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Lunes, 18 de julio de 2016

CINE ONLINE › LA MINISERIE DOCUMENTAL MAKING A MURDERER, POR NETFLIX

Cuando la justicia es pura chatarra

Laura Ricciardi y Moira Demos desentrañan la kafkiana historia de Steven Avery, un hombre del medio oeste profundo estadounidense que se ve envuelto en una injusta condena por asesinato. Por momentos excesivo, el documental también puede volverse adictivo.

 Por Horacio Bernades

Desde por lo menos Adolf Eichmann se sabe que detrás del aspecto más inocente puede yacer el criminal más perverso. Aun así se hace difícil imaginar a Steven Avery –rubio de expresión tan naïf que su tocayo Spielberg podría llegar a contratarlo como héroe en una próxima épica de beisbolistas– manipulando a su sobrino para que maniate, viole, degüelle y destripe a una chica que pasaba por ahí. Sobre todo cuando su sobrino se quiebra y reconoce que la presunta confesión fue nada más que para que los policías dejaran de presionarlo. A pesar de eso, Steven Avery fue condenado por ese crimen… tras haber sido condenado por otro que se probó falso, y por el que tuvo que purgar dieciocho años de prisión. La kafkiana historia de Steven Avery es la que las realizadoras Laura Ricciardi y Moira Demos cuentan, a partir de determinado momento en tiempo presente y filmándola a medida que sucede, en la miniserie documental Making a Murderer (“Haciendo un asesino” o “Produciendo un asesino”), que tras su estreno en Estados Unidos a fines del año pasado, la plataforma Netflix incorporó poco tiempo atrás a su programación. Son diez episodios de una hora o más cada uno. Sí, unas diez horas en total, a las que de a ratos no les vendría mal un toque de edición, pero que en muchos otros momentos pueden volverse adictivas. Y de las que se sale con la sensación de que pocas cosas pueden llegar a ser menos justas que la justicia.

Los paisajes de Manitowoc, Wisconsin, son de fértiles praderas heladas. Según la escritora Lorrie Moore, esa gélida desolación podría tener que ver con que ese estado (¿de ánimo?) haya producido, además de varios genios artísticos (Orson Welles, Frank Lloyd Wright, Georgia O’Keefe) a algunos de los más tortuosos criminales de la nación, como Ed Gein –el hombre que inspiró al Norman Bates de Psicosis– y el célebre asesino serial y caníbal Jeffrey Dahmer.

En medio de las granjas y establecimientos lecheros se tiende un desarmadero de autos feamente apilados. Es el negocio familiar de los Avery, ubicado sobre la calle homónima, que no guarda parentesco alguno con ellos. No podría guardarlo: la única alcurnia a la que estos Avery pertenecen es la alcurnia de la chatarra. Rubios, gordos y poco dados a cualquier forma de refinamiento, si la expresión white trash no existiera habría que inventarla para ellos. Será difícil, sin embargo, que en el curso de las siguientes diez horas y pico el espectador no se sienta tocado por la mirada de asombro infantil de Steven durante el juicio, la ira como de Popeye de su padre ante los turbios manejos de la “Justicia” o los densos silencios de la gruesa roca de su madre, siempre sentada junto a la mesa del comedor o en el banquillo de tribunales.

Algún testimoniante señala al comienzo de Making a Murderer que esa condición white trash de los Avery habría sido la razón de que cuando una mujer fue asaltada y violada por un extraño en las inmediaciones del lago Michigan, los dedos del sheriff y la policía del lugar hayan apuntado rápidamente sobre Steven, que contaba con un coeficiente intelectual de apenas 70 y algunas transgresiones más o menos idiotas en su temprana juventud, como haber robado un sándwich de queso o haber tirado al fuego al gato de la familia. No bastó que el muchacho, por entonces de 22 años y casado desde los 20 y con cuatro hijos (dos de ellos, mellizos), presentara pruebas consistentes de que en el momento del ataque se hallaba a 65 kilómetros de Manitowoc. Coartada corroborada por dieciséis testigos. Una prima suya, casada con un alguacil del sheriff, lo había acusado tiempo atrás de exhibicionismo y amenazas armadas. Sin pruebas sólidas, un tribunal lo condenó a seis años de prisión.

Mientras esperaba para cumplir esa condena tuvo lugar el ataque del lago Michigan, tras el cual la víctima describió a su agresor como “un joven rubio de pelo largo”. Avery cumplía con la descripción, tanto como otros miles de jóvenes (en el año 1985, había muchos más pelos largos que en la actualidad). Un subjefe policial hizo un identikit que dio por resultado un rostro muy parecido al de Avery. Pero ciertos detalles demuestran que el identikit no lo hizo a partir de la declaración de la víctima sino de una foto del sospechoso. La policía organizó una ronda y la mujer señaló a Steven. Resultado: una condena de 32 años. Una prueba de ADN hecha a los 18 años de prisión (la técnica no existía aún en 1985) demostró finalmente que el culpable no había sido Avery, sino otro rubio de pelo largo que penaba en ese momento 60 años de prisión. Corría el año 2003 y un Avery de 41 años salía de la cárcel, con una barba de dimensiones ZZ Top.

Es a partir de entonces que Ricciardi & Demos, que se habían enterado del caso por un artículo de The New York Times, comienzan a seguirlo en vivo, acompañando el regreso de Avery a Manitowoc, la bienvenida de los suyos, su segunda vida, su nueva pareja y la vuelta a la pesadilla, con el nuevo e imprevisto caso policial que se abrirá un par de años más tarde. Pero volvamos a 2003. En ese momento, la mujer que lo mandó a la cárcel le pide perdón en público y una comisión judicial llamada Comisión Avery se reúne para producir reformas en el sistema judicial, que impidan una injusticia semejante a la vivida por Steven. El resultado es la llamada Ley Avery, de protección a la inocencia. Representado ahora por dos nuevos abogados, Steven decide demandar al estado de Wisconsin, por la friolera de 36 millones de dólares. Parece haber llegado el momento de la reivindicación pública, a toda orquesta.

La policía de Manitowoc no tolera la afrenta. Un día desaparece una mujer que, claro, la última persona a la que vio con vida fue Steven Avery. La combi de la mujer aparece en el desarmadero. Dentro de la combi hay sangre, la sangre pertenece a Steven, en un pozo se hallan restos óseos de la mujer y se inicia un juicio en el que los abogados de Avery –dos tipos de una sobriedad, calma y lucidez capaces de convencer al escéptico más duro, aunque no por lo visto al jurado de Manitowoc– van echando luz sobre escándalos que incluyen confesiones armadas por la policía, sospechosos no investigados, falsos testimonios reconocidos, pruebas plantadas e irregularidades que más que procedimientos policiales o judiciales parecen gags de Benny Hill.

A partir del quinto episodio, Making a Murderer se concentra en este segundo juicio, al que sigue paso a paso (a veces hasta la exageración), dejando el último episodio a modo de conclusión o de amargo, triste epílogo, para una historia que no habla nada bien del funcionamiento de la justicia. Ni del modo de ejercerla ni del de administrarla. Como si los estrados estuvieran hechos para reproducir los prejuicios comunitarios. Eso parece ser lo que los fiscales, el juez y los jurados se ocuparon de hacer con Steven Avery y quizá con su familia en su conjunto. Los Avery, esos indeseables chatarreros que arruinan el bello y frío paisaje agrario de Manitowoc, Wisconsin.

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Making a Murderer consta de diez episodios de una hora o más cada uno.
 
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