Miércoles, 7 de mayo de 2008 | Hoy
JUAN VILLORO, UNO DE LOS MEJORES ESCRITORES DE AMéRICA LATINA, Y LOS CUENTOS DE LOS CULPABLES
El escritor y cronista, que se dio el gusto de presenciar el Superclásico y comprobar la vibración de la Bombonera, comienza hoy un raid de presentación de su nuevo libro, en el que desmiente varios mitos sobre la sociedad azteca.
Por Silvina Friera
La primera actividad en la recargada agenda de Juan Villoro fue futbolística. El destino quiso que el escritor mexicano, un fanático del fútbol que alguna vez imaginó que sería jugador, pudiera presenciar el Superclásico en el palco de prensa, justo al lado de la popular. “La leyenda que dice que el estadio vibra es real, es el público más apasionado del planeta”, dice. El autor de los cuentos de Los culpables (Interzona), que se presenta hoy a las 19 en la Boutique del libro (Thames 1762), junto con Fogwill, y mañana en la Feria del libro, ante la duda de Página/12, aclara que sería una irresponsabilidad de su parte ser hincha de Boca. “El club es tu infancia y mi equipo, el Necaxa, es mucho menos vistoso que Boca o River. Está en el primer circuito, pero ha sido un equipo fantasma varias veces, de-sapareció siete años y ahora se lo llevaron a jugar a otra ciudad, a Aguascalientes, a ocho horas de la Ciudad de México, que para no- sotros psicológicamente es como si lo hubieran trasladado a la Patagonia. He sufrido tanto con este club que no tengo ninguna reserva emocional para apoyar a otro”, cuenta Villoro el derrotero de su condición de hincha. Pero no todo es sufrimiento en la vida de este narrador, cronista y traductor, considerado uno de los mejores escritores de América latina. Su novela Llamadas de Amsterdam será llevada al cine por la directora Sandra Gugliotta. “Me parece muy interesante que una historia de transplantes geográficos, de crear un falso Amsterdam en México, ahora se haga en Buenos Aires”, confiesa.
Más alto de lo que se puede adivinar en las fotos carné de las solapas de sus libros, Villoro dice que para los mexicanos “el fútbol es una forma magnífica de autoengaño”. “No tenemos ninguna posibilidad concreta ya no de ganar un Mundial, sino de llegar a un quinto partido. El aficionado mexicano es un estoico al que le gusta divertirse en las tribunas más allá de los hechos. El aficionado mexicano ya está resignado; sabemos de antemano que lo nuestro no es el triunfo”, señala el escritor, que en uno de los cuentos de su último libro, El silbido, traza unas magníficas pinceladas de las peripecias de un futbolista en decadencia.
–En el primer cuento, “Mariachi”, el personaje admite en un sueño que es mexicano, pero que no volvería a serlo. ¿Por qué cuestiona tanto la identidad mexicana?
–La cultura mexicana tuvo una sobredosis de mexicanidad. Nos investigamos tanto a nosotros mismos, estábamos tan enamorados intentando encontrar nuestra especificidad, que se nos pasó la mano y corremos el riesgo de hacer una especie de folclore de la identidad. Evidentemente, es un poco absurdo que alguien quiera ser típico para sí mismo. Creo que ahora hay muchos modos de ser mexicano, una idea más plural e híbrida de la mexicanidad, pero me gusta poner en tensión el sentido de pertenencia. Fatalmente somos de un lugar y no de otro. En mi novela El testigo un hombre regresa a México y de alguna manera, después de 24 años, ha perdido los usos y costumbres para ser mexicano. Trata de reincorporarse y busca claves íntimas para el país; investiga la obra de un poeta mexicano, Ramón López Velarde, que había escrito La suave patria, una evocación muy doméstica, casi de juguetería, de lo que es pertenecer a México. Una de las cosas que puede hacer la literatura es crear esta sensación de lugar. Me interesa ironizar un poco sobre las formas de pertenencia retóricas e ideológicas que van del folclore a la ideología nacional, al nacionalismo. Nadie puede ser típico para sí mismo, y es ahí donde empieza a entrar en conflicto la noción de pertenencia, cuando alguien quiere deliberadamente actuar conforme a un código nacional. Los mexicanos en ocasiones hemos actuado con cierta coreografía de ballet folclórico.
–¿El cuento es el mejor género para dar cuenta de estos conflictos de identidad y pertenencia?
–No necesariamente, el problema del cuento para manejar ideas es que tienes poco desarrollo en el tiempo. El cuento es mucho menos especulativo que la novela; quizá la novela se presta más para discutir estos temas de la identidad. En el cuento aparecen pinceladas de esta cuestión en relatos como “Mariachi” o “Amigos mexicanos”, que surgió de una carta que le mandó Kerouac a Burroughs en la que le preguntaba si era peligroso ir a México. Aunque ambos eran amigos de la vida difícil, de la vida brava y salvaje, Kerouac tenía miedo. “No te preocupes, los mexicanos sólo matan a sus amigos”, le contestó Burroughs. Esta idea del cariño como deporte extremo que te puede llegar a matar me pareció muy interesante. Ese cuento es la puesta en escena de esa expresión irónica de Burroughs. Pero para un desarrollo de ideas la novela se presta más que el cuento.
Todos los cuentos de Los culpables están narrados en primera persona. “Los personajes están diciendo algo, pero ninguno es un narrador profesional, todos en el fondo son narradores torpes. Nadie sabe contar un cuento, ellos quieren contar una historia, pero lo hacen con desorden, tratan de desahogarse, de justificarse. Ellos quieren descargarse de sus responsabilidades, pero el lector entiende que son más culpables de lo que ellos admiten. Yo quería que el lector entendiera el cuento mejor que los propios relatores”, explica el escritor. “Los cuentos se mueven por un principio opuesto a la confesión religiosa. En la confesión religiosa dices todo para descargar la culpa y obtener el perdón. En cambio, en estas confesiones involuntarias, forzadas o acorraladas que tienen los personajes, sus palabras, en vez de exonerarlos, en cierta forma los vuelven responsables, y en ocasiones incluso culpables.”
–¿Le gusta jugar con la idea de que no es fácil escribir, que el escritor es un poco torpe?
–Lo más sencillo del mundo es escribir mal, y la torpeza muy deliberada también se advierte mucho. Pero también el buen estilo literario cansa. He escrito libros que apuestan a tener un buen estilo literario y quiero seguir escribiéndolos. Asumiendo que soy un autor en tercera persona, mi búsqueda estilística en la escritura tiene que ver con mis códigos como escritor, con la forma en que circula la imaginación y con las lecturas que se trasvasan. Pero ante cierto cansancio del código que tengo, la pregunta es cómo narrar desde la inexperiencia si eres un autor experimentado. La pregunta de Gombrowicz es cómo aprender la inexperiencia, cómo aprender la frescura literaria una vez que estás formado como autor y para bien o para mal has escrito determinados libros. La elección de Arlt es escribir deliberadamente con un estilo torpe, manchado, Piglia lo llama “un estilo criminal”. Imitar a Arlt y hacer una retórica del estilo manchado no tiene salida y eso es lo fascinante. Una posible vía de escape es que narradores torpes de manera azarosa escriban una historia interesante. Ese es el postulado de Los culpables.
–¿Cuál es el límite o frontera entre un cuento y una crónica?
–Yo empecé escribiendo cuentos; durante los primeros siete años sólo escribía cuentos. La primera crónica que escribí fue sobre mi maestro de ficción Augusto Monterroso porque yo había estado en su taller literario. A partir de ese momento empecé a escribir otras crónicas. Y durante mucho tiempo tuve miedo o cierto pudor de que mis cuentos parecieran los cuentos de un cronista, y las crónicas, las de un cuentista. Quería separar deliberadamente las aguas, pero con el tiempo me fui tranquilizando, las aguas encontraron una esclusa donde mezclarse.
–A propósito del último cuento, sobre un periodista extranjero que escribe una crónica de México, ¿por qué el cronista fracasa y cae en los clichés?
–México es un país desaforado que se presta mucho al cliché, es fácil verlo como un país peligroso, invadido por el narcotráfico, como un país de contrastes culturales y de-sigualdades sociales. Luego hay toda una codificación para leer a México, puedes leerlo en clave Frida Kahlo, en clave Luis Buñuel, en clave muralismo mexicano, en clave Arturo Ripstein. Hay cierta visión desgarrada y excesiva de lo que debe ser México. Esto ha producido obras extraordinarias, como Bajo el volcán, de Malcolm Lowry, una de las obras que más admiro, México como infierno y paraíso posible, como carnaval en el apocalipsis. Con mucha facilidad y con mucha frecuencia, la prensa internacional, especialmente la norteamericana y europea, cubren a México como una especie de Babel borracha de tequila. El cuento “Amigos mexicanos” parte de la base de que lo peor que le puede pasar a un cronista extranjero es encontrar la normalidad. Es más difícil hacer una crónica de lo infraordinario, de lo cotidiano, que de los excesos, que en sí mismos son noticiosos y pintorescos. Lo que más me interesaba era mostrar cómo sus amigos mexicanos lo ayudan y montan una escena de la realidad, una hospitalidad extrema que te lleva a escenificar un desastre en beneficio de un cronista extranjero. Los mexicanos tenemos un narcisismo de la catástrofe: “Si dicen que somos un país con conflictos les vamos a demostrar que no saben nada, que en el hit parade de los conflictos estamos mucho más arriba de lo que ellos suponen”. En México la normalidad defrauda, estamos siempre anhelando lo excepcional.
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