Martes, 27 de julio de 2010 | Hoy
OPINIóN
Por Jorge Abot *
Aurelio Macchi pertenece a esa generación de escultores que se formaron como obreros dentro de los talleres de escultores italianos y catalanes que llegaron a nuestro país para realizar monumentos en los primeros años del siglo XX.
Todos los secretos del oficio inmigrante pasaron a las manos de Aurelio; luego la Escuela de Arte y Oficios, la Escuela de Bellas Artes y por fin Ossip Zadkine en París.
Tradición y ruptura se fueron acumulando en la mochila de Aurelio, para vivir en un país difícil, fragmentado, siempre entre oposiciones tan apasionadas como falsas.
Cómo ser libre entre opuestos, cómo crear un lenguaje propio sin caer en la fascinación por “lo nuevo”, por la moda, por las vanguardias que se sucedían una tras otra; cómo ser de aquí y ser universal.
La elección de la soledad para construir una manera de decir que lo exprese y lo identifique; que nos exprese y nos identifique.
Corredor de fondo, maestro de generaciones, escultor de culto para sus colegas, las obras de Aurelio respiran poesía y estructura, ternura y solidez. La construcción de su poética está tramada por tensores que sostienen cada volumen. Se instalan en el espacio abarcándolo, extendiendo al mismo el aliento de su concepción de lo bello, sin concesiones, sin vacilaciones.
Tradición y ruptura, sentido de lo sagrado, unidad absoluta entre materia y gesto.
La huella de su mano destilando ternura en el barro, la madera o el metal, para registrar, ya sea el instante en que un cuerpo de mujer vuelve del mar, o a ese caballo, del que no sabemos de qué calesita saltó para quedar en su retina, o qué Centurión lo montó a las puertas de la Catalunya de su madre o registrar el grito por el dolor de todos.
El instante que sugiere, que conmueve para quedarse para siempre entre los tensores de esa mezcla única de poesía y de estructura, de emoción y rigurosidad.
De adentro hacia afuera, la madera manda, habla, empuja, dirige esas herramientas torpes en manos tan sabias para arrancar, golpear, desgarrar, desgajar, dejar la huella que marcará el ritmo, que tensará el gesto.
Tradición y ruptura, realismo sin anécdotas, exaltación de la vida, arte con mayúsculas.
Si el arte va entregando signos de una identidad para construir una cultura –nuestra cultura–, Aurelio Macchi ha entregado y sigue haciéndolo, su poética blindada.
Si identidad es excelencia y orgullo de pertenencia, cuando se reconoce lo mejor de una cultura, la obra de Aurelio surge nítida, clara, rotunda, para emitir el sonido que le permitirá vencer al tiempo.
Crónica de una noche triste.
La noticia llegó de boca en boca un día ocupado por el Mundial de Fútbol. La buena disposición y voluntad del director del Museo Saavedra permitió que algunos de sus alumnos, colegas y amigos pudiéramos compartir nuestro dolor.
En la oscuridad del amplio parque que rodea la casa de Saavedra, descubrimos una escultura de Aurelio: una de sus obras más significativas. Mientras esperábamos la llegada de sus restos, buscamos la forma de iluminarla. Un alargue, un farol –como siempre, improvisamos, como siempre, lo precario. Casi como un signo de identidad–.
Y ahí surgió, en todo su esplendor, una obra extraordinaria.
A su alrededor, y contemplando tanta belleza, Aurelio nos iba reuniendo, convocando, para lo que vivió y trabajó.
Espero, deseo, que nuestra sociedad tan afecta al olvido rinda el homenaje que se merece y reconozca a quien, desde su obra y su docencia, tanto le entregó.
* Artista plástico.
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