CARLOS ALONSO EXPONE EN LA CASA DE LA CULTURA SU MUESTRA “PINTURAS (1976-1996)”
“Busco las metáforas plásticas”
En la magnífica serie de retratos de pintores, que se expone en la Casa de la Cultura del Fondo, están los de Berni, Van Gogh, Spilimbergo y Renoir, entre otros.
De frente, apenas se entra, está la mirada alucinada, azul, de Lino Spilimbergo, que enfoca al observador como para seguir pintándolo en la tela. Alguna vez Carlos Alonso contó que asistió al final de quien fuera su maestro en Unquillo, que le vio los gusanos entre las vendas que ahora, en este lienzo, cubren la mano deforme que sostiene el pincel. Hacia la izquierda está Van Gogh, uno, dos, muchos Van Gogh, desesperados o rumbo a la desesperación; hacia la derecha, Monet asiste al desdibujamiento de las formas en su manta: las manos diestras e inquietas ahora contenidas, los lentes oscuros tras los que crecen implacables cataratas, el título de este cuadro. “Yo propuse que la muestra se llamara pintando pintores, pero no hubo aceptación”, dice Alonso, y explica que eso signó la elección de las obras, a las que agregaría, dice, una serie de retratos de escritores, un tema que también ha frecuentado mucho: doce años atrás, sin ir más lejos, hizo un mural de treinta metros por tres para la Feria del Libro con ilustraciones de Borges, Cortázar, Arlt, Gelman, Conti, Quiroga y más, más. Ir más lejos sería nombrar sus ya muy afamados trabajos de ilustración para La divina comedia o La guerra del malón. La muestra que se exhibe hasta el 23 de septiembre en la Casa de la Cultura del Fondo Nacional de las Artes se llama Pinturas (1976-1996), y ese período abarca el exilio, la desaparición de su hija Paloma, el regreso y la instalación definitiva en Unquillo, el lugar que eligió para trabajar y vivir, donde pintó los retratos de Rembrandt y Berni, que comparten este espacio con los de Coubert, Renoir, Battle Planas y Velázquez.
–¿Por qué esta muestra en este momento?
–Hay una pequeña historia: a esta muestra la programó Alberto Giudici (el curador) con mi amigo Jacobo Fiterman, que es la persona que más obras mías tiene después de mí. Su entusiasmo ha inventado distintas muestras que están ahora circulando, como una en Paraná de los dibujos que hice de Cervantes, que son de su propiedad. Y en octubre se inaugura en Mendoza otra, titulada Hay que comer, que también tiene obra de este amigo.
–¿Cómo fue la experiencia con la exposición que hizo en marzo en Valencia con Hay que comer?
–Bien, por lo menos las críticas... El tono de la crítica está referido también a la cosa política del país, es difícil escapar a eso. Son críticas tanto de arte como de la expresión de un lugar, de un país y su situación, sobre todo de la violencia. Eso es lo que destacaban las críticas.
–Es que su obra remite a ese emparentamiento.
–Es indudable que eso ha sido siempre así. Digamos, la motivación de mi trabajo no ha sido tanto la pintura-pintura como los hechos humanos, y todos los conflictos humanos. A algunos de estos cuadros que hoy están en la muestra del Fondo Nacional de las Artes los pinté en Madrid entre 1978 y 1981, y yo diría que quizá fueron una forma de reflejar las pérdidas que trae el exilio, que de alguna manera se parecen –aunque en forma distinta, desde luego– a las pérdidas de las manos en Renoir o de los ojos en Monet. Pero al mismo tiempo prueban la fuerza de la vocación y la propia incapacidad para superar las adversidades. Esta ha sido una constante: como decía recién, son los conflictos humanos los que me llevan a encarar la pintura. Los que ponen en marcha mi trabajo. No pienso en cuadros, pienso en encontrar metáforas plásticas que contengan la temperatura de mi circunstancia personal con lo que pinto.
–La gran mayoría de estos cuadros retratan a pintores ya viejos, generalmente solos y deteriorados, rotos. ¿Por qué será esto?
–Yo decía, un poco en broma, que es como una nueva corriente del arte: el art-tritis. Un art-tritis de la tercera edad. Un poco es esto, ¿no?, la situación a la que se llega inevitablemente a cierta edad, estas reflexiones sobre la pérdida de los instrumentos, los ojos, las manos.
–¿Pensó en incluir algún autorretrato?
–No, no. No lo pensé.
–¿Quiénes son los dos pintores que están Bajo el cielo estrellado?
–El cuadro surge de la única foto que hay de Van Gogh: es el que está de espaldas. O sea que es como una especie de tomada de pelo. Y el otro es Emil Bernard, un colega que era un pintor bastante mediocre pero un gran animador, un gran nexo... Incluso las cartas más hermosas de Gauguin están escritas a este pintor.
–Usted ha dicho que, al momento de ilustrar obras literarias, se interesó por meterse más en los orígenes y en el autor que en el libro en sí. ¿Ese criterio se ve también aquí, en estos cuadros sobre pintores?
–Sí, también se ve, es lo mismo. Incluso a veces me interesan más las circunstancias que los rasgos fisonómicos; o sea, no soy un pintor de parecidos. Son más bien cuadros evocativos, diría, porque son hechos de memoria: es ella la que recoge las puntas de lo memorable para mí, de lo que queda. Eso mezclado con lo mío, con otros recuerdos. Y sobre todo con las circunstancias.
–¿Por qué diría que es tan predominante eso en usted?
–Yo supongo que tiene que ver mucho con lo emocional. Tiene que ver más con una emoción humana que con una situación puramente estética, o plástica. Casi diría que, de pronto, no son retratos: no busco la fisonomía... Son metáforas plásticas que recojo de distintas fuentes. En cuanto a lo del autor con las ilustraciones, a mí me ha dado resultado: es una forma de encontrar orígenes. Del libro, incluso, en las motivaciones y la ideología del autor. Lo que hace de eso no solo una fuente literaria sino una fuente vital. Eso me lleva, además, a mi propia experiencia vital: cuando hice La guerra del malón (cuarenta años atrás), me fui a vivir a la pampa, y allí estuve meses, metiéndome en cosas que todavía eran inéditas, lo que le daba al libro la posibilidad de tocar alguna materia más original.
–O sea que usted se enfrenta a la línea académica que tiende a separar vida y obra.
–Sí. Bueno, además yo coloco a la ilustración como transformadora del propio trabajo y no como una “hermanita menor”. Meterse en el Don Quijote o en La divina comedia implica un crecimiento: no se sale igual. Son experiencias que sirven para todo el resto. Y no se trata solamente de iluminar, como se decía antes, un libro con imágenes, o seguir a pie juntillas los designios del escritor, sino meterse en su propio mundo, en lo más esencial, de donde arrancan incluso los poemas. Ese sería el ideal de mi trabajo como ilustrador. Esos trabajos, muchas veces, han transformado mi propio taller, han incluido una nueva materia, o la han dado vuelta.
–¿Y cómo desembocaría usted, a partir de los conflictos humanos, en la elección de lo plástico?
–Eso es lo que está por verse. Cuando hice la serie de ilustraciones para la acería de Techint, en Campana, donde también me instalé, resultó que la técnica es al revés: no dibujar de negro sobre blanco, sino sacar los blancos del negro. Porque esa es la sensación de los hornos. Monocopia: pintar toda una plancha y arrancar los blancos, que es lo que pasa dentro de una acería, lo que manda y determina el clima. Estar abierto posibilita esa transformación: el tema viene con una forma que soporta ese contenido. Por eso al ver los cuadros en esta muestra me doy cuenta de que son de soluciones muy distintas. En algunos manda el negro, en otros el blanco, o cierto tipo de tratamiento.
–¿En el de Berni qué diría que manda?
–El desparpajo, es un cuadro más suelto. El desparpajo que tenía él para avanzar sobre lo desconocido. El mío es mucho menor.
–¿Qué cuadros agregaría a esta muestra?
–Hay una serie de retratos de escritores que hice: Martínez Estrada, David Viñas, Rafael Alberti, Tejada Gómez, Nicolás Guillén... Son tan numerosos como los de los pintores. El retrato ha sido una cosa bastante continua en mi trabajo.
–Son muy distintos los escritores y los pintores.
–Hay una anécdota simpática, si quiere se la cuento.
–Claro.
–Cuando hice el retrato de Ezequiel Martínez Estrada, él me posó pacientemente durante muchísimas horas y sin quejarse mientras duró el trabajo. Cuando terminé, se arrimó al caballete, lo miró largamente, pensativo, y dijo: “Al fin estás callado, Ezequiel”. Porque era un hablador interminable.
–Miguel Briante decía que usted siempre supo meterse en los conflictos sociales del país. ¿Cuáles serían hoy esos conflictos?
–Y, hoy sería la reiteración. La decadencia que lleva a repetir, y repetir, y repetir... Como decía Borges, después del presente no viene el futuro, sino el pasado. El pasado vuelve, y vuelve, y cada vez es más duro de sobrellevar. Y crea más desencanto. Y más sensación de fracaso definitivo. Esta realidad está teñida de esa circunstancia de rémora, de cosa vieja, gastada, que no trae salud a la comunidad. No despeja. Al contrario, enturbia.