Sábado, 22 de agosto de 2015 | Hoy
MUSICA
Por Diego Fischerman
Hay dos virtudes que no pueden explicarse. Puede, con mucha práctica y estudio, lograrse algo parecido. Pero se las tiene o no. Ambas son infrecuentes por separado y virtualmente imposibles en conjunto. La gracia y la musicalidad son dones. Con esa facilidad para tomar cualquier instrumento y que suene, o para cantar con un fraseo tan natural como expresivo, se nace. Como se nace con ese particular talento para lograr que cualquier chiste sea bueno, apenas con una expresión sugerida, con un encogimiento de hombros, con un tono de duda o incredulidad en la voz o con una ceja levantada.
Daniel Rabinovich era gracioso. Lo era cuando cantaba el famoso bolero, cuando daba clases incomprensibles, cuando se enredaba con palabras, cuando hacía de tonto o de bravucón y cuando se enojaba porque se reían de él. Lo era, en un punto –y porque la historia de Les Luthiers y de cada uno de los chistes de esa historia lo precedía– a pesar suyo. Su aparición en escena, como la de Olmedo en sus mejores épocas, ya era suficiente. Y era musical hasta el extremo de lo posible. Buen guitarrista, buen cantante, extraordinariamente afinado –e intuitivo para entonar a varias voces– era, además, capaz de lograr maravillas con engendros tales como calefones o bidets devenidos “instrumentos informales”.
No es la primera pérdida de Les Luthiers, un grupo que había diseñado su propia eternidad y que parecía inmortal. Gerardo Masana, uno de los fundadores del original I Musicisti, en 1965, y de Les Luthiers dos años después, murió tempranamente, en 1973. Pero entonces la historia recién empezaba. Más de cuarenta años después cada una de las piezas de ese exacto y genial rompecabezas parece imprescindible.
Es cierto que el grupo funciona con dos eficaces reemplazantes. Pero para cualquiera que haya escuchado a Rabinovich gritando “achicoria”, en su increíble lectura cuando ocupaba el lugar del presentador o en su diálogo con Marcos Mundstock acerca de las musas y Esther Píscore, no será nunca lo mismo. Y es que si hay una música y una poesía y una gastronomía folklórica también hay un humor, una clase de sobreentendidos, un estilo de juegos con las palabras que en algún momento se hacen anónimos. Se pasan de padres a hijos. Pasan a formar parte de una tradición. En el colectivo, en el tren, en las oficinas, personas de veinte o de cuarenta o de quince años, bromean con quien tienen al lado e imitan, tal vez sin saberlo, a Rabinovich. Hacen sus gestos, sus inflexiones. Una buena manera, al fin y al cabo, de no morirse nunca.
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