Jueves, 22 de enero de 2009 | Hoy
LAS HORAS DEL VERANO, DE OLIVIER ASSAYAS
Por Diego Brodersen
LAS HORAS DEL VERANO
(L’heure d’été, Francia, 2008)
Dirección y Guión: Olivier Assayas.
Fotografía: Eric Gautier.
Montaje: Luc Barnier.
Música: Armand Amar.
Intérpretes: Juliette Binoche, Charles Berling, Jérémie Reinier, Edith Scob, Dominique Reymond, Valérie Bonneton.
La historia detrás de la gestación de Las horas del verano es bien conocida. El parisiense Museo de Orsay encargó a varios destacados realizadores una serie de proyectos en homenaje al vigésimo aniversario de la institución. El plan original tuvo que abortarse por diversas dificultades de financiación, pero al menos dos largometrajes pudieron atracar en buen puerto, aunque en el camino ese costado institucional haya terminado ocupando un segundo plano. Uno de ellos es Le voyage du ballon rouge, film de Hou Hsiao-hsien que permanece inédito en nuestro país; el otro es Las horas del verano, último opus de Olivier Assayas, que vuelve a profundizar su notable eclecticismo a la hora de abordar temas y estilos (quien no conozca gran parte de su obra difícilmente pueda unir la línea de puntos entre su último largometraje y las anteriores Boarding Gate y Clean, a su vez divergentes en sus intenciones y rasgos estilísticos). En una nota de interés anecdótico, vale la pena destacar que el realizador y ex crítico francés dirigió hace más de una década un documental sobre la obra de Hou, el gran referente del cine taiwanés de las últimas décadas.
La historia del cine desborda de diálogos, referencias y filiaciones –casuales y no– y Las horas del verano, que ha sido repetida y acertadamente relacionada con Anton Chéjov y su pieza El jardín de los cerezos, parece conversar además con el cine de Yasujiro Ozu, y no sólo por la referencia a una estación del año en su título. No se trata, tampoco, de que el film intente imitar el estilo del gran realizador japonés. Pero esta historia que transcurre a lo largo de un año, en la cual tres hermanos se ven obligados a tomar algunas decisiones relacionadas con el legado familiar, comparte con la última etapa del director de Historia de Tokio cierta obsesión por las historias familiares mínimas (aparentemente mínimas: como se verá, en la sencillez descansa la profundidad). Allí se terminan las comparaciones, entre otras cosas porque la película de Assayas es desembozadamente francesa, no sólo por el idioma que hablan sus protagonistas sino, fundamentalmente, por la idiosincrasia de esa familia, indiscutiblemente de ese origen.
Con un reparto de envidiables talentos francófonos que incluye a Juliette Binoche, Charles Berling y Jérémie Reinier, el film está dividido en tres actos: una introducción, un segmento central y una coda que ramifica el relato hacia las nuevas generaciones. En el primer segmento el film presenta a una particular “mater familias” interpretada por la veterana actriz Edith Scob (los cinéfilos la recordarán por ser la hija accidentada de Les yeux sans visage, del realizador Georges Franju), que cumple sus 75 años rodeada de sus hijos –naturales y políticos–, sus nietos y un aparentemente infinito acervo de obras de arte y objetos de diseño exclusivo acumulados a lo largo de décadas. Ante la inminencia de la muerte, que no tardará en sobrevenir, la mujer intentará ordenar el legado previendo la divergencia de opiniones de sus hijos respecto del destino de la enorme casa de campo y su invalorable contenido. A partir de ese momento, el film se detendrá en una serie de viñetas en las que, sólo aparentemente, parecen ocurrir pocos incidentes de relevancia.
Lo realmente notable es la filigrana con la cual está trazado el relato, que esquiva las estridencias, las grandes revelaciones y los clímax dramáticos, como si Assayas se impusiera un decálogo estético ubicado en la vereda opuesta a la del típico psicodrama catártico: aquí la reunión familiar no es excusa para terminar con kilómetros de trapitos colgados al sol. Esa falta de énfasis, apoyado en el desempeño del reparto –de un perfil bajo y funcional a la trama–, termina de darle forma a una película que se anima a reflexionar sobre el paso del tiempo, la tristeza por las pérdidas, el legado que los padres legan a sus hijos, las culpas y los secretos familiares (pequeños y grandes), la necesidad de levar anclas y abandonar el pasado cuando éste ejerce demasiada presión y también –quizá como resabio del proyecto original– sobre el destino de las obras de arte que forman parte de colecciones privadas. Quizá parezca demasiado, pero Assayas logra todo ello en un envase pequeño y rendidor, sin cargar las tintas sobre ningún aspecto. Quizá sea ése el secreto mejor guardado del legado cinematográfico de Ozu, una fórmula tan sencilla de enunciar como difícil de poner en práctica: menos es más.
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