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Miércoles, 25 de abril de 2012

NORMAN MANEA PRESENTA HOY SU LIBRO EL REGRESO DEL HúLIGAN

“Mis únicos jueces son los lectores”

Debió tolerar la dictadura y la censura en su país, hasta que emprendió el camino del exilio. Hoy asegura que “tuve una trayectoria complicada, pero no comprometí mi posición moral”.

 Por Silvina Friera

El pobre nómada o esa “antigua calamidad”, como se define en su lírica y desgarradora autobiografía, aprendió que el precio que se paga por la disidencia no es ninguna bagatela. Alguna vez, allá lejos y hace tiempo, mucho después de haber estrenado el “título” de superviviente del campo de concentración de Transnitria (Ucrania) junto a sus padres, cuando su entusiasmo por la utopía comunista languidecía, Norman Manea cayó en la emboscada de otra esperanza, resumida en una frase de su compatriota Cioran: “Ser excluido es nuestra única dignidad”. Aquí y ahora, en el hotel donde se hospeda el escritor rumano, la distancia disipa ese viejo dolor. Pero las heridas y las cicatrices permanecen, aunque más no sea en la periferia del sufrimiento. O como notas al pie del pasado. Un residuo de esos nervios dramáticos de la historia que lo atravesaron de derecha a izquierda –nazismo y comunismo– perdura quizás en cierta mascarada de dureza que se vislumbra en las fotos del autor de La guarida (Tusquets), novela que presenta hoy en la 38ª Feria del Libro. La pose del caballero de la severa figura, iconografía que parece una marca registrada, se derrumba cuando los ojos negros y chispeantes invitan a preguntar y a dialogar al compás azaroso de la memoria. “Antes de ser deportado, cuando tenía cinco años, viví el momento más feliz de mi vida. En la única escena que registro de esa parte de mi infancia, estoy caminando por una calle, bajo el sol, un día de verano. Y veo la puerta abierta de una librería, que era de mi abuelo”, recuerda Manea en la entrevista con Página/12.

El pasado como ficción es el título de una de las partes de El regreso del húligan, autobiografía donde la recreación literaria de la vida de Manea asume los postulados y atmósferas proustianos en ciertos pasajes de la narración. El comentario de un personaje de ese largo elenco de criaturas que desfilarán por las 384 páginas del libro, una frase extrema, “¡Vámonos!” –repetida con vehemencia y con la misma y decidida escansión, como si hubiese pronunciado “revolución”, “salvación” o “renacimiento”–, hilvana el pasado, el presente y ese futuro que parecía jugar a las escondidas. El escritor rumano, abrumado por los espías que pululaban por doquier, puede afirmar que escapó “relativamente limpio de la dictadura” comunista. Una beca para estudiar en Berlín fue el pasaporte que le permitió fugarse de la cárcel siniestra y fúnebre en la que se había convertido su país, en 1986. “Espero que se haya enamorado de mis libros”, subraya Manea con un gesto de asombro colgado en el travesaño de sus cejas y una sonrisa que amplifica ese deseo de que sus ficciones inauguren el romance con los lectores argentinos.

–En el primer texto de Payasos. El dictador y el artista, en el que menciona a Borges y a Sabato, revela que durante un tiempo meditó sobre las similitudes entre Rumania y la Argentina. ¿En qué semejanzas estructurales y de temperamento pensaba cuando escribía ese ensayo?

–Recuerdo que leí Radiografía de la Pampa, de Ezequiel Martínez Estrada, que me gustó mucho, un libro que comenzó a acercarme poco a poco a la Argentina. La primera similitud es la geografía; Rumania es un país latino en un continente europeo-eslavo y la Argentina es un país “cuasi” europeo en un continente latinoamericano. Si mal no recuerdo, creo que Borges decía que los argentinos eran europeos en el exilio. Otra cuestión que quizá sea similar es el don para las artes, muy perceptible en ambos países, en contraste con una vida política muy caótica. No sólo caótica sino bastante corrupta en general y con muchísimos períodos con situaciones extremadamente poco placenteras, por definirlos de alguna manera. Rumania estuvo sujeta a muchas dictaduras, de izquierda y de derecha; la Argentina, según mi conocimiento, también atravesó dictaduras. Y en el caso de Rumania, además, podríamos agregar que existe una contradicción en el núcleo de su psiquis: la contradicción entre las raíces latinas y la Iglesia cristiana ortodoxa. Me parece que en la Argentina hay un contraste entre esas raíces latinas y los rituales arcaicos indígenas. Obviamente sé mucho mejor la historia de mi país, así que no tengo ninguna autoridad para hacer este tipo de comparación. Pero tuve y todavía tengo un gran interés por algunos escritores argentinos, como Sabato, Cortázar y Borges. Creo que terminé mi respuesta, ¿no?

–Sí, la sorpresa fue encontrar esas referencias y sugerencias sobre la Argentina de un escritor rumano.

–Para mí es un placer impresionar y sorprender a mujeres jóvenes (risas).

–Cuando escribió El sobre negro, en la que pretendía que la asociación de sordomudos de esa novela fuera una especie de réplica a la organización de ciegos de Sobre héroes y tumbas, reflexionó sobre el tópico de la comunicación codificada. ¿De qué modo intentó burlar la censura comunista en sus ficciones?

–Esa novela fue rechazada cuatro o cinco veces por la censura. Cuando al final la aprobaron, fue a través de una especie de acuerdo bizantino. Las relaciones humanas fueron la clave, el núcleo de todo. Yo no pertenecía al partido, las autoridades no me tenían simpatía y no gozaba de ningún privilegio literario o social en ese momento, pero me defendía muchísimo el director de la casa editora más grande de Rumania, que fue un escritor muy talentoso. Y quizá demasiado inteligente. El, que comprendía exactamente lo que yo quería decir en la novela, me confesó: “Nosotros lo vamos a lograr, vamos a tener éxito”. Envió y reenvió el manuscrito a un censor y a otro censor. Cuando el tercer censor devolvió el manuscrito rechazado, nos fuimos a caminar un rato, compramos un gran ramo de flores y me dijo: “Ahora, con esto, voy a solucionar el problema”. Fue a visitar a una mujer, que antes había estado en una alta posición dentro del grupo de censores, aunque ya no trabajaba más. El le pidió que nos guiara y nos diera una pauta para poder publicar la novela. Ella escribió una especie de informe falso en el que explicaba cuáles eran los problemas de la novela. Como se puede ver en Payasos, publiqué ese texto porque creo que es relevante para entender cómo funcionaba el sistema. Lo cierto es que no estaba listo para hacer todos los cambios que ella sugirió en ese informe. Pero mi amigo, que se daba mucha maña con los censores y con las mujeres, insistió. Y lo logró.

–¿Se publicó con los cambios sugeridos en ese “informe falso”?

–Sí, en parte. Tuve una editora maravillosa que estaba totalmente de mi lado, con la que tratamos de resolver algunos problemas. El manuscrito estaba lleno de cartelitos azules, rojos, negros, en los que se sugería cambiar oraciones, palabras, diálogos. A pesar de esta forma medio ruin o poco prolija de publicarlo, fue un libro explosivo que tuvo gran repercusión. No fue un best-seller simple y cualquiera, aunque en Bucarest lo que importa son los rumores más que la realidad (risas). Los lectores sabían que algo especial ocurría con este libro. Entonces mi amigo me dijo: “Saquemos una ventaja económica de esta situación”. Y publicó 25 mil ejemplares cuando la tirada de mis libros era de 2 mil o 3 mil copias. Aunque se agotó en dos días, seguramente el 80 por ciento de las personas lo tiró a la basura porque no era lo que esperaban. Era un libro muy complicado de leer...

El ejército de reserva de la tristeza asoma por la mirada de Manea. Los ojos se repliegan, como si intentaran escamotear una serie de imágenes que regresan de la mano de esa obstinación por publicar sin más recompensa que arrojar, aun podados por la “policía de la palabra”, el dardo codificado de su ficción crítica. “La versión original, que tenía esos cartelitos de colores, la pude llevar a Berlín, donde viví dos años. Cuando me fui a los Estados Unidos tenía miedo, vacilaba, estaba seguro de que regresaría a Alemania en no más de seis meses. Entonces dejé el manuscrito en la casa de un amigo. Y misteriosamente se perdió... La versión que se publicó después de El sobre negro es una reconstrucción de lo que me acordaba. Pero no era la versión exacta porque no tenía el texto original”, aclara Manea.

–Hay una anécdota que suele recordar sobre un escritor de la vieja generación que cuando le preguntaron si iba a afiliarse al partido, respondió: “No puedo. Estoy afiliado ya a un partido con un único militante. Soy escritor”. ¿En qué momento hizo suya esta frase?

–La frase pertenece a un escritor que amé y admiré mucho, Camil Petrescu, un gran autor que fue parte de la familia de Gide y Proust. El mismo no pudo cumplir esa frase al final de su vida. Camil nunca se unió al partido, pero cada tanto se veía obligado a escribir artículos que no necesariamente comulgaban con su forma de pensar, ni con su estilo literario. La dictadura se fue volviendo más y más totalitaria, y cada vez se hacía más difícil resistir y vivir sin terminar en prisión. Entonces Camil se convirtió en un académico muy honrado, un escritor muy celebrado al cual todos le prestaban honores. Y se lo merecía... No quiero compararme con los artistas que admiro, pero sé que estoy en el final de mi trayectoria. En principio seguí una profesión técnica, como Sabato, porque creía que la ingeniería me podría defender de la presión política. Era imposible defenderse; la única parte buena de esta cuestión es que no escribí nada pro partido. Recién en el período “más liberal” pude publicar algunas de mis primeras prosas. Luego comenzó una trayectoria muy complicada, pero nunca comprometí mi posición moral. Mis únicos jueces son los lectores; ellos dictaminarán si tengo o me falta talento.

–Cuando llegó a Estados Unidos, usted le dijo a un escritor norteamericano: “Para mí, acaba de empezar un nuevo Holocausto”, por las consecuencias que podría tener en su lengua literaria, el rumano. ¿De qué modo cree que el inglés ha contaminado su escritura?

–El inglés tuvo influencia, sin dudas. En primer lugar estaba convencido de que tenía que escribir ensayos porque tienen una estructura más lógica que la prosa, que es más artística y complicada. Pero hasta un ensayo es muy diferente en la cultura anglosajona respecto de la manera latina de argumentar, sobre todo cuando hablamos de Rumania, que es una combinación entre el mundo oriental y latino. Al principio fue difícil, muchas influencias no las pude resistir y se terminaron colando en mi escritura. Aunque sigo pensando y creyendo que esencialmente permanecí igual a mí mismo.

–En El regreso del húligan plantea su incomodidad ante la posibilidad de regresar a Rumania. ¿Qué es lo que hacía que no estuviera aún preparado para volver sólo de visita? ¿Todavía no era lo bastante indiferente respecto del pasado?

–Soy un hombre de edad y no sé si se me permite enamorarme de usted (risas). Una periodista rumana hace unos años me preguntó lo mismo: por qué no volvía sólo para visitar el país. Después de la caída de Ceaucescu, quería regresar inmediatamente porque consideraba que el obstáculo principal ya no estaba más. Yo tenía toda mi vida en Rumania. Pero lo que ocurrió –tan desalentador que hasta me dio miedo– fue que hubo mucho oportunismo después del comunismo. Todo había cambiado de la noche a la mañana: se pasó del comunismo más feroz a un anticomunismo infantil, con una especie de nostalgia característica del fin de los años ’30, cuando Rumania estaba gobernada por una dictadura militar de derecha. Era demasiado para mí... La primera vez que volví fue después de once años –en 1997–, que es en definitiva lo que refleja El regreso del húligan. Y la segunda fue luego de otros once años. Hace dos años estuve en Rumania y este año regreso nuevamente, lo que demuestra que estoy siendo cada vez más indiferente respecto del pasado. Somos seres humanos, así que por default y definición somos imperfectos. Aun cuando pensamos que tenemos una posición clara y tomada, el tiempo puede cambiar nuestros pensamientos.

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