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Martes, 3 de enero de 2006

MUSICA › LA TEMPORADA DE MUSICA CLASICA

Un año caracterizado por la tensión entre extremos

El Colón tuvo su peor momento y, también, uno de los mejores. El caos gremial aportó lo suyo. La ópera privada y el ciclo contemporáneo del San Martín enriquecieron el panorama.

 Por Diego Fischerman

Fue el peor año del Teatro Colón. Y, también, fue el mejor de los últimos años. No al mismo tiempo, claro. Por un lado, la temporada 2005 fue la primera programada en su totalidad por el ex régisseur Tito Capobianco y permitió ver, en toda su magnitud, el daño que puede hacer alguien cuando, además de ser inepto, carece de controles. Por otro lado, su apresurada salida, en el medio del caos sindical –y del favor que éste le hizo al desviar el tema de su meneado sobresueldo– derivó en la mejor decisión imaginable: dejar el provincianismo de lado y, en lugar de apostar a los misteriosos personajes supuestamente exitosos en el exterior, designar como director artístico a alguien con conocimiento no sólo de la materia operística en general sino de las particularidades del Colón. Marcelo Lombardero, cantante y régisseur, en poco tiempo ordenó mucho de lo que parecía totalmente desquiciado, designó como director musical y conductor principal de la Orquesta Estable al notable Stefan Lano, propuso una temporada 2006 que combina racionalidad con imaginación y, encima, se dio el lujo de ser el responsable de dos de los espectáculos operísticos mejores del año: sus puestas de El Rey Kandaules de Zemlinsky, en el Colón, y de Las bodas de Figaro para el ciclo de Buenos Aires Lírica.
Parte de los males del Colón, en 2005, tuvieron que ver con una programación operística pobre, basada casi exclusivamente en el criterio de la exhumación como valor en sí, y la peor temporada sinfónica de los últimos años. Los conciertos de la Filarmónica de Buenos Aires, más allá de la escasez de obras poco frecuentadas y la ausencia de compositores argentinos vivos, careció de criterio. Incluso de criterio conservador. Varios conciertos solistas agrupados de cualquier manera, sinfonías encimadas sin que hubiera ninguna clase de motivo –afinidad o contraste, por ejemplo– para ese maridaje, y figuras de valía sumamente relativa. En ese sentido, tanto en la temporada de la Filarmónica como en la operística, el modelo Capobianco consistió, básicamente, en la contratación de intérpretes de tercera o cuarta línea internacional, en general representados por la misma agencia que lo representa a él, como si la mera pronunciación de un apellido eslavo –o, más frecuentemente, la combinación de nombres anglosajones con apellidos italianos– alcanzara para justificar la diferencia en el cachet con respecto a los artistas argentinos disponibles. No se trata de que siempre deban cantar o tocar argentinos, desde ya. La cuestión es que, cuando se gaste el doble o el triple, la calidad estética lo justifique.
Entre los errores más graves de la programación 2005 estuvo un Don Quijote de Massenet, tan caro como falto de interés. Y entre los aciertos de Capobianco, además de la designación de Salvatore Caputo al frente del Coro Estable, confirmada por la gestión de Lombardero, puede contarse una divertida puesta de El barbero de Sevilla a cargo de Willy Landin y el estreno de El Rey Kandaules, un ejemplo sumamente interesante del Romanticismo tardío de comienzos del siglo XX. Capriccio de Richard Strauss, finalmente con elenco y puesta distintos de los previstos inicialmente, tuvo como mérito el extraordinario monólogo de Virginia Correa Dupuy. El Centro de Experimentación pudo, a pesar de la oposición de la gestión de Capobianco y de las múltiples dificultades técnicas y administrativas que intentaron entorpecer su actividad, desarrollar una actividad sostenida. La Opera de Cámara, el otro organismo que vivió el 2005 en peligro, estrenó finalmente en diciembre un Don Juan de Gazzaniga con un elenco ejemplar. En el plano privado, tanto Juventus Lyrica, que se animó a un Wozzeck en versión orquestal reducida, como Buenos Aires Lírica, que produjo, entre otros espectáculos sumamente cuidados, una versión excelente de Las bodas de Figaro de Mozart, Martha Argerich, que volvió con su festival pero debió deambular por distintas salas debido a los paros cruzados de los dos gremios que representan a los trabajadores del Colón, la fantástica Orquesta Juvenil Simón Bolívar, de Venezuela –que abrió el festival–, Barenboim al frente de la West Divan –otra excelente orquesta juvenil, pero conformada por israelíes y palestinos– y el ciclo de música contemporánea del Complejo Teatral de Buenos Aires –en esta edición con conciertos de calidad notable– completaron un panorama que, seguramente, hubiera disgustado a aquel chino que consideraba una maldición vivir en una época interesante.

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Daniel Barenboim dirigió una gran orquesta juvenil.
 
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