Jueves, 22 de marzo de 2012 | Hoy
CULTURA › CHARLAS SOBRE HéCTOR LIBERTELLA EN EL FILBA NACIONAL
El escritor más periférico, autor de El camino de los hiperbóreos, será centralmente argentino en el primer Festival de Literatura Nacional, que hoy comenzará en Bahía Blanca, con la inauguración a cargo de la poeta Diana Bellessi.
Por Silvina Friera
El soplo del espíritu de Héctor Libertella vuelve a Bahía Blanca, la ciudad donde nació y donde hoy comienza el Filba Nacional, el primer Festival de Literatura Nacional, que inaugura la poeta Diana Bellessi (ver aparte). El escritor más periférico será entonces centralmente argentino, parafraseando su memorable silogismo. Más central y heterodoxo. Esa dupla oximorónica, esa centralidad-heterodoxia tan tensa a simple vista y oído, ha sido, es y será su mejor “caja roja”; una cajita que sigue navegando “en el enorme horizonte anónimo y colectivo de la lengua”. La palabra homenaje destila una ortodoxia inadmisible para el imaginario del autor de El árbol de Saussure. Mejor apuntar, como un destello al pie de la programación, que a casi seis años de su muerte habrá dos charlas o paseos tentativos por ese río de libros que lanzó como misiles, de la mano de sus lectores más sagaces: María Moreno, Maximiliano Crespi, Marcelo Damiani, Federico Falco, Pablo Katchadjian y Mauro Libertella.
En el prólogo de Zettel (Letranómada), libro póstumo publicado en 2008, Laura Estrin da en la tecla cuando afirma que Libertella es “un autor latinoamericano como no hay otro en la literatura argentina, allí se escribió y leyó él mismo, en esa serpenteada historia que comienza a trazar en forma fascinante en Nueva escritura en Latinoamérica”. ¿Por qué empezar, se podría objetar, casi por el final de lo editado? El año pasado la constelación libertelliana amplió su campo de batalla con otro póstumo, A la santidad del jugador de juegos de azar (Mansalva). Convendría no irse por las ramas de lucubraciones acaso estériles, pero un perfecto destilado que el propio autor “tituló” teoría de la reescritura emerge para asestar un golpe: “¿Por qué el libro viejo desaparece a favor del nuevo? ¿Qué ha hecho el joven en el viejo? ¿Cuál es cuál y cuál es más viejo ahora?”. Menuda pregunta arroja sobre las mochilas de sus lectores. Quizás inyectó a sus páginas el carácter de lo instantáneo que hace siempre del pasado presente, desfigurando y transfigurando una obra que “roe en fino su propio hueso” y se “alimenta de la radiografía de sus propias costillas”. Estrin, en ese prólogo a un libro-mandala, recuerda que el escritor “armó y desarmó simultáneamente su querencia hermética, ditirámbica, desprendida y sabia en una espiral de reflexión constante”. Y subraya un gesto que a horas del inicio del Filba Nacional se percibe con la intensidad de la plena evidencia: “Lo inventaba todo sin que nos diésemos cuenta”.
En los tiempos púberes, entre 1957 y 1958, ese chico nacido en Bahía Blanca en 1945 redactó, editó y “dirigió” sus dos primeras novelas, Tarde para llorar y Agentes de la venganza, dos libros-objeto inéditos que conservó en su biblioteca, como recordaba en La arquitectura del fantasma (Santiago Arcos editor), su autobiografía, la biografía del viejo que pudo haber sido y no fue porque murió en 2006, a los 61 años. Tenía nada más que 23 cuando ganó el Premio Paidós de Novela con El camino de los hiperbóreos (1968). Entonces estaba haciendo la colimba y pidió la baja esgrimiendo que tenía que viajar por el país para promover el libro. “No siempre que el mercado le dice sí a un escritor es cuando él está en condiciones de decirle sí al mercado.” Este rechazo hacia la farsa de efímeras consagraciones fue su voluntad más extrema –su “fobia social premonitoria”–, la marca o el embrión para analizar el efecto Libertella y su literatura como “un fantasma siempre un poco ilegible entre las líneas del mercado”. Optó por sacar el cuerpo de las pasarelas y las vidrieras pirotécnicas, que nada tienen que ver con la literatura. Y puso el cuerpo –la vida misma– en el maniático zurcido de esa constelación que fue hilando y deshilachando en Aventuras de los miticistas (1971), Personas en pose de combate (1975), ¡Cavernícolas! (1985), El paseo del perverso (Premio Juan Rulfo, París, 1986), Las sagradas escrituras (1993), Memorias de un semidiós (1998), La Librería Argentina (2003), entre otros títulos.
“¿Cómo es el eco de un sonido que jamás se produjo? ¿El arte y la literatura serán eso?” Libertella era un lunático, el más lúcido de esa tribu de extravagantes que afortunadamente legan a la posteridad sus “papelitos” en forma de “obra incompleta”. Vio el futuro como si hubiera pasado ya; ese reescribirse –de nuevo Estrin, clavándola en el ángulo– “es vivir en durísima tensión, tener el pasado en el presente y hacerlo futuro”. Qué decir sobre el horizonte que ha dejado abierto. “Algún día los chicos jugarán a la literatura con los ecos del hombre –escribió en el prólogo de A la santidad del jugador, por ahora su último libro publicado–. Goyeneche termina como un fenómeno gramático. El tango se deshizo en sus labios. Ahora la boca muestra sólo un pentagrama y los dientes son sílabas sueltas.” Ricardo Strafacce, compañero de ruta en la escritura y en las andanzas en el bar Varela, Varelita, cree que invariablemente faltará “un inédito que alguien atesora en silencio; siempre habrá, en algún sitio, una nueva versión de la última versión”.
Cada quien podrá elegir por dónde leer y releerlo. Pero hay un texto, la “Carta a Don Lorenzo García Vega”, que traza el perímetro de su golpe magistral. Así como Gardel canta mejor cada día, Libertella golpea mejor, con la desesperación de quien escribió solo, sin mercado, sin red. “Mirá, Lorenzo, es un salto sin red abajo. No hay sábado, no hay domingo ni vacaciones anuales ni feriados. Ni tampoco noche o día: la literatura te somete a un continuo de éxtasis y terror. Vos me entendés, es un viaje sólo de ida y al final te espera sir John Gielgud con un Chablis en la mano.”
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