Lunes, 18 de julio de 2016 | Hoy
LITERATURA › ENTREVISTA AL ESCRITOR ALEMáN BERNARD SCHLINK
El autor de El lector manifiesta su pasión por la historia y el derecho, a la vez que aborda temas como el amor, la culpa y el pasado, que atraviesan Mujer bajando una escalera, su última novela. Schlink dice que, debido al flujo migratorio, “nuestra sociedad va a cambiar”.
Por Astrid Riehn
A Bernhard Schlink lo apasionan la historia y el derecho. Tanto que, al finalizar la entrevista con Página/12, es él quien comienza a preguntar: “¿Vivió usted los tiempos de la junta militar? ¿Y la crisis de 2001? ¿Cómo evalúa el nuevo gobierno de Macri?”. El escritor alemán, quien ejerció durante años como juez y aún da clases de Derecho en la Universidad Humboldt de Berlín (situada sobre la avenida Unter den Linden, a unas pocas cuadras de la Puerta de Brandeburgo), confiesa que siempre le interesó el destino de los niños apropiados durante la dictadura militar. “¿Cómo será enterarte de repente, a los 22 años, que no sos el hijo del oficial tal y cual, sino hijo de una víctima de la tortura? ¿Cómo se lidia con eso?”.
Su curiosidad por Argentina probablemente se deba no sólo a su ya mencionado interés por la historia y el derecho –muy presentes en su novela más famosa hasta la fecha, El lector, un bestseller mundial que fue traducido a 51 idiomas desde su publicación en 1995 y llevado al cine por Stephen Daldry con Kate Winslet como protagonista, y que contaba la historia de amor entre un adolescente de 15 años y una ex guardiana de campo de concentración analfabeta y 20 años mayor, sometida años más tarde a un tribunal por su pasado– sino también a una visita que hizo a Buenos Aires. “Me gustó mucho la ciudad, aunque me pareció muy melancólica. Es algo que puede tener mucho charme, pero también deprimir un poco”, recordó el autor. “Creo que fue hace unos 10 años, aún se percibía la crisis. En los anticuarios de la parte más vieja de la ciudad se veían los cubiertos de plata que había tenido que vender la clase media para arreglárselas. Tuve la sensación de que era una ciudad, una sociedad a la que le habían hecho mucho daño. Por eso tuve sentimientos encontrados: por un lado el placer de ese charme melancólico pero también la tristeza de ver que muchas cosas habían sido destruidas”.
La impresión que causó la ciudad en el escritor debe haber sido considerable, ya que el protagonista de su última novela, Mujer bajando una escalera (Anagrama, 2016) –un abogado gris cuya vida se ve revolucionada cuando acude a su bufete un pintor, Karl Schwind, para que lo ayude en una disputa que tiene por un cuadro suyo con un poderoso empresario, Peter Gundlach–, fantasea con dejarlo todo y empezar una nueva vida en Buenos Aires. En el cuadro en cuestión se ve a una mujer bajando una escalera, inspirado, de acuerdo con el mismo Schlink, en Ema. Desnudo en una escalera, del artista alemán Gerhard Richter. Pero al contrario de lo que podría creer el lector, la última novela de Schlink no se centra en una disputa legal por una obra de arte, sino, una vez más, en una historia de amor que en esta oportunidad se construye alrededor de Irene, una bella y misteriosa mujer que tras posar para el cuadro encargado por su esposo, el rico Gundlach, huye con su pintor, Schwind. La cosa se complica aún más cuando también termina rendido a los pies de Irene el abúlico abogado encargado del caso, conformando una trama que se traslada a la remota Australia muchos años después, cuando los vértices de este cuadrilátero amoroso se reencuentran.
–Tanto en El lector como en Mujer bajando una escalera e incluso en alguno de sus cuentos de Mentiras de verano aparecen amores de juventud que vuelven a acechar al protagonista cuando ya es un adulto. ¿Siempre vuelven por nosotros los amores inconclusos?
–Creo que a medida que envejecemos lo que sucedió en el pasado se nos vuelve más presente y por eso también se vuelven más presentes los amores pasados.
–¿Cree que las relaciones son siempre desiguales?
–Estoy convencido de que el amor no está presente sólo donde hay dos personas con la misma fortaleza, el mismo éxito, la misma madurez o los mismos derechos, sino que hay amor verdadero en todas las situaciones asimétricas posibles.
–El protagonista de su última novela asegura: “No envidio a los jóvenes que aún tengan la vida por delante, yo no quiero tenerla de nuevo por delante. Pero sí les envidio que el pasado que tienen a sus espaldas sea corto”. Esta tensión entre juventud y adultez está muy presente en su obra, comenzando por la diferencia de edad de los protagonistas de El lector.
–Supongo que es algo que me interesa porque yo mismo me hice más viejo. Empecé a escribir a los 40 años. Mis primeras novelas fueron las policiales protagonizadas por Selb, un ex fiscal nazi devenido detective privado que ya estaba en la segunda mitad de sus 60 (N. de la R.: El engaño de Selb, El fin de Selb). En ese entonces yo andaba por los 40 y me interesaba ponerme en el lugar de alguien que estaba llegando a los 70, jugar este juego entre juventud y vejez. A veces pensaba que escribir sobre un detective privado viejo era una forma de prepararme para mi propia vejez (risas). Ahora ya tengo 72, soy más viejo de lo que era Selb en ese momento y por supuesto que estos temas –mi propia relación con mi infancia y mi juventud, mis percepciones de aquella época– me ocupan una y otra vez. Sigo dando clases y me interesa ver cómo son mis estudiantes, en qué son distintos a mí no sólo ahora, sino a mí en aquel entonces, las distintas generaciones y las percepciones que tienen.
–¿Qué diferencias nota entre su generación, que fue joven en los años 60, y la juventud alemana actual?
–Los jóvenes de ahora son mucho más cool de lo que éramos nosotros. Ya no es tan fácil entusiasmarlos, pero tampoco sacudirlos. También tienen desde mucho más temprano una idea acerca de cómo transcurrirán sus vidas. No quiero decir con esto que los carriles por los que discurren sus vidas hoy en día son más seguros, al contrario. Pero saben mejor cómo enfrentar nuevas situaciones en el trabajo, por ejemplo. Nosotros no éramos tan hábiles. Nos enamorábamos de grandes ideas y proyectos, mientras que la generación actual es mucho más pragmática. También creo que las futuras generaciones estarán menos marcadas por el Holocausto por los cambios que está viviendo la sociedad y la distancia con los acontecimientos. Hay una gran diferencia entre que haya sido tu padre el que estuvo en las SS, o un abuelo al que conociste, que un bisabuelo con el que no tuviste nada que ver. Esto tiene un impacto en la propia identidad: si fue tu propio padre, te preguntás cómo pudo, quién es, quién sos, qué relación tenés con él…cuanto más cercana es la experiencia, más define la identidad. Si se trata de tres, cuatro, pronto cinco generaciones atrás, el peso cede mucho.
–¿Qué proyectos lo enamoraban en ese entonces?
–Todos, incluyendo la revolución mundial. Pero no me refiero sólo a la política, sino también a la ciencia. Cuando yo empecé a estudiar creía que se podría reformar toda la ciencia. El derecho es una ciencia muy antigua y había mucho que cambiar. Estaba seguro de que mi generación y yo lo lograríamos. Pensaba que el derecho podía transcurrir como muchas otras ciencias por otros carriles, con más contrastaciones, una mayor verificación de las teorías, y en lugar de ello es una ciencia mucho más orientada a la práctica.
–Usted era juez. ¿Cuándo dejó esta profesión para escribir?
–Siempre hice las dos cosas. Soy profesor emérito y hay temas relacionados con el derecho y los derechos fundamentales que aún me interesan y sobre los que escribo. Y a la vez escribo literatura.
–Hay temas como el amor, la culpa y el pasado que son recurrentes en su obra. ¿Tiene idea de por qué?
–No lo sé, simplemente son las historias que me interesan. Sí, me interesan las historias de amor pero, con perdón…¿cómo podrían no interesarme? Y que me interesen temas como la culpa o los contratiempos seguro tiene que ver con la historia alemana y con haberme criado en una casa de padres protestantes. Cuando éramos niños, mi madre nos contaba siempre historias con moraleja, que tenían que ver con conflictos morales.
–Usted nació en el 1944, un año antes del fin de la Segunda Guerra Mundial. ¿Qué recuerda de su infancia en esa Alemania de posguerra?
–En 1946 mi padre pudo volver a trabajar como profesor de Teología y nos mudamos a Heidelberg, una ciudad linda para que creciera un niño, porque no había sido destruida por la guerra. Los estadounidenses tenían allí su cuartel central y por eso no la bombardearon. Mis abuelos vivían un poco más al norte, en Darmstadt, y recuerdo muy bien la visitas que les hacíamos y lo completamente destruida que estaba la ciudad. Recuerdo muy bien tomar el tranvía y ver las montañas de escombros a izquierda o derecha. Cada tanto se veía una torre de iglesia, una casa, y después de repente una superficie plana, sin nada. También me acuerdo de los puentes de madera sobre el río Neckar. El Ejército alemán había bombardeado los puentes para evitar el avance de los estadounidenses y por eso había muchos puentes provisorios de madera. Recuerdo a las muchas víctimas de la guerra mutiladas, ciegas… la posguerra tuvo sus colores, sus imágenes, sus propias impresiones. Haberme criado en una ciudad destruida como Darmstadt hubiera sido distinto.
–¿Cree al igual que el protagonista de Mujer bajando una escalera que la historia lo ofrece todo y las novelas no pueden ofrecer nada más?
–No, yo leo novelas (risas). Y lo hago porque creo que también necesitamos de las historias inventadas, de las historias que van más allá de nuestras posibilidades.
–En su literatura hace referencia a varios períodos de la historia alemana, como el Tercer Reich o la época de la Fracción del Ejército Rojo (RAF). ¿Hay otros periodos de la historia alemana que le interesen particularmente?
–El libro en el que estoy trabajando tiene que ver con los últimos años del Imperio alemán (1871-1918). No es sólo sobre ellos, pero es también sobre ellos. Esto pasa mucho con la historia: cuando te ocupás de un período te vas dando cuenta de que también deberías estudiar el período anterior. Ocuparse de la historia te obliga a ir siempre un paso más hacia atrás.
–Usted escribió mucho sobre el peso de la culpa en la identidad alemana. ¿Qué efecto piensa que tendrá el actual flujo migratorio en la identidad alemana?
–El gran tema de los próximos tiempos y las próximas generaciones será cómo procesaremos estas migraciones –parte de las cuales llegan a Alemania–, y los cambios que traen consigo, cómo integramos a los que llegan. No volveremos a ser los mismos después de esto. La sociedad alemana será una sociedad integrada por varias religiones y varias etnias, y la cultura juvenil será otra –y esto ya se nota ahora, incluso cambió el idioma de los más jóvenes–. No hay que olvidar que la actual ola inmigratoria que ya lleva un año forma parte de un movimiento migratorio que estamos viviendo hace 10 ó 20 años. Los problemas de integración, de calificación, de los jóvenes que no están muy cómodos con que sus padres hayan migrado a Alemania: todos esos problemas que se mencionan en relación al actual gran flujo migratorio del último año ya los teníamos en menor medida mucho antes.
–¿Osea que lo que único que distingue al movimiento actual es su dimensión?
–Sí, en realidad ahora se trata del tamaño, de la dimensión del problema al que nos enfrentamos, que no es del todo nuevo. En este momento estoy aquí sentado en mi casa y desde mi ventana veo la plaza Viktoria-Luise Platz, veo a la gente tomando sol y la imagen es completamente distinta que hace 20 años: hay varias mujeres jóvenes con un pañuelo cubriendo su cabeza, por ejemplo. Está claro que nuestras ciudades y nuestra sociedad van a cambiar.
–¿La apertura alemana tuvo que ver con reparar el pasado?
–Creo que en el último año hubo una gran disposición a la bienvenida y que tuvo que ver con la alegría de poder hacer, esta vez, lo realmente correcto, lo que está bien. Pero eso no conforma una política. En todo caso, tiene que ver con una cultura de bienvenida de la sociedad, y ésta también tiene sus límites.
–¿Alemania está a la altura del desafío?
–Espero que sí. Veo mucha buena voluntad en la sociedad. Pero se necesita, a la vez, una administración que funcione bien. En muchos estados federados la hay, aunque no es el caso de Berlín, donde es muy mala. No puedo decir que la cosa vaya a funcionar, pero soy optimista.
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