ELSA DRUCAROFF, LUCAS FUNES OLIVEIRA, CLARA ANICH Y ALEJANDRO RAYMOND
Mañana a las 19 en el Centro Cultural Zas de Moreno 2320, los impulsores de varios ciclos de lectura llaman a la celebración de una modalidad de “encuentro social” que le pone fuego a la literatura y estimula el diálogo entre generaciones.
Un heterogéneo movimiento de narradores y poetas se expande por los bares, bibliotecas, museos, boliches, centros culturales y hasta en el living de algunas casas de la ciudad de Buenos Aires. Cualquier espacio íntimo y confortable puede servir para leer un cuento, un poema o el fragmento de una novela recién sacados del horno; escuchar a los otros, conocerse, mezclarse, circular, tomar antes, durante o después una cerveza o un vino, cenar un calórico guiso de lentejas, emborracharse. Y discutir, aunque el debate termine a los tumbos o sofocados por simples promesas de dispersión. Más allá de los ropajes que adoptan estos ciclos de lecturas –desde el más tradicional micrófono y vaso de agua a los que incluyen música en vivo, teatro, performance, varieté y hasta, según dicen, un desnudo “memorable”–, este movimiento, que no tiene nombre y poco importan las etiquetas y estandarizaciones a la hora de dar cuenta de una ebullición que crece y se multiplica, ha conseguido superar diversos obstáculos y prejuicios añejos, como la barrera que impedía el cruce y contacto entre generaciones de escritores que tenían y tienen mucho que compartir. Atrás quedaron las camarillas donde se reservaba el derecho de admisión y se practicaban el odio, el rencor o la descalificación olímpica, desde un Olimpo literario cuasi divino. Ahora hay múltiples redes que se están tejiendo entre los escritores inéditos y éditos, entre los consagrados y los que recién empiezan a bosquejar esa ruta imprevisible y azarosa que es la escritura. Redes que contienen, que incluyen y se retroalimentan.
Elsa Drucaroff, con el ciclo Nueva Narrativa Argentina; Lucas Funes Oliveira, en doblete con El quinteto de la muerte y Los mudos; Clara Anich, con el grupo Alejandría; y Alejandro Raymond, “el hombre orquesta”, con Varieté Pipí Cucú, Ciclos de ciclos y Comedor de los poetas, son cuatro de los organizadores que celebrarán mañana a las 19 en el Centro Cultural Zas (Moreno 2320) la construcción paciente de estas múltiples redes (ver aparte). “Las lecturas son una forma de compartir los textos llevándolas a un lugar de encuentro donde los que van son escritores, sobre todo en los ciclos que yo organizo. Pero es también un espacio social porque más allá de las lecturas, puede ser un lugar hasta para conseguir novia”, bromea Raymond, con su tono de voz levemente engrosado por la bebida. “En los espacios donde se hacen las lecturas pasan muchas cosas –admite Funes Oliveira, el del “memorable” desnudo que hizo recientemente con El quinteto de la muerte–. Estos ciclos cambiaron un montón porque ya no tenemos más el micrófono, el vasito de agua, el autor termina de leer y cada uno se va a su casa. Ahora se produce más interacción entre el público y el que escribe; deja de ser simplemente la lectura del maestro que nos viene a enseñar su literatura y nosotros somos ignorantes aprendices que estamos tratando de llegar a ese lugar. Eso se acabó; a medida que se van ampliando los ciclos, aparece gente con mucha experiencia, como por ejemplo Elsa, que tiene escrito y leído muchísimo más que nosotros. Y la interrelación con ella y lo que ella genera es muy rica. Nos dimos cuenta de que la interrelación con ‘el que está allá arriba’ es lo que hay que aprovechar. No estamos compitiendo entre nosotros. Lo que queremos es lo mismo: que nos lean, pasarla bien, escuchar, conocer gente, libros. Y sorprendernos.”
Anich, autora de los poemas Juego de señoras y fundadora del grupo Alejandría, cuenta que en su ciclo han leído chicos de 16 años que estaban todavía en el colegio secundario. “Se contactaron con nosotros vía mail o por los volantes, porque al principio volanteamos muchísimo por la calle Corrientes y la gente se iba enterando y se acercaba –explica Anich cómo se fueron gestando las lecturas de narrativa del grupo Alejandría en el bar Bartolomeo–. Nuestro llamado es abierto: quien quiera venir a leer, que nos mande sus textos. Hicimos una primera selección y empezamos a invitar. Y ahí se generó el boca en boca. Casi todas las lecturas se hacen en bares o en centros culturales y no duran una hora. Quizá se empieza a las nueve de la noche y se termina a las tres de la mañana.” Drucaroff, autora de El infierno prometido (reeditada recientemente por Mondadori), crítica y docente, recuerda que en las lecturas organizadas por poetas en los años ’90 a veces se llegaba a un punto en que nadie escuchaba a nadie. “Me acuerdo de estar en boliches donde la gente hacía un ruido bárbaro mientras alguien leía. Eso ya no pasa. En estos espacios, a la hora de leer, la gente se calla la boca. Después se quedan jodiendo, charlan, se mezclan los que leyeron con el público. La literatura ahora es un interés genuino.”
Para los poetas leer en voz alta no es una novedad, pero sí para los narradores, que no estaban acostumbrados. “Cuando empezamos a organizar Alejandría, el modelo que tomamos es el de la poesía –reconoce Anich–. Queríamos hacer algo que trascendiera el acto de escribir; no queríamos crear una revista literaria porque nos parecía que ya había una buena oferta, y cuando empezamos a mirar alrededor, dijimos que lo que faltaba en narrativa era lo que la gente de la poesía ya estaba haciendo: sentarse y escucharse.” Drucaroff plantea que precisamente el hecho de juntarse y escucharse es una de las características que diferencia a los narradores actuales respecto de los de la década del ’90. “Antes la actitud de los narradores era de mucho aislamiento, soledad y melancolía. ‘Para qué vamos a escribir si la literatura argentina no le importa a nadie, si a la sociedad no le interesan los escritores ni lo que escribimos’, decían. Recuerdo que había hecho una nota a principios de 2000 sobre la nueva narrativa y Eduardo Muslip me dijo: ‘Escribimos con la seguridad de que lo que hacemos no le interesa a nadie, pero escribimos igual’. Yo creo que hoy Eduardo ya no siente que no le interesa a nadie.”
Funes Oliveira, autor de Papel y creador de la editorial independiente Funesiana, asegura que esa frase de Muslip ya no interpela a nadie. “Nosotros no estamos pidiendo una limosna de lo que sobra de la atención que los medios de comunicación le dan a la literatura. Como no nos daban bola, nos juntamos los pibes que nos interesaba leer y la gente iba llegando por el boca a boca a cada uno de los ciclos. Pero la explosión llevó dos o tres años. Que hoy haya más de cuarenta ciclos de lectura habla de que hay algo que está ahí dando vueltas y que necesita expresarse.” Eso que está ahí, según Drucaroff, es un movimiento, “con un piso muy grande de gente que está trabajando, una parte intermedia que va madurando y una punta de la pirámide muy buena”. La fundamentación de la existencia de este movimiento la encontró, en parte, en su propio ciclo. “Lo invité a Ignacio Molina a leer y me impresionó que eligió un texto, una carta con intercambios con Pedro Mairal a partir de la idea de escribir un poema. Cuando lo escuché dije: hay un movimiento. Estaba leyendo en mi ciclo un tipo que se cartea con otro sobre literatura; se tiran ideas, se cagan de risa, se retroalimentan y juegan a algo. Lo más importante de este movimiento no pasa por levantar el dedito para decir ‘éste es bueno, éste es malo’, sino que lo interesante es la ebullición, el intercambio, el aprendizaje que es para todos estas experiencias de lecturas.”
Raymond observa que en el Centro Cultural Pachamama, donde organiza el ciclo Comedor de poetas, se ha generado también un espacio de escritura. “Hay gente que sé que escribe más a partir de saber que puede ir cualquier jueves a leer a Pachamama. Tal vez utilizan la lectura como método de producción. Para mí en poesía hay una diferencia entre un texto escrito para el papel y otro que es para escuchar.” Funes Oliveira sugiere que escribe un texto sabiendo que lo van a escuchar. “Yo aprovecho mucho el momento escénico de la lectura, hago una performance cuando leo y a veces actúo. Cuando escribo un texto para leerlo, lo escribo distinto al texto que escribo para el blog, para una revista o para un libro. Hay cosas que no escribo cuando estoy escribiendo para una lectura. Por ejemplo, los diálogos. Las didascalias, como se dice en teatro, casi no las pongo. Si el texto dice: ‘Hola, ¿cómo estás? (dijo con cara de culo)’, yo pongo cara de culo y digo ‘Hola, ¿cómo estás?’, entonces el que está mirando no necesita la didascalia. Mucha gente me lo ha criticado porque no lo entiende como un texto literario sino como dramaturgia, pero nunca lo vi desde ese lugar sino como un fragmento de un cuento o de una novela que pongo en escena.” Drucaroff opina que esta manera de escribir podría dar cuenta de otro género literario: “literatura para ser leída en voz alta, para decirla”. El hombre orquesta, Raymond, quién si no, agrega: “Hay poemas que sólo funcionan cuando son escuchados y me parece que no vale la pena ponerlos en un papel, editarlos. Son poemas más efímeros que no los pondría en otros formatos porque generan otro pacto con el espectador”.
Una de las claves del movimiento, subraya Drucaroff, pasa por el diálogo intergeneracional. “El intercambio generacional, el diálogo entre generaciones, era algo que estaba muy roto en la Argentina. Despacito se fue componiendo ese diálogo, aunque menos de lo que todos quisiéramos. Pero no por culpa de los jóvenes sino de los escritores más grandes. Carne Argentina invita a Irene Gruss, que no sólo lee cosas hermosísimas sino que se queda y escucha a escritores que de otro modo no conocería. Se tejen lazos que van rompiendo los márgenes estrechos de los grupos. Otra cosa interesante es que coexiste gente de Puan con gente que en la puta vida pisó la Facultad de Filosofía y Letras. Puan dejó de ser el dueño de lo que pasa en la literatura argentina”, aclara la escritora y crítica. “También lo que ha sucedido es que se traspasó la frontera de los talleres literarios, del maestro con sus discípulos –acota Anich–. Ahora los talleres se entrecruzan, empiezan a venir alumnos de diversos talleres y se quedan.” Otra característica que destaca Drucaroff de este movimiento es la noción de que la literatura es un oficio. “No es, como decía antes Lucas, una cosa divina. Estamos probando, estamos escribiendo, y esto le quita solemnidad a la literatura y la vuelve una acción humana mucho más plebeya.”
Juan Diego Incardona, recuerda Funes Oliveira, rompió el record de lectura en el ciclo Los mudos: leyó durante cuarenta y cinco minutos. “Incardona lee muy bien y puede darse ese lujo de que lo escuchen tanto tiempo”. Raymond ostenta la rareza de haber leído en un colectivo con el efímero Terceto de la suerte. “Fue alucinante, excepto por una chica que estaba hablando por el celular –repasa el escritor–. Fue en la línea 92, desde Agüero y Las Heras. Citamos a la gente en la puerta de la Biblioteca Nacional y nos tomamos el colectivo. Dejamos pasar varios porque no podíamos subirnos a uno que estuviera muy lleno. Cuando nos subimos, le explicamos que no estábamos vendiendo nada, que simplemente íbamos a leer unos poemas y acompañarlos en el viaje. Lo hicimos una sola vez con El terceto de la suerte, pero uno de los integrantes decidió no escribir más. Ahora estamos pensando si hacemos un casting para recuperar al tercero que perdimos.” Los borderlines y los locos son quienes más frecuentan el Centro Cultural Pachamama. Lo dice el anfitrión, Raymond: “Pero loco y desastroso no es lo mismo”, distingue. “Nosotros tenemos un montón de locos geniales. Hay gente que es muy aburrida y que no genera nada con el público. Lo que pasa en el Pachamama es que nos sabemos muy bien a dónde vamos. Se nos termina el alquiler y se nos está haciendo muy cuesta arriba... entonces decidimos transformarlo en un club, la gente paga una cuota y es, como digo yo, ‘una fábrica recuperada por sus bebedores’”.
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