Miércoles, 23 de diciembre de 2015 | Hoy
MUSICA › DAVID BOWIE, LA PUESTA TEATRAL LAZARUS Y LA INMINENTE SALIDA DE UN NUEVO DISCO
El próximo 8 de enero, día de su cumpleaños número 69, el artista inglés lanzará Blackstar, disco que no se parece a nada que haya hecho antes. Mientras tanto, el musical Lazarus retoma de modo oblicuo al personaje de El hombre que cayó a la Tierra.
Por Andy Gill *
David Bowie no es como otros hombres. Para empezar, están esos ojos, tan parecidos a los de un alienígena, que lo convirtieron en una opción obvia para interpretar el papel principal en El hombre que cayó a la Tierra, desde el mismo momento en que transfiguró al director Nicolas Roeg con esa mirada asimétrica. De manera quizá menos shockeante, está el modo en que utilizó la música pop como una plataforma para encarnar diversos personajes, tanto en lo musical como en lo dramático. Tradicionalmente, las estrellas pop individualizan la fuente de su encanto bien en el comienzo, y se aferran rígidamente a ella. Sólo cuando unos escasos personajes especialmente talentosos desafían esta presunción del show business la noción de progreso, o de desarrollo de carrera, se aleja de lo puramente comercial hacia algo artísticamente mucho más intrigante.
Y nadie ha sido más intrigante que Bowie, la primera estrella en asumir la androginia con tal y tan desvergonzada provocación sexual que no sólo terminó creando un nuevo género, sino que además ayudó a cambiar generaciones de actitudes antediluvianas. Entonces cambió el rumbo hacia tangentes artísticas y teatrales completamente diferentes a un velocidad de vértigo, de un modo que desafió a su base de fans a seguir su ritmo a medida que desarrollaba y descartaba la serie de personas/personajes a través de las cuales canalizó su creatividad. Que Bowie se las arreglara para mantenerse fue un testimonio del bautismo de fuego afrontado por los primeros adherentes al glam rock, un ejercicio que inspiró una devoción duradera y plantó las semillas del descubrimiento autodidacta. Para cientos de miles de hasta entonces pibes ordinarios, sin mayor futuro, el arte, la literatura y la música fueron de pronto iluminados como maneras de ver y de ser, como mundos infinitos de posibilidades personales, de una manera que la escuela rara vez había conseguido revelar.
Esos fans se convirtieron en los primeros punks, inspirados por Bowie para darle la vuelta a toda una hegemonía musical, realizar una revolución cultural de la cual él, entre todas las estrellas establecidas, podía ser el único en salir con la reputación intacta. Con lo que resulta en vano esperar que David Bowie haga las cosas de un modo corriente, como por ejemplo hacer sonar las trompetas sobre su regreso desde lo alto de una montaña, a través de una serie cuidadosamente organizada de entrevistas de alto perfil y apariciones en los medios. Cuando a comienzos de 2013 el single “Where are we now?” apareció de pronto a la venta sin previo aviso, rompiendo un silencio autoimpuesto de una década, la ola mundial de sorpresa generó una curiosidad que hizo que el álbum al que pertenecía la canción, The Next Day, se convirtiera en su disco mejor ubicado en los rankings en los últimos veinte años. Siguiendo su ejemplo, la estrategia de no-promoción se convirtió rápidamente en un lugar común de la industria, aunque su eficacia está inevitablemente ligada a la estatura previa del artista.
Del mismo modo, no hay que esperar una cajita musical-Bowie que siga la fórmula usual, en la cual los más grandes éxitos de un artista son metidos con calzador en una torpe narrativa que retrata, con fortuna, un relato biográfico de su lucha por el éxito o, sin ella, una fantasía berreta. Cuando se supo que Bowie estaba trabajando con el guionista Enda Walsh y el director Ivo van Hove en una obra musical que iba a extender el concepto del alienígena perdido de The man who fell to Earth, las primeras cosas que resonaron felizmente en la cabeza de la gente fueron “Starman” y “Space Oddity”. Con lo que, por supuesto, ninguna de esas canciones aparece en la puesta teatral de Lazarus estrenada en Londres. Y aunque es seguramente una fantasía, difícilmente pueda ser descripta como “berreta”; de hecho, varias de las reseñas luchan para comprender exactamente qué es lo que sucede en el escenario, en una producción detallada con palabras como “alucinatoria”, “embotadora de mentes”, “una cámara de estimulación de los sentidos” y, de un modo quizá menos atractivo, como “un trabajo de abrasador nihilismo”.
Protagonizada por Michael C. Hall (el mismo de la serie televisiva Dexter) como el deprimido y alcohólico alienígena Thomas Jerome Newton, la puesta presenta sus interacciones con una serie de personajes, algunos de los cuales son meros productos de su imaginación, y al menos uno de los cuales está muerto. En varios pasajes, un personaje u otro se lanzan a cantar una canción, acompañados por una banda confinada detrás de un panel de vidrio. De todos modos, las canciones –cinco de las cuales son nuevas, incluyendo “Lazarus”, que está en el próximo disco de Bowie, Blackstar– aparentemente tienen una muy tenue conexión, si es que la hay, con la acción en el escenario, que suena como una colorida revuelta de performances artísticas coreografiadas, proyecciones de video, surrealismo, rareza general y filosofía especulativa. En otras palabras: exactamente lo que espera el aficionado a la obra de Bowie.
Es también una rareza que Bowie se haya involucrado de lleno en Lazarus, en lo que es la primera vez en su carrera que vuelve sobre un territorio explorado antes. Mientras otros artistas hacen performances de sus discos recordados con más cariño para fanáticos llenos de nostalgia. Bowie ha rechazado de plano esta noción, retirándose de hecho de toda performance pública. De allí, quizás, el título de la obra, reflejando a una persona que vuelve de entre los muertos. O, de hecho, a la propia carrera de Bowie, restaurada en plena potencia tras años de inactividad comatosa. No es difícil imaginar al cantante, recluido en su base de Nueva York, observando al mundo con una mezcla de estoicismo, fascinación artística y melancólico nihilismo. Pero eso, por supuesto, puede estar impuesto por la clase de paralelismos biográficos que en la misma puesta se evitan enérgicamente.
Es innegable, de todos modos, que Bowie está actualmente en el medio de un resurgir creativo, cuya próxima expresión llegará en su cumpleaños número 69, el próximo 8 de enero. Blackstar no se parece a ningún otro álbum que haya editado, en varios sentidos. Por primera vez él no está representado visualmente en el arte gráfico, que muestra una estrella y la palabra “bowie” creada con fragmentos de esa misma forma de estrella, dándole cierto aspecto de escritura cuneiforme. Si la imagen de tapa de The Next Day presentaba a un Bowie que oscurecía su pasado (interviniendo la legendaria tapa de Heroes), aquí lo borra por completo.
Y esa es ciertamente la impresión que deja también la música; si The Next Day se apoyaba de manera confortable en un rango de sonidos y estilos familiares de sus discos anteriores, Blackstar es un trabajo de extremismo sónico con solo una relación marginal con su pasado. En lugar de composiciones finamente terminadas, sus siete y largas piezas se apoyan en su mayor parte en ritmos abiertos y repetitivos, habitados de manera predominante por improvisaciones abstractas de saxo y un furioso estilo de batería jungle a cargo del grupo de jazz de Donny McCaslin, encargado de acompañar a Bowie en esta aventura. Apenas si aparece la guitarra, presente solo en la introducción de una canción y con una única aparición como instrumento líder sobre el final del último track. Bowie canta en modo crooner alienado, y así el turbulento, pesado, por momentos estridente poder de la música recuerda a la naturaleza descomprometida de los discos más recientes de Scott Walker o la obra maestra de Tim Buckley, Starsailor. Es muy probable que la obra divida a los fans de manera similar.
En cuanto a las letras, el disco no es mucho más claro, más allá de las obvias referencias al extraterrestre caído Newton en “Lazarus”. La canción de diez minutos encuentra a Bowie preguntándose “¿Cuántas veces puede caer un ángel?”, y dando pistas de una supuesta ejecución; lo cual, sumado a la vaga atmósfera del Medio Oriente y la repetida frase “Soy una estrella negra”, ha llevado a sugerencias de que podría referirse al ascenso de Isis. Sugerencias que, claro, fueron descartadas de plano desde el campamento Bowie. Largamente conocido por su interés en letras entrecortadas, Bowie se sumerge en algunas estrategias líricas alternativas en “Girl loves me”, un balbuceo lunático y políglota: como en algunos poemas de Eliot, quizá debería venir con notas al pie. La única línea confiable es la repetida interrogación “¿Dónde carajo fue a parar el lunes?”, que se agrega a la sensación general de confusión que reina en Blackstar.
Por momentos, Bowie suena aquí como un hombre voluntariamente perdido en un mundo que no puede controlar ni comprender, un corcho flotando en un mar tormentoso, buscando hacer pie en una tierra nueva en algún lugar. El precedente más cercano en los estadios más tempranos de su carrera es probablemente Station to station, que lo encontró entrampado en algún lugar entre Norteamérica y Europa, en ruta del soul al kraut rock, buscando un nuevo mundo que llegaría finalmente con el disco Low. Algo similar parece estar sucediendo aquí, y con una energía similarmente impactante, a medida que Bowie le dice adiós a su pasado y se lanza con coraje a buscar un nuevo futuro para su año número 70, una edad en la que la mayoría empieza a bajar el ritmo. Pero, otra vez, David Bowie no es como otros hombres.
* De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12.
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