Domingo, 13 de octubre de 2013 | Hoy
OPINION
Por Jorge Dubatti *
La fuerza del teatro argentino está, en buena parte, en su capacidad de división del trabajo. Quiero decir: preferentemente, el teatro no se mete con aquello en lo que otros ya se ocupan dedicadamente, o no hace lo que otros pueden hacer mejor. Cuando quiere imitar (o robarle algunas migajas) al cine o a la televisión o al periodismo, el teatro pierde. Dividirse el trabajo es su secreto de sobrevivencia y de potencia, que rinde sus frutos: no en vano el teatro argentino es reconocido en el mundo por su singularidad. Su talento está en el reconocimiento de su límite y en la busca de otra creatividad: fundar territorios poéticos y caminos originales, por la vía de la metáfora, en dirección contraria a la literalidad y a la coyuntura inmediata. El mejor teatro elige dar lo que sólo el teatro sabe y puede dar. Así se asegura el ser necesario, su inexorabilidad. Sabia política de la diferencia. Si el psicoanálisis abunda en la televisión y en el cine como tema, y casi reverencialmente, entonces el teatro va en camino contrario o se inventa otro camino. De los casi mil estrenos anuales en la cartelera de Buenos Aires, cientos de obras ni lo mencionan, y las que lo hacen –insisto: las que considero más inteligentes– trabajan con el cuestionamiento, la mirada crítica, la desolemnización, el desvío, la lateralización, la inclusión al sesgo o la ausencia. (Eso no quita que, en su vida cívica y privada, muchísimos teatreros se psicoanalicen o sean ellos mismos psicoanalistas). En el mejor teatro, el psicoanálisis –en un sentido institucional, terapéutico o composicional– nunca puede ser el centro temático activo. Sí está muchas veces en la base de las experiencias poéticas, en las motivaciones, en los materiales a reelaborar en nuevas metáforas, pero no en la literalidad composicional. Valgan algunos ejemplos de los últimos tiempos. La visión cristiana del magnífico C. S. Lewis de Luis Machín enfrentando intelectual y pugilísticamente el materialismo del magnífico Sigmund Freud de Jorge Suárez en La última sesión de Freud, y haciéndolo tambalear al psicoanalista incestuoso de La familia argentina de Alberto Ure (otra vez Machín) que, cuando la ex esposa amenaza con denunciarlo, dice que “a la Asociación Psicoanalítica, a las instituciones internacionales, a mis distinguidos colegas, a mis alumnos y a mis pacientes, me los paso a todos juntos por el quinto forro de las pelotas (...). Se han visto cosas peores y no ha pasado nada. No puede pasar nada. ¿Sabés las cosas que yo sé de algunos de ellos? Es una mafia con protección automática”. O la mala praxis del psicoanalista de La omisión de la familia Coleman, de Claudio Tolcachir, que deja de atender, o los falibles informes de los analistas psicológicos en el caso judicial de Claveles rojos de Luis Agustoni. En las obras de Eduardo Pavlovsky, Ricardo Bartís, Mauricio Kartun, Rafael Spregelburd, Daniel Veronese, Federico León, Lola Arias, Mariano Pensotti, Romina Paula, Pompeyo Audivert (por citar algunos referentes), el psicoanálisis nunca es el centro temático. Afirmación del teatro como campo de producción de saberes autónomos y específicos.
* Doctor en Historia y Teoría de las Artes por la Universidad de Buenos Aires.
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