Jueves, 15 de septiembre de 2011 | Hoy
OPINIóN
Por Daniel Divinsky *
“No hace falta, compañero. No estoy embarazada, son los restos de mi embarazo reciente.” Quien rechazaba tan enfáticamente la silla que le ofrecía un Daniel Divinsky veinteañero en el local de un comité del Partido Socialista, el día de la última elección de Alfredo Palacios como senador por la Capital, era Julia Constenla, nada injustificadamente apodada Chiquita, por el metro sesenta que ostentaba con orgullo. Yo había sido fiscal por el socialismo sin ser afiliado ni militante, y ella ya era un cuadro reconocido. La vida habría de cruzarnos muchas veces desde entonces.
Hace pocas semanas, ante la muerte de María Esther Gilio, Chiquita había aflojado la tristeza de los habituales de la mesa de los martes, un almuerzo que convoca desde hace décadas a periodistas amigos y afines, cuando recordó que, cuando un funcionario de Migraciones objetó el pasaporte de María Esther porque tenía adulterado el año de nacimiento, la Gilio negó que fuera falso. “Es un pasaporte coqueto”, definió, y el funcionario la dejó pasar.
Chiquita no mentía sobre su edad, ni tampoco sobre otras cosas. Periodista precoz, viajera temprana a Europa, directora de Damas y Damitas, una revista femenina poco usual, su paso por el periodismo gráfico tuvo dos hitos recordables. Dirigió la revista Che, varias veces prohibida, y la famosa Crisis en su mejor época. Exiliada en Italia durante la última dictadura, junto a su compañero de toda la vida, el periodista Pablo Giussani, trabajó para la agencia Interpress Service y terminó recalando en un Instituto italiano dedicado a estudiar la situación de la mujer en el Tercer Mundo, desde donde organizó encuentros y congresos. Reinstalada en Buenos Aires, hizo periodismo radial: condujo el programa Ciudadanas en la estatal Radio Belgrano, que pasó a dirigir en octubre de 1985.
Biógrafa de la madre del Che Guevara –fue curadora de una estupenda exposición de fotos del Che que circuló por medio mundo–, escribió también la biografía definitiva de Ernesto Sabato, de quien era amiga íntima: el libro se reeditó poco después de la reciente muerte del escritor.
Anfitriona de las que ya no quedan, sus célebres locros y guisos de mondongo reunieron en el pequeño comedor de su casa a personas “de amplio espectro”: Raúl Alfonsín, monseñor Laguna, Jerónimo Podestá y su mujer y, entre los más cercanos, Sylvina Walger, Rogelio García Lupo, Isidoro Gilbert y Marysa Navarro, la historiadora española autora de la mejor biografía de Evita.
Habitualmente se despedía de las reuniones con dos muletillas. Una era “Recuerden que ustedes son peores”. La otra, que yo mismo utilicé hasta el cansancio con su permiso tácito: “Me retiro, personalmente”.
Ahora que lo hizo, sin preaviso y definitivamente, deja muchos más dolientes que sus cuatro hijos y sus nietos: una generación de periodistas en cuya formación influyó y decenas de amigos.
Estaba escribiendo sus memorias: como editor no le perdono que les haya puesto así el punto final.
* Julia Constenla, bien descripta por el editor de De La Flor, falleció ayer por la mañana, a los 83 años.
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