Martes, 26 de julio de 2016 | Hoy
MUSICA › EL DEBUT DE LA ORQUESTA WEST EASTERN DIVAN, EL DOMINGO EN EL TEATRO COLóN
Jalonado por las ruidosas ovaciones del comienzo y el final, el primer concierto del “festival Barenboim” puso en escena las sinfonías 29, 40 y 41 de Wolfgang. Pero, más allá del enorme disfrute de las decisiones del director, también se perdió algo de ambigüedad y gracia.
Por Diego Fischerman
Dirección: Daniel Barenboim
Sinfonías 39, 40 y 41 de Wolfgang Mozart
Teatro Colón, Domingo 24
Toda obra de arte es la que fue en el momento de ser creada. Y, también, la que fijan sus lecturas a través del tiempo. Nada muy distinto que aquello que Borges aseguraba acerca de los precursores de Kafka en el sentido de que era él el que creaba a sus antecedentes y no a la inversa. Mal podía saber Wolfgang Mozart que luego vendrían Beethoven, Wagner y Schönberg y, mucho menos, que una cierta idea de trascendencia cristalizada en el mundo germánico a partir del siglo XIX encontraría en él a uno de sus padres fundadores. Pero, al mismo tiempo, cualquier mirada actual sobre sus composiciones –y cualquier escucha informada– estará atravesada, inevitablemente, por más de dos siglos de interpretaciones y, obviamente, de pensamiento y teorías a su alrededor.
Daniel Barenboim es contrario a los especialistas. Los define como personas que saben mucho acerca de muy poco y nada podría estar más alejado de su espíritu omnívoro. A él le interesa saber acerca de todo lo posible, desde las tensiones ondulantes en las sinfonías de Anton Bruckner hasta la política internacional y desde la incertidumbre armónica en Wagner hasta el inasible swing de la variación de piano en “A fuego lento”, de Horacio Salgán. Y, en alguna medida, su secreto es moverse con una vara similar en todos los casos. Podría pensarse que Barenboim es de una estirpe anterior al relativismo. Es la mirada de la civilización, entendida desde el canon alemán de mediados del siglo XX, la que fija los parámetros. Y desde allí se lee tanto al romanticismo decimonónico como a Bach, Mozart o el tango. Esa mirada es siempre interesante, en tanto proviene de una mente y un talento privilegiados. Pero, como siempre que se gana algo, también hay algo que se pierde.
Barenboim volvió a Buenos Aires. Fue ovacionado al entrar al escenario del Colón con una intensidad sólo superada por la que tuvo la ovación de la despedida. En el concierto inaugural de su festival en el Colón eligió las tres últimas sinfonías de Mozart. Su lectura fue la del lector de Wagner; la de quien descubre en esas obras primigenias el germen de la modernidad y lo pone en escena. Y, sobre todo, la de quien, fiel a una idea de fines del siglo XIX amplía hasta sus últimas consecuencias el esquema formal que consolidan Franz–Joseph Haydn y Mozart. Si en el concepto de obra de mediados del siglo XVIII las tensiones que se establecen entre los temas de un movimiento se reproducen entre movimiento y movimiento, la estética posterior empezará ver esas mismas relaciones entre unas composiciones y otras. Ya no se hablará de una sonata para piano de Beethoven sino de las 32 que compuso para ese instrumento, entendiendo que los sentidos individuales son, finalmente, piezas de un cosmos que los contienen. El arco tendido por Barenboim, desde la introducción lenta de la Sinfonía 39, tomada con excepcional lentitud y con excepcional sentido de lo introductorio, hasta el formidable contrapunto del movimiento final de la 41, expuesto con notable claridad y no menos notable impulso expresivo, podría entenderse como un proyecto de híper sinfonía donde cada una de las interpretadas en la noche sería, a la vez, una especie de gran movimiento de ese acromegálico plan.
Hay algo, sin embargo, que esta concepción deja en el camino. No hay error. Se trata, obviamente, de una decisión. Pero es una decisión que deja de lado uno de los aspectos más interesantes –y seductores– de la música de Mozart: su ambigüedad. El no declama su trascendencia; la hace jugar a las escondidas con la idea del divertimento. Parte de su gracia tiene que ver con la coexistencia de la liviandad extrema y el dramatismo intenso. Cualquier lectura que mire excesivamente en un sentido o en el otro acabará escamoteando, finalmente, una parte sensible del discurso: la tensión entre sus extremos. Barenboim optó por una orquesta grande, con bastantes más cuerdas que las que han acostumbrado las últimas tendencias interpretativas en su búsqueda por recuperar lo posible de las primeras, es decir de las que estaban en boga antes de la aparición –y la fijación en el gusto– de la grabación fonográfica. La disposición de los violines en extremos opuestos del escenario, con las cuerdas más graves en el centro, contribuyó a la claridad de planos. Pero aún así los vientos tuvieron un papel algo desdibujado. La Orquesta del Divan Oriental y Occidental (un nombre que proviene de una colección de poemas de Goethe inspirados en textos persas) muestra un recambio generacional con respecto a su visita anterior pero sigue teniendo una impactante calidad en todas sus filas, más allá de algún pifie menor y de algún pequeño desajuste rítmico. Hubo momentos de una belleza sobrecogedora. Hubo una sensación algo bruckneriana de gran relato. Y faltó la gracia. Fue un Mozart discutible. Fue un Mozart interpretado, en el sentido más cabal del término, por alguien que cree, con convicción, en el peso de la historia.
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