Jueves, 13 de abril de 2006 | Hoy
EN EL CENTENARIO DEL NACIMIENTO DE SAMUEL BECKETT, SU FIGURA Y SU OBRA ESTAN MAS VIGENTES QUE NUNCA
El escritor irlandés fascinó a varias generaciones con su talentosa desesperanza. Esperando a Godot, Acto sin palabras y Final de partida, entre otros textos, marcan su imposibilidad y su obligación de decir y de vivir.
Por Silvina Friera
Esa mirada enigmática y distante parece inhumana, como si el escritor de la foto no fuera un habitante de este mundo. O peor aún, como se sabe que nació hace cien años, un Viernes Santo de 1906 en Dublín, esa imagen confirmaría que ese hombre ya estaba muerto mucho antes de 1989, el año de su fallecimiento. Cuando alguien se detiene a observar el rostro de Samuel Beckett –además de la posibilidad legítima de asustarse o sentirse perturbado por cierta familiaridad con la locura que se detecta en sus gestos– puede compartir la impresión del filósofo rumano Cioran: “‘Qué difícil descifrarlo. Qué personaje’, me digo cada vez que pienso en él. En el caso improbable de que no escondiese ningún secreto, seguiría pareciéndome impenetrable”. Su fisonomía atípica podría conectarse con uno de los vectores de la escritura beckettiana: “La imposibilidad del hombre para deshumanizarse del todo, ya que la ausencia de sentido tiene, a su vez, un sentido”, tal como lo plantea Jenaro Talens en la introducción de Pavesas, libro que reúne todas las obras radiofónicas, televisivas y teatrales del autor irlandés.
Quizá este centenario pueda servir para enmendar un malentendido muy difundido en torno de la obra de Beckett. Que haya creado situaciones dramáticas desde la mirada absurda de la existencia no implica colocarlo automáticamente, como ha sucedido, en el pelotón de dramaturgos llamados “del absurdo”. Esta operación simplificadora de una parte de la crítica –y ciertamente absurda, valga la redundancia– se queda anclada en las afinidades iniciales beckettianas con la corriente del absurdo. Instaura, por decirlo de alguna manera, la ortodoxia de las clasificaciones o toma una parte como el todo, cuando ninguna de las piezas teatrales de Beckett resiste la ortodoxia literaria de su género. Al contrario, son heterodoxas por los espacios indeterminados donde se mueven los personajes, ya sean abiertos o cerrados. Cuando Enoch Brater, especialista en la obra del escritor irlandés, visitó la Argentina en 1996, dijo en una entrevista con Página/12 que “Beckett es el máximo autor realista”. Y recordó una frase del crítico Jan Kott para argumentar esta perspectiva: “Si quieres un autor idealista, tu dramaturgo es Brecht; si quieres un autor realista, ese hombre es Beckett”.
Más allá del desprestigio que acarrea, en ciertos círculos académicos, ser considerado un autor realista –como si el adjetivo fuera sinónimo de malo, mediocre o simplón–, ¿no es una lectura factible y válida si se tienen en cuenta ciertos atributos de las obras beckettianas, como la repetición y la imposibilidad de escapar de la rutina cotidiana, la continua degradación que produce el paso del tiempo, la fragilidad de la memoria y de las identidades, el presente difuso o el desgaste de las palabras? Estragón y Vladimiro en Esperando a Godot están en una suerte de tierra de nadie esperando la hipotética aparición de Godot –¿Dios? ¿La muerte?– sin saber muy bien cómo ni por qué. Clov en Final de partida dice: “Veo mi luz que se extingue”. Winnie en Los días felices no para de hablar, pero en ese parloteo incesante y fútil, esta mujer –que aparece en escena enterrada hasta la cintura, primero, y luego hasta el cuello– encuentra la única forma de manifestar que no tiene nada que decir. Estas criaturas, sin duda, fueron concebidas a imagen y semejanza del hombre y por eso nos reconocemos como sus pares. Las voces beckettianas dicen palabras mientras las haya. El último poema de Beckett, Cómo decir, publicado apenas un año antes de su muerte, en 1988, habilita la resignificación de la totalidad de su obra a partir de las tensiones que plantea, simultáneamente, la imposibilidad y la obligación de decir.
“No se trata de una escritura que declare su fracaso, sino de una escritura que se construye alrededor de ese fracaso con un lenguaje que es también impotencia y fracaso”, señaló Laura Cerrato, directora de la revista Beckettiana, editada por la Universidad de Buenos Aires y autora de varios ensayos sobre la obra de Beckett, entre otros, Génesis de la poética de Samuel Be-ckett. La Palabra en mayúscula pierde el monopolio “de la fuerza legítima” en manos de las palabras en plural y en minúscula. En el mundo contemporáneo, tal como lo demuestra el escritor irlandés, el lenguaje es un enclenque callejón sin salida: cuanto más se intenta escapar de esa encerrona, burlarlo o vencerlo, menos posibilidades existen de comunicar y de conocer el mundo. Y esto conduce, irremediablemente, al fracaso y al vaciamiento de sentido. En El innombrable se puede leer una frase muy reveladora: “Las palabras que caen, no se sabe dónde, no se sabe de dónde, gotas de silencio a través del silencio”.
Los textos beckettianos se sitúan, parafraseando a Marc Augé, en una especie de no-lugar. Sus personajes se desmoronan al no poder ser sin decirse ni poderlo ser diciéndose, pero, a pesar de esta paradoja, están obligados a “decir palabras”, mientras las haya. La fascinación que sigue ejerciendo la producción de Beckett acaso resida en ese precario e inestable “mientras”. O también en lo que observó Cioran, asombrado, por ese personaje al que definió como impenetrable. “Más de una de sus páginas me parece un monólogo hecho después del final de algún período cósmico. Sensación de penetrar en un universo póstumo, en alguna geografía soñada por un demonio liberado de todo, hasta de su desgracia.”
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