Domingo, 14 de junio de 2015 | Hoy
CULTURA › SU LABOR COMO REGISSEUR Y DIRECTOR DEL COLON
Por Diego Fischerman
Hacía, todavía, a veces, el gesto de buscar el paquete de cigarrillos en su bolsillo. Era la época en la que había fundado el Centro de Experimentación en Opera y Ballet del Teatro Colón, que más adelante acabaría llamándose CETC. Era la época en la que se le ocurrió reunir al escritor Ricardo Piglia y al compositor Gerardo Gandini para que escribieran una ópera sobre La ciudad ausente. Era la época en que Sergio Renán, invariablemente elegante, se encontraba con Adolfo Bioy Casares a tomar café, en que filmaba durante toda una noche un carnaval de 1927 resucitado en San Telmo, en que descubría para el Colón a una joven y deslumbrante Renée Fleming, y la dirigía en su puesta en escena de Las bodas de Fígaro, de Wolfgang Mozart.
El 8 de mayo pasado subió a escena, en ese teatro, su régie de El elixir de amor, de Gaetano Donizetti. En el final, mientras el público aplaudía de pie, Renán y su equipo no salieron a saludar. El acababa de ser internado y sus colaboradores –el escenógrafo Emilio Basaldúa, el videoartista Alvaro Luna y el vestuarista Gino Bogani– decidieron acompañar su forzada ausencia. Poco antes había dirigido en teatro Incendios, de Wajdi Mowawad, en una adaptación propia. Pensaba filmar otra película. Pensaba dirigir en el Colón, el año próximo, Don Giova- nni, de Mozart. Leía a todo escritor y escritora argentinos que fueran publicados. Comentaba agudamente toda obra de arte, y toda estética, que pudiera ser discutida. Generó proyectos, caminó por el escenario, dio indicaciones a los actores y cantantes, se enojó y festejó y sufrió y disfrutó allí, en ese territorio que sentía suyo, hasta el final. Murió en su ley.
Entre 1989 y 1996 y luego, brevemente, en 2000, fue el director del Teatro Colón. Sus temporadas tuvieron siempre la virtud de ser equilibradas, de mostrar estilos diversos, tanto en la elección de los títulos como de los puestistas. Estaban allí las óperas que no podían faltar y elencos inolvidables como el de Simon Boccanegra de Giuseppe Verdi, en 1995 con Karita Mattila, José Van Dam y Ferruccio Furlanetto, o la Elektra de Richard Strauss, en ese mismo año, con Ildegard Behrens, Leonie Rysanek y Deborah Voigt. Estaba una nueva generación de cantantes y directores de escena, que surgió en ese período, protagonizando producciones notables, tanto en el CEOB como en el escenario principal: Graciela Oddone, Cecilia Díaz, Víctor Torres, Marcelo Lombardero. Y estaba lo que se alejaba de cualquier obviedad. Aquello que revelaba la mirada atenta e inquieta del programador: La vida con un idiota de Alfred Schnittke, la Metrópolis de Fritz Lang con la música en vivo de Martín Matalón, La coronación de Poppea, de Monteverdi, con dirección de René Jacobs y puesta en escena de Gilbert Defló, la Europera V de John Cage con régie de Vivi Tellas. Y, por supuesto, aquella Ciudad ausente de Gandini-Piglia, con la inolvidable escenografía de Basaldúa y protagonizada por Graciela Oddone, Omar Carrión, Víctor Torres y Virginia Correa Dupuy.
En su faceta de director de escena, en el campo de la ópera, su trabajo más ambicioso fue la puesta de Lady Macbeth del Distrito de Msensk, de Dmitri Shostakovich, con dirección musical de Mstislav Rostropovich. Presentada en el Real de Madrid y en el San Carlo de Nápoles, además del Teatro Colón, el dispositivo escénico estaba concebido para que Rostropovich estuviera de frente al público y no de espaldas. E incluía al cine como una de las voces de la trama, algo que se convertiría en su sello de fábrica desde entonces. El Rufián Melancólico en la versión de Los siete locos dirigida por Leopoldo Torre Nilsson, Johnny Carter, el saxofonista de El perseguidor, de Julio Cortázar (con el sonido del Gato Barbieri), en el film de Osías Wilenski, actor fetiche de Manuel Antín, en Circe o La cifra impar: Renán se parecía a sus personajes. Y también a otros insospechables. Contaba haber dejado de ir a la cancha cuando se dio cuenta de que estaba a punto de tirarse desde lo más alto de la tribuna de Racing después de un gol de los contrarios. Decía que, en otra ocasión, en que creyó que se ahogaría en el mar y la corriente acabó devolviéndolo a la orilla, había decidido morir antes que ser rescatado por un bañero. Violinista en su niñez judía del barrio de Once, jugador de fútbol y cantante de tango frustrado, eligió como nombre artístico el de un medievalista francés del siglo XIX llamado Ernest Renan. Se inventó un nombre como quien se inventa una vida. O, tal vez, todo lo contrario.
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