JULIO LLINAS REVISA SU HISTORIA, SUS VIAJES Y ANDANZAS EN “QUERIDA VIDA”
“Todos mis libros son como una despedida”
En su ruta se cruzan Enrique Molina, Oliverio Girondo, Manuel Mujica Lainez, Marcel Marceau, André Breton o Boris Vian, pero sus memorias van más allá del simple anecdotario clavado en el tiempo. Ingenioso y certero, Julio Llinás afirma que “yo era surrealista, aunque no sé bien qué quiere decir”.
Por Silvina Friera
La “última reliquia viva del surrealismo” abre la puerta de su casa de la calle Chacabuco e invita a pasar. Julio Llinás es tan huraño, y por momentos parco, que divierte. Le sobra altura, acidez y sentido del humor. Desde julio de 1971 le falta el brazo derecho y casi pierde el izquierdo cuando el auto que manejaba hizo un trompo y fue atropellado por un camión que iba en dirección contraria. Max, su perro tekel, empieza a molestar; el escritor trata de echarlo y lo amenaza: “Asunción, vení”. Pero esa excelente cocinera y mucama obsesiva que vive con él no aparece. “Está muy enojada conmigo, dice que para la entrevista no puedo estar así vestido, que me tengo que poner un traje.” Si la brevedad es el alma del ingenio, como observó Shakespeare, Llinás, a los 76 años, convoca y recorta sus recuerdos en un ingenioso e imperdible libro de memorias, Querida vida (Sudamericana). Pero como si no fuera suficiente con pasarle el cepillo fino a las anécdotas que vivió con Aldo Pellegrini, Francisco Madariaga, Enrique Molina, Oliverio Girondo, Manuel Mujica Lainez y, durante su estadía en Francia, con el mimo Marcel Marceau, André Breton o Boris Vian, sigue, inspiradísimo, escribiendo y publicando relatos para chicos y grandes como La mojarrita y el pez (El Narrador).
“Cuando dicen que soy el último raviol surrealista que queda pienso que soy el último raviol de muchas cosas, porque estoy muy viejo, pero la verdad me importa un pito”, cuenta en la entrevista con Página/12. El primer libro de poemas que publicó en 1950, Pantha Rei, estaba marcadamente influido por la poesía del chileno Vicente Huidobro. Mujica Lainez, además de reseñar el poemario para La Nación, lo acosaba sexualmente: “Tenés los ojos como velados por una lágrima”, le decía, o “tenés un cuello de gladiador”. En el ambiente literario de Buenos Aires de fines de los años ’40 y principios de los ’50, el escritor fue conociendo a Pellegrini, Molina, Madariaga y Carlos Latorre, con quienes fundó las revistas A Partir de Cero y Letra y Línea. “Ahí se generó una especie de mística o algo parecido, sobre todo con la frecuentación de Girondo, que era muy proclive al surrealismo. Yo era surrealista, aunque no sé bien que quiere decir.”
Pero llegó el día en que el escritor se hartó y decidió irse a París. “Lo conocí a Breton y como ocurre muy a menudo, o casi siempre, los ídolos se caen, pero no por nada en especial. Breton me invitó a las reuniones que hacía en su casa. Los de acá, Molina y Pellegrini, me preguntaban cosas y me mandaban mensajes, y ahí se formó una especie de mito del Llinás surrealista, que no tenía que desmentir porque no era vergonzante”, subraya el escritor. “A Dalí lo había conocido antes que a Breton. Me hizo mucha gracia porque me pareció un chanta y no es tan buen pintor como dicen, para nada, ni siquiera técnicamente; Pettoruti era mucho mejor.”
–¿Por qué abandonó la literatura entre 1966 y 1986?
–Eso es algo que quiero aclarar: nunca abandoné la literatura; lo que pasó es que cuando regresé de Francia, la conocí a Martha Peluffo, me casé, tuve una hija (Verónica, la actriz y ex Gambas al Ajillo) y llegó un momento en que dije: “Bueno, hay que tener sopa, pizza, comida”. Entonces me metí en la publicidad y tuve mucho éxito, pero la verdad es que la detesto, la ajena y la propia. La vida me fue llevando a que incursionara en Estados Unidos y gané dinero, el suficiente como para morirme de hambre ahora.
–Alberto Girri le había advertido que si se alejaba demasiado de la literatura, cuando decidiera regresar sería como empezar de nuevo. ¿Le hicieron sentir que tenía que pagar, nuevamente, el derecho de piso?
–No, muchos colegas, que me importan un carajo, tomaban mal que me dedicara a la publicidad y que tuviera éxito, porque si hubiera sido un redactor de una agencia, hubieran dicho: “Bueno, se está ganando el pan”. Pero yo gané mucha guita.
–¿Siente nostalgia por el pasado?
–Sí, claro. Tuve una infancia maravillosa en Martínez, hace más de 70 años. Ese lugar era el paraíso y tengo mucha nostalgia, todo el tiempo estoy pensando, reviviendo situaciones. Y me pasaron cosas jodidas, por ejemplo se me murió un hijo, pero no estoy disconforme con mi vida, sobre todo porque tengo un grupo de adherentes, de gente que me lee, y a mí personalmente me gustan mis libros, sobre todo los de poesía, que son todos autobiográficos. Querida vida lo escribí como si fuera una despedida.
–¿Pensaba que se estaba muriendo?
–Me estoy muriendo, es evidente, tengo 76 años. Todos mis libros son despedidas, me vengo despidiendo desde que nací (risas). (Enrique) Molina, que a veces fue muy buen poeta, escribió El adiós, francamente una despedida porque Molina tenía de todo, estaba peor que yo.
–¿Fue una generación de excesos alcohólicos?
–Sí, se chupaba mucho. Con Molina andábamos juntos. Yo era un tipo muy fuerte, y además sabía boxear, pero Molina era un cagón.
–¡Qué dupla!
–Molina provocaba, provocaba, provocaba y después yo me tenía que arreglar solo, y eso era así con unas copas de más. Pero no éramos alcohólicos, éramos bebedores fuertes.
En 1952 fue vecino de Marcel Marceau en la Cité Falguière, donde Llinás vivía y donde el mimo francés tenía su taller y ensayaba sus nuevos espectáculos de Bip. Una tarde, el escritor argentino entró al taller y vio a Marceau recostado sobre el diván, moviendo velozmente los dedos de una mano sobre su cabeza. “Estoy mimando todo ese pelo que se me ha caído”, le dijo a Llinás. En el imaginario de su generación, Francia era la ciudad prometida. “A veces me despertaba por culpa de una pesadilla, y la pesadilla era que estaba en Buenos Aires”, bromea el escritor.
–¿Fue difícil sobrevivir en París?
–Para un extranjero era complicado trabajar, podías juntar diarios o hacer espectáculos públicos. Casi todos los latinoamericanos tocaban la guitarra, cantaban, pero yo no sabía hacer nada. Me compré unas maracas y unos venezolanos, que eran geniales, me decían: “Oye, deja eso Julio, que nos quitas el ritmo” (risas). Yo bailaba muy bien el tango, lo aprendí de Girondo, que lo aprendió de El Cachafaz. Además bailaba con una mina que rompía los portones, hasta que entré como telefonista de la embajada. Tenía una cédula de identidad que decía “empleado de embajada argentina”. Y cuando armaba unos quilombos infernales y venía la cana, yo mostraba la cédula. Muy modestamente pude sobrevivir, en la embajada ganaba lo mismo que un obrero francés.
En Querida vida, Llinás deja que el azar de la memoria fluya; no son recuerdos organizados por la tiranía de una línea argumental. En esas páginas apela a la ironía cuando cuenta que, a pesar de ser un escritor poco divulgado entre el público masivo, antes solían presentarlo como el autor de De eso no se habla, pero a partir del éxito de sus dos hijos, la actriz Verónica Llinás y el director de cine Mariano Llinás, pasó a ser “el padre de Verónica y Mariano”. Cuando escribió el cuento que lo haría “famoso”, le gustó tanto que decidió mandárselo a María Luisa Bemberg. “Al día siguiente me llamó por teléfono enloquecida y empezó a delirar con los actores: Robert De Niro, no sé qué otros figurones me nombró, y se puso la cosa en marcha. Un día me dijo que el protagonista sería Marcello Mastroianni, del que me hice muy amigo. Mastroianni me decía que Luisa no lo dirigía... ¡si este film lo hubiera dirigido Federico (Fellini)!. Yo le dije a ella que él se quejaba de que no lo dirigía. Y María Luisa me dijo: “¿Cómo voy a dirigir a Mastroianni?”.
–¿Pero qué le molestó de la película?
–Cuando me leyeron el guión aparecieron unas fealdades espantosas: situaciones en las que se quemaban libros infantiles o la protagonista rompía con un pico enanos de jardines. Me resigné y me callé porque ya había cobrado y me había gastado la guita.
Llinás conjetura que su epitafio podría decir: “Murió de impaciencia”. El escritor elogia a Asunción, la mujer que sabe todo: los remedios que toma, cuántos, a qué hora. “Sin ella no podría vivir, no estaría vivo. ¿Dónde se metió ahora? ¡Asunción!”