicación masiva contribuyen en la difusión del lunfardo. “El uso del lunfardismo es permanente y en algunos casos está en sintonía con el habla de los jóvenes. Hay chicos que creen que la palabra bondi, por colectivo, es nueva. Pero es antiquísima. Surgió en la gíria carioca en 1880 para decir tranvía, y de allí fue tomada para designar el tranvía porteño, todavía a caballo. Sólo que se la dejó de usar durante 40 años y se la recuperó en los años ’80. Cuando yo era un niño en los años ’70, no se usaba bondi. Y, sin embargo, está en Carlos de la Púa en La crencha engrasada. Hay un poema, ‘Línea Nº 9’, que se refiere al tranvía 9, donde cuenta un hurto frustrado. El poema empieza diciendo: ‘Era un bondi de línea requemada’. O sea: todos sabían que ahí se robaba.” La palabra tarúpido (mitad tarado, mitad estúpido) la inventó Niní Marshall; es un lunfardismo porque no existe en el español.
Está muy lejos de ser un vocabulario cerrado, histórico. El lunfardo “crece y se modifica en nosotros y por nosotros”, pondera Conde. Dice mucho más de los argentinos que diez volúmenes de sociología. El lunfardo se trata sencillamente de un gran berretín por “palabras a las que no podemos renunciar”.
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