Viernes, 5 de diciembre de 2008 | Hoy
MUSICA › 65 MIL PERSONAS PUSIERON EL MARCO IDEAL PARA EL IMPACTANTE ESPECTACULO DE MADONNA
El Sticky & Sweet Tour está a la altura de lo que se espera de una figura central de la música contemporánea: en un contexto impresionante, la cantante comanda una parafernalia de canciones, baile, pantallas... y un Rolls Royce blanco.
Por Roque Casciero
Se acabaron las excusas, las especulaciones, las paranoias: Madonna está sobre el impresionante escenario montado en el Monumental (“impresionante” es un término escaso: nunca se vio semejante puesta en escena en la Argentina), con toda la ropa y los equipos que llegaron vía Panamá con un día de retraso, y 65 mil personas se rinden, una vez más, a los pies de la diva del pop. Ya pasó el calenturiento set con el que el DJ Paul Oakenfold enardeció a la multitud, ya pasó el video de “Sweet machine” y ella aparece atrás de una de las impactantes pantallas móviles, sentada en su trono, galera y bastón, mientras suena “Candy shop”, de su último disco Hard candy. Claro que sería lo mismo si a la rubia se le ocurriera comenzar el concierto con un cover de Radiohead o de La Mona Jiménez: acá todo el mundo quiere verla a ella, a la mujer más famosa de la Tierra, y al espectáculo deslumbrante del Sticky & Sweet Tour, a la altura de los antecedentes de la Ciccone. Ella canta y baila, saluda con un “Good night, Buenos Aires” a esos fans argentinos que se desesperaron con la postergación del primer concierto, y para ellos todo parece volver a tener sentido, como si, más que una dama de carne y hueso, Madonna fuera la materialización de los deseos masculinos y las aspiraciones femeninas. Estatura de semidiosa, por más que nunca se haya destacado como cantante o que varios de sus trabajos (incluido el más reciente) sean flojitos. Símbolo erótico incluso a los 50, aunque ahora hable más de la Cábala que de sentirse “como una virgen” al lado de un caballero de grandeza anatómica. Madonna, bah, tan imposible de abarcar en una crónica periodística como los detalles del megaespectáculo que montará durante otras tres noches en el estadio de River.
Cualquiera que no haya pasado los últimos días juntando moho bajo una baldosa sabe que el espectáculo se divide en cuatro partes, separadas entre sí por tres videos. La primera es “Pimp” (cafishio), con una “fusión entre la vida urbana moderna y el déco de los años ’20”; luego viene “Old school” (vieja escuela), en la que repasa sus primeros días en Nueva York y le brinda un homenaje a su amigo, el pintor Keith Haring; “Gypsy” (gitano) mezcla “la cultura nómade gitana y la música folk”; y “Rave” inventa una pista de baile futurista con influencias orientales. Todo muy lindo en los papeles, pero las palabras quedan chicas ante el impacto y la teatralidad del show. Hay un Rolls Royce blanco en la pasarela para que Ma-ddie y sus 18 bailarines jugueteen, mientras en la pantalla aparecen Kanye West y Pharrell Williams (se ve que la diva aprendió de cuando cantó “junto” a Gorillaz). En “Human nature”, la que está atrapada en un ascensor atrapado en la pantalla ¡circular! es la buena de Britney Spears. Pero Reina del Pop hay una sola, y es la que está adelante de todo en el escenario, tocando la guitarra como en un improbable varieté rockero, bailando a la perfección, comandando una parafernalia que deja boquiabierto aun al más curtido en esta clase de puestas. “Vogue”, el primer hitazo de la noche, obra el milagro: la canción no envejeció ni un poco, aunque ahora los fans lean más blogs que revistas de moda. El final del primer acto llega con un video para el remix de “Die another day”, con la cantante convertida en émula de la Tigresa Acuña.
Si de vieja escuela se trata la segunda parte, ¿qué mejor que arrancar con “Into the groove”? No sólo es una de las mejores canciones de Madonna, sino también la que sintetiza ese deseo primigenio (que ahora se esfuerza en revitalizar, con dispares resultados) de poner a todo el mundo a bailar. “Heartbeat” sirve para que los bailarines la manipulen como a un títere mientras canta. Toda una ironía, claro: ¿habrá alguien capaz de “manejar” a semejante estrella? Llega “Borderline”, a pura guitarra rockera, y la diva se ríe de sus raros peinados viejos en “She’s not me”, con cuatro bailarinas caracterizadas como las diferentes Madonnas de todos los tiempos. Fin de sección con “Music”, que es bien “vieja escuela” aunque lo haya grabado hace poco. Para ese momento, las citas permanentes a otras canciones agrandan la sensación de estar ante una especie de repaso de toda la carrera de la antigua Chica Material.
Y sí, en la tercera parte Madonna canta “La isla bonita”, tal vez su peor hit, pero también hay momentos altos como cuando hace “Devil wouldn’t recognize you” arriba de un piano y adentro de una pantalla. Un grupo gitano pone el tono para el momento-Kusturica de la noche, con tema tradicional incluido mientras ella mira desde un costado, pero vuelve al centro para cantar “You must love me” como si fuera la Evita del cine otra vez: la impresión se refuerza con la inclusión –por única vez en la gira– de “No llores por mí Argentina”, con el pantallerío a puro celeste y blanco. “Get stupid” le pone fondo a un video sobre el hambre en el mundo, el calentamiento global y la política. Porque Maddie tiene conciencia, aunque sea un soplo antes de que Justin Timberlake y Timbaland sean los encargados del trío virtual en “4 minutes”. ¿Hace falta algún otro hit? ¿Qué tal “Like a prayer”, mientras en las pantallas aparecen mensajes de la Biblia, la Torah, el Corán y el Talmud? Otra vez se cuelga la guitarra para “Ray of light”, un temazo de hace una década al que todavía no le bajó la adrenalina: después llegará otra sorpresa fuera de programa, una versión de “Like a virgin” a capella y con la gente.
Es el final, suena “Give it 2 me”, y no hay modo en el mundo de que el público pueda estar más rendido ante la más grande diva viviente. Pero habrá más, porque serán cuatro las noches en las que Buenos Aires viva su “viaje dancetástico propulsado por el rock”, según la descripción oficial del Sticky & Sweet Tour. Pero no hay neologismo que le haga justicia a este parque de diversiones elefantiásico, inolvidable, que se instaló en River: la más impactante maquinaria de entretenimiento ambulante de la que se tenga memoria está aquí, ahora mismo. Y la que aprieta los botones para ponerla en funcionamiento no puede ser otra que Madonna.
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