Jueves, 23 de agosto de 2007 | Hoy
DANIEL DIVINSKY REPASA LOS CUARENTA AÑOS DE EDICIONES DE LA FLOR
El editor festejará el aniversario con una muestra que se inaugurará hoy en el Recoleta. Sufrió dictaduras y exilios, pero se las arregló, junto con Kuki, su socia y compañera, para seguir publicando. Walsh, Quino y Fontanarrosa, entre otros, integran su catálogo.
Por Silvina Friera
Los recuerdos se amontonan tan arbitrariamente como el remolino de papeles, revistas, carpetas y libros que tiene sobre su escritorio. Las bibliotecas tampoco se salvan de ese “caos” naturalizado; los libros de Quino, Fontanarrosa, Caloi, Walsh –los longsellers de la editorial– parecen rebelarse y se asoman por los bordes de los estantes como si estuvieran a punto de caerse. Daniel Divinsky se mueve, cómodo, en ese desbarajuste, atiende el teléfono, sale al aire en un programa de radio, revisa la bandeja de entrada de su correo electrónico –acaba de recibir un mail de Ariel Dorfman (ver aparte)– y repasa junto a Página/12 los cuarenta años de Ediciones de la Flor. “Estamos un poco revueltos”, dice, y no se refiere al desorden que impera en su oficina. Alude a un estado emocional, a lo que ha significado y significa haber subsistido tantos años con un “proyecto loco”, que al principio funcionaba como un hobby para el joven Divinsky, que ejerció por un tiempo la abogacía, “una de las profesiones más lamentables para ganarse la vida”. La primera persona del plural incluye a Ana María Miller, Kuki, su mujer y socia en la editorial desde 1970, economista que puso en orden las cuentas de una pequeña editorial independiente que entonces estaba literalmente en quiebra.
El lema de Divinsky se podría sintetizar en una frase: publicar sólo lo que le gusta. “Como no hay investigación de mercado posible, a esta altura del partido, sé que hay una cantidad de lectores a quienes les gustan las mismas cosas que a mí”. Y a esta altura del partido, nada mejor que festejar el aniversario con una exposición, De la Flor X 40 = Libros con historia, que se inaugurará hoy a las 19 en el Centro Cultural Recoleta (ver aparte). Antes de fundar su propia editorial, Divinsky había dirigido la colección Cuadernos del Centro de Estudiantes de Derecho, que financiaba una librería y editorial jurídica con sede en la facultad, editorial Perrot. “Emilio Perrot fue mi padrino en el mundo editorial –cuenta Divinsky–. Ahí empecé a ir a linotipias, a corregir pruebas. La abogacía no me gustaba, me ganaba malamente la vida con mi socio en el estudio jurídico y, como no teníamos tanto trabajo como abogados, decidimos poner una librería. Nuestros viejos nos prestaron ciento cincuenta dólares a cada uno y empezamos a ver locales por Flores, Paternal, pero la llave que pedían para alquilar era mucho más de lo que teníamos.”
Pero llegó a sus oídos la sabia recomendación del editor Jorge Alvarez, para quien Divinsky había hecho algunas traducciones y había ordenado el Diccionario del diablo, de Ambrose Bierce, traducido por Walsh. “Alvarez me dijo que con la información que tenía y el dinero que nos daban nuestros viejos, más el crédito que él aportaba, me convenía poner una editorial. Y así nació Ediciones de la Flor, producto de la intervención a la universidad, hija putativa de Onganía”, reflexiona el editor. Pirí Lugones, nieta de Leopoldo e hija del inventor de la picana, bautizó al flamante sello: “Lo que ustedes quieren es una flor de editorial”, auguró. En 1967 aparecieron los dos primeros libros publicados por Ediciones de la Flor: Buenos Aires, de la fundación a la angustia y El libro de los autores. El crédito de Alvarez se usó para comprar derechos de autor. Divinsky adquirió Adén Arabia, de Paul Nizan, que no se podía publicar en la España de Franco por la famosa frase con la que comienza el libro: “Yo tenía veinte años y no permitiré que nadie diga que es la edad más hermosa de la vida”, la única frase que “todo el mundo sabe, como las magdalenas de Proust”, bromea el editor.
También compró los derechos de una antología poética de Georges Brassens, que no estaba traducido al castellano, y un libro de dos autores norteamericanos, Siebert y Peterson, Tres teorías sobre la prensa. “Pirí había dicho sabiamente que teníamos que incorporar autores argentinos, pero que nadie le iba a dar un libro a una editorial reciente, entonces le compramos a David Viñas Los años despiadados, que se había publicado a mediados del ’50, y a Bernardo Verbitsky su primera novela de juventud, Vacaciones”, enumera Divinsky. En 1968, una semana antes de que saliera Paradiso, de José Lezama Lima, Tomás Eloy Martínez viajó a Cuba y le hizo una entrevista que publicó en Primera Plana, con una caricatura del escritor cubano realizada por Sábat. Cuando el libro salió, se agotaron los 3000 ejemplares en una tarde. “Lo compraron los libreros por la expectativa que tenían –subraya Divinsky–. Pero la edición era bastante mala porque había sido fotocopiada de la edición cubana, que estaba muy descuidada y llena de erratas.”
En el ’69 organizaron una fiesta por la aparición de los primeros treinta títulos del sello en la confitería del zoológico bajo el lema: “No deje que los animales sean más”. Divinsky hace un balance de esa primera etapa. “Era muy loco el proyecto, era un hobby, nadie podía vivir de eso. Lo que cobrábamos en el estudio jurídico se volcaba a tapar los agujeros.” En 1970 se producen dos hechos significativos para el destino de Ediciones de la Flor: Divinsky comienza la convivencia con Kuki y se produce la declinación del editor Jorge Alvarez, cuando prueba con el negocio de los posters, pero también como productor discográfico con su sello Mandioca (con los que lanzó discos de Manal y Moris). “Alvarez vendió su parte de la editorial, se fue apartando, y como en ese momento Quino tenía dificultades para cobrar sus derechos de autor, recurrió a mi socio y a mí como abogados para arreglar el tema”, revela Divinsky. Después de solucionado el problema, a Quino se le ocurrió continuar publicando Mafalda con Ediciones de la Flor.
–¿Ahí comienza el giro hacia el humor gráfico?
–Sí, pero a mí el dibujo me había fascinado siempre. Soy Medalla de Oro como bachiller, pero me aplazaron en dibujo en primer año y tuve que dar examen. A los tipos que dibujan, yo les tengo una admiración enorme. Después publicamos a Fontanarrosa, ¿Quién es Fontanarrosa?, que sólo era conocido en Rosario y por los lectores de Hortensia de Córdoba.
–¿Cómo incidieron las épocas de dictadura en el catálogo de la editorial?
–Durante las dictaduras de Onganía, Levingston y Lanusse, publicamos el Diario de un educastrador, de Jules Celma, un maestro francés que fue procesado porque inculcaba a sus alumnos de primaria la libertad total, no sólo para el aprendizaje sino para tocarse en clase. El libro estuvo prohibido en Francia, pero cuando lo publiqué acá, no pasó nada. Sacamos los textos de Angela Davis, una militante negra sumamente combativa, y realmente no tenía idea de lo que estábamos haciendo. También nos prohibieron libros, Me tenés podrido, Argentina, en 1971, una novela de Alfredo Grassi, que se inspiró en un autoadhesivo que había sacado Eskabe, la marca de calefactores, que decía: “Argentina, ámela o déjela”. El libro se vendió muchísimo hasta que la Tía Valentina, la famosa comentarista de televisión, dijo que tendrían que prohibir un libro con ese título. Y lo prohibieron con un decreto-ley que reprimía las actividades comunistas, lo que era un disparate. A fines del ’72, Lanusse firmó un decreto levantando la prohibición del libro.
–¿Por qué desde la percepción pública el humor se devoró al resto de las colecciones?
–El humor era el único género en el que no teníamos casi competencia. Desde hace veinte años, el lugar de exhibición de los libros en las mesas de las librerías es fundamental. Como tenemos muy poca competencia, los de humor tienen su espacio, pero no tenemos lugar para una novela o una biografía que publiquemos de vez en cuando porque las novedades editoriales de los grandes sellos se reemplazan cada veintinueve días. En el humor, no tenemos el monopolio, pero sí un lugar preponderante. Es lo que se llama, fúnebre expresión que detesto, “nicho de mercado”.
–¿Cuándo sintió que tenía una editorial?
–Cuando empezaron a llegar cantidades impresionantes de originales, que en aquella época se llamaban manuscritos, a pesar de que estaban escritos a máquina. Y esto pasó a partir de 1972; que haya tenido éxito Enrique Medina con Las tumbas, que por entonces era un desconocido, y que publicáramos a cuanto humorista gráfico aparecía nos dio más visibilidad. En 1973 dejé la abogacía porque, como decía un editor portugués, “mi pan y mi mantequilla derivaban de la editorial”. Gracias a la administración de Kuki, porque yo soy una bestia para manejar números.
No es un hombre serio Divinsky, pero los gestos de la cara se tensan cuando recuerda el golpe del ’76. “No leí la gravedad de lo que se venía”, admite. “Seguimos haciendo libros, con alguna prudencia, y en octubre del ’76, en la Feria de Frankfurt, Osvaldo Bayer me había alertado de que no volviéramos. Me contó que un jefe de la SIDE, que le había avisado que se tenía que ir, le dijo: ‘Mirá los libros que se hacen para los chicos’. Y le mostró el famoso Cinco dedos.” El 8 de febrero de 1977 prohibieron Cinco dedos con un decreto, y el 16 de febrero detuvieron a Kuki y a Divinsky. “No hubo maltratos y dejaron dicho que íbamos a estar en la Dirección de Seguridad Federal, o sea que fue un privilegio de reyes en esa época”, evalúa el editor. Estuvieron detenidos 127 días y quedaron en libertad gracias a la solidaridad de Rogelio García Lupo, que consiguió que las asociaciones de editores internacionales presionaran a la dictadura.
En el país del miedo y del “algo habrán hecho” sólo ocho escritores argentinos firmaron una carta en la que se pedía que los Divinsky fueran liberados: Silvina Ocampo, Eduardo Gudiño Kieffer, José Bianco, Ulises Petit de Murat, Juan José Hernández, Héctor Yánover, Ramón Plaza y Luisa Mercedes Levinson, además del socio 3048 de la SADE (Sociedad Argentina de Escritores) “del que no podemos descifrar la firma y que tendríamos que averiguar quién es”, añade el editor. “Juan José Manauta, del PC, dijo: ‘Vaya a saber en qué andaban éstos que no tenían ninguna militancia’, y se negó a firmar. Todos éramos sospechosos, pero más los que no teníamos una militancia comprobable”, recuerda Divinsky. El exilio comenzó en julio del ’77, cuando salieron del país con los pasajes que le habían mandado de la Feria del Libro de Frankfurt. La primera escala fue Guayaquil. “Cuando entramos en Migraciones y nos dijeron: ‘Bienvenidos a Ecuador’, me puse a llorar”, confiesa el editor. “Angel Rama, que dirigía la biblioteca Ayacucho, me consiguió un trabajo y nos instalamos en Venezuela.” Divinsky y Kuki continuaron editando libros en la Argentina, por teléfono y por carta. Contaban con una infatigable colaboradora: Elisa, la madre de Kuki, se hizo cargo del funcionamiento de Ediciones de la Flor.
–¿La editorial perdió presencia en el mercado argentino durante el exilio de ustedes?
–Gracias a que Quino y Fontanarrosa siguieron publicando, no. Inclusive, nos iba mejor que cuando estábamos nosotros, porque no se sacaban todas las locuras que se publicaban cuando estaba yo, y que después no se vendían.
–¿Rechazó algún libro que después fue un éxito en ventas?
–Uno, y estoy contento de haberlo rechazado, fue Cuentos para Verónica, de Poldy Bird. Cuando lanzó el libro, hizo un cóctel en el club alemán, que fue uno de los más morrocotudos que recuerdo en la historia. Me invitó para demostrarme cómo me había equivocado. Hubo un caso de un libro que me gustó mucho, lo leí ya publicado, y que cuando me encontré con el autor me dijo que había llamado a la editorial para ofrecérmelo, pero que mi secretaria le había dicho que no estábamos recibiendo originales. Era El anatomista, de Federico Andahazi, pero me alegro porque le fue mejor que si lo hubiera publicado con nosotros.
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