Lun 17.06.2013
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CULTURA › CULTURA ENTREVISTA A MARíA NEGRONI, QUE PUBLICó ELEGíA JOSEPH CORNELL

“Cornell es una especie de Baudelaire de Manhattan”

La autora plasmó en un libro tan inclasificable como fascinante su interés por la vida y la obra del artista experimental estadounidense. Negroni trazó un itinerario por las obsesiones menos visibles del flâneur neoyorquino.

› Por Silvina Friera

Un reino en miniatura se despliega en el pequeño departamento de la calle Viamonte al 300. Hay muchos libros en la biblioteca, custodiados por muñecas antiguas que preservan un acertijo inmanente en esas pupilas lejanas. Podría ser el hogar de una coleccionista de juguetes y algún que otro cachivache bello e inútil. La primera impresión se disipa cuando la razón que todo lo mide y sopesa capitula ante la modesta evidencia de que en este “caleidoscopio divino” emerge una sensibilidad que juega a favor del deseo de anular las clasificaciones. El repertorio de objetos está en un mismo plano de rebelde igualdad. Las muñecas no custodian nada. “Bienvenidos al mundo de María Negroni” podría leerse en un cartel imaginario, un mundo-trampa para asir las cosas. Como los poemas, las novelas y los textos que escribe, cada vez más ambiguos y encantadores, hipnóticos por esa desfachatez con la que se imponen sin cartas de presentación eficaces. Sin etiquetas. Elegía Joseph Cornell (Caja Negra), como advierte David Oubiña en la contratapa, “debería leerse según la lógica de un ensamblaje, un collage, un ready-made”.

“Hace falta mucha infancia. Hace falta días y días de aliteración del misterio, y también noches y noches sin más movimiento que la falsa calma de los relojes”, se afirma en el primer poema en prosa, la primera ventana que abre Negroni para convidar con su travesía por Cornell (Nueva York, 1903-1972), un itinerario articulado por las obsesiones menos visibles de este artista estadounidense –más conocido por su famosas cajas–, como el collage cinematográfico conformado por Children’s Party (1940), Cotillion (1940), Aviary (1955) y Bande á Part (Mulberry Street, 1967), entre otros títulos. Un trayecto delineado por la tentativa de componer “Apuntes de una biografía mínima”; un conjunto que puede ser también una suerte de bazar íntimo de búsquedas residuales. “El libro gira en torno a un fotograma de una película, que es la chica que pasa desnuda sobre el caballo blanco. Ese es el principio organizador para mí, el núcleo del cual salen y al cual vuelven las cosas. Es una nena pre púber, de diez años, que aparece sobre un caballo blanco con el pelo como si fuera Lady Godiva, y está en el límite entre lo inocente y lo perverso. Esa imagen es un enigma y como tal es un estímulo para la poesía –cuenta la escritora a Página/12–. Ahí se me ocurrió empezar a rodear la imagen desde distintos puntos de vista. Hay momentos en que me acerco como si yo fuera Cornell; momentos en que me acerco como si fuera la nena; momentos en que me acerco como si fuera la asistente de Cornell; momentos en que me acerco como si yo fuera yo. Estos son los poemas en prosa.”

–¿De dónde viene esta pasión por Cornell? ¿Se conecta con el interés por “catalogar lo insólito”, como se lee en el prólogo del libro?

–Hay muchas cosas que me unen a Cornell. Lo primero y fundamental es el amor por la ciudad de Nueva York, una ciudad donde viví muchos años y que obviamente tuvo un efecto muy importante en mí, sobre todo los diez primeros años, que fueron de fascinación absoluta y de mucho aprendizaje. Cornell es una especie de Baudelaire de Manhattan, un flâneur dentro de esa ciudad que le encantaba. Él se metía por los barrios más marginales, los mercados de pulga. Otra cosa que tiene y con la que siento mucha afinidad es que el imaginario de Cornell está muy enraizado en la infancia y en el siglo XIX. Le gustaban las divas de la ópera, los poetas como Rimbaud, Verlaine y Nerval; y le fascinaba toda la música del período romántico, Schumann, Débussy... Cornell era un tipo anacrónico, un amante de una Nueva York perdida. En esa ciudad tan vital y tan siglo XX, Cornell buscaba remanentes de lo que precedió a Nueva York. Y lo raro es que es uno de los pocos americanos que tiene su imaginario centrado en Europa; para nosotros no es tan extraño porque la Argentina siempre ha mirado básicamente a Europa. Nuestros escritores hacían el famoso viaje a Europa; y sobre todo, la cultura francesa ha tenido mucha influencia acá. En Estados Unidos no es así. Y Cornell es una excepción entre los norteamericanos que no se fueron a vivir a Europa. Este sería otro punto en común. Y la fascinación con la infancia, con los chicos, con los juegos.

–Pero es una fascinación con una “infancia triste” o rota, como se menciona en Elegía...

–La infancia –por definición– es la infancia perdida, una infancia melancolizada en un punto. Es una infancia a la que le podemos poner varios adjetivos, pero siempre van a estar en la ruta de lo triste porque no es una infancia presente, sino añorada como un Edén perdido. El libro termina con esa especie de pregunta acerca de si es la muerte de la infancia o la infancia de la muerte, ¿no? Se puede pensar que lo que Cornell está lamentando es la muerte de la infancia. O que lo que él está mirando a través de los niños es el período de infancia de la propia muerte. La muerte vive con nosotros desde que nacemos; la muerte tiene un período de infancia. Ahí se produce un planteo interesante: qué pasa con esa muerte que crece. Cornell es uno de los artistas norteamericanos que más me ha convocado; aparte es muy literaria su obra. Las cajas que él hizo están llenas de referencias a Rimbaud, a Baudelaire a Emily Dickinson.

–Asombra leer que Cornell leyó Ficciones de Borges.

–Sí, es impresionante, ¿no? Está en la entrada de su diario, a fines de la década del ’50.

–Cuesta un poco asociar a Cornell con Borges...

–¿Por qué? Para mí hay relaciones. Borges es también anacrónico. Su literatura no es una literatura fechada, realista, que tenga que ver con problemas entre comillas contemporáneos. Era un escritor que se pasaba hablando de Schopenhauer, además de todas las otras cosas de las que habló. No sé cómo habrá llegado a manos de Cornell Ficciones, pero está registrado que lo leyó. Y me imagino que puede haberle gustado mucho por la literatura sobre la literatura, que eso lo tiene Cornell también: es el arte sobre el arte. No hay ninguna tentativa representacional en Cornell. Él toma las cajas y adentro pone los fragmentos y los residuos de la cultura. Tiene, por ejemplo, una caja maravillosa con fotos de Lauren Bacall. Le encantaban las actrices de cine. El arte de Cornell no representa nada, y en ese sentido está en la misma estética que Borges. Yo creo que hay una afinidad entre los dos.

–Cornell no leyó al Borges vinculado con las vanguardias. El Borges de Ficciones es un escritor “más clásico” y se suele pensar a Cornell como un vanguardista.

–Más que vanguardista, lo veo como un marginal. El nunca formó parte del establishment del arte norteamericano. Cornell es inclasificable, un enigma todavía al día de hoy, siendo que su obra está en todas las colecciones permanentes y se han hecho retrospectivas; pero en vida no era famoso como es ahora. Incluso no es un artista de fácil digestión hoy porque es demasiado irreverente, está demasiado corrido de todo. Es un artista plástico que no pinta, es un cineasta que no filma; trabaja sobre los residuos y hace collage. Cornell es muy extraño, es como un Marcel Duchamp. Y no descarto que haya sido Duchamp, que vivió acá, quien le haya pasado a Borges.

–¿Por qué Cornell es tan literario? ¿Por qué es tan afín al mundo de la literatura?

–Cornell tiene un imaginario muy literario. Le gustaba mucho leer y tenía sus fascinaciones con ciertos escritores. En su estudio se encontraron grabaciones de poesías de Robert Frost y de Walt Whitman. Cornell tenía sus héroes, que no eran muchos. Algunos escritores como Rimbaud y Nerval que se los sabía de memoria. Si yo hubiera podido elegir, hubiera vivido en el siglo XIX. Los escritores que Cornell ama los corre del lugar de escritores. Rimbaud y la bailarina Fanny Cerrito tienen la misma entidad para él. Pasan a ser figuras del imaginario. Su interés en la literatura es casi nostálgico. Son los mundos que hay detrás de esos escritores que le gustan; la sensibilidad, una cosa de afinidad estética que tiene con cierto tiempo, con ciertas prácticas y con ciertas maneras de mirar. Cornell tenía una mirada omnívora. Es fascinante observar cómo catalogaba sus cajas de material para trabajar. Tenía programas de agencias de viajes, fotos de actrices, de exposiciones universales y de animales del zoológico. Podía poner juntos a Nerval y a una foca en un circo haciendo girar una pelota de plástico. Y a renglón seguido, unos chicos saltando un aro. Así es la vida. No hay jerarquías. Todo ocurre todo el tiempo en esta especie de diversidad caótica que nos produce angustia, pero que también es maravillosa.

La mirada de Negroni se ilumina cada vez más, animada por la intensidad del flechazo que siente por la obra de ese hombre que amaba perderse en la ciudad, “el eremita de Utopia Parkway”, lo llama en el libro. “Me parece extraordinario cómo empezó Cornell con el cine –pondera–. Llevaba rollos de viejos films clase B para ver junto con su hermano paralítico. Cuando se aburrían de ver muchas veces el mismo film, Cornell se iba al sótano, donde tenía el estudio, y empezaba a cortar y a rearmar las escenas. Lo cual te prueba que el argumento de algo es lo de menos.”

–¿No hay una lógica?

–Hay una lógica, pero es otro tipo de lógica. Cornell prueba que no importa qué orden se les dé a las imágenes; en el orden en que se pongan siempre va a haber un sentido que se va armar. Y uno podría decir que con las palabras pasa lo mismo: uno podría cambiar el orden de los fragmentos y, si la escritura es buena, se va a seguir sosteniendo, aunque cambies el orden.

–Uno de los aspectos más inquietantes de Cornell es la idea del viajero fascinado por el viaje inmóvil.

–Sí. Cornell no salió jamás de Nueva York. Su mundo empieza y termina en Times Square. Yo he visto fotos de él. Era un hombre muy alto, muy delgado, con esos trajes medio raídos de color gris. No era un hombre atildado, sino un personaje gris que se movía como un “ratón de biblioteca” en la ciudad. Como esos personajes medio anodinos que no te llamaban la atención y que se pasan buscando cosas raras.

–Acá hay un contraste notable con su itinerario: de Rosario a Buenos Aires y de acá hacia Nueva York.

–Rosario no lo cuentes porque fue medio accidental. Mis padres se habían ido de Rosario y mi mamá volvió para que yo naciera, para estar con su familia, pero no viví en Rosario. Mi infancia fue en Mendoza y a los diez años vine a Buenos Aires. Y me fui a Nueva York a los treinta. No soy una viajera inmóvil (risas). A mí me encantan los mercados de pulgas, las ferias americanas, como a Cornell. Cuando entrás a una feria americana, tenés que tener un buen ojo porque hay doscientas porquerías y de repente hay algo que es maravilloso. Lo mismo pasa cuando vas a una librería de viejos. De repente agarrás un libro y te preguntás: ¿esto qué hace acá? Es una habilidad. Cornell salía a recoger sus materiales y con eso hacía su obra.

–¿Cómo explicar ese interés de Cornell por los residuos, por lo que se desecha?

–Residuo es todo, lo que pasa es que todavía no alcanzó esa categoría. Pero con un poquito de tiempo y de paciencia, lo será. Nosotros somos residuos. La idea de poner el ojo en lo que se perdió o en la basura es como tener intensificada la conciencia del tiempo. Hay un poema maravilloso de Pessoa –se llama “Tabaquería”– y él dice que con el tiempo se morirá el cartel, se morirá el idioma en que están escritas las palabras del cartel, se morirán los versos en que estoy escribiendo esto. Y sigue... Es una celebración de cierto fracaso. Celebrarlo y reciclar.

–¿Por qué le hubiera gustado vivir en el siglo XIX?

–El siglo XIX es maravilloso, tiene tantas cosas... Me gusta mucho la literatura gótica, el romanticismo alemán, el nacimiento del cine; y políticamente es un hervidero hacia cosas que iban a venir después. El siglo XX me parece más duro, politizado en un sentido terrible, con un ciclo de guerras y revoluciones que terminaron horrendamente. Me corrijo: me gusta vivir en este siglo, mirando al siglo XIX.

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