Sábado, 20 de agosto de 2016 | Hoy
MUSICA
En 1978, los gritos del torturado se escuchaban en el escenario del Teatro Colón. Se representaba Tosca, de Giacomo Puccini, una ópera que se había presentado en esa sala por primera vez en 1900, apenas cinco meses después de su estreno en Roma. La sincronía entre lo que sucedía en escena y la violencia de la dictadura que detentaba el poder en la Argentina, pasaba sin embargo, desapercibida. No sólo, como tantas otras veces, el Colón no registraba la vida del mundo, allí afuera, sino que tampoco parecía ser capaz de incidir en él. Para quienes habían llegado a censurar la teoría matemática de los conjuntos o películas como La naranja mecánica, de Stanley Kubrick, la ópera era un terreno tan inofensivo que ni siquiera debían preocuparse por la presencia de un torturador en escena. Y es curioso, porque en muy pocas óperas se cumple, como en Tosca, el mayor anhelo del género: hacer que la música, lejos de fragmentar la acción o interrumpirla, la haga más fluida y que, en lugar de aportar sinsentido, sea capaz de agregar aún más poder de comunicación a las palabras. El musicólogo Simon Frith afirma que el significado último de las canciones descansa en la música y no en su letra. La aseveración encuentra su demostración cabal en el mundo de la ópera. Pero en las obras de Giacomo Puccini, y en particular en Tosca, se consigue aquello a lo que la ópera siempre aspira y casi nunca arriba: una trama infalible y una música maravillosa que, sin embargo, se necesiten mutuamente. Esta es la ópera más cinematográfica del repertorio. La música cuenta lo que el texto calla y hasta se da el lujo, como en el acorde final del primer acto, de anunciar, al mejor estilo de Hitchock, la tragedia por venir. Es, además, como la mayoría de la obra de Giacomo Puccini, una composición pragmática. Las disonancias, las modernidades, las truculencias, todo vale si sirve para lograr un mayor efecto teatral. Y, en ese sentido, esta historia en la que el amor de una pareja se desarrolla en tensión con una persecución política es de una contundencia dramática impecable. Con la presencia, en el papel del perseguido pintor, del tenor argentino Marcelo Alvarez, esta ópera volverá al escenario del Teatro Colón hoy a las 20, en la puesta de Roberto Oswald que se había estrenado en 2003 y que a manera de homenaje es repuesta por sus colaboradores más cercanos: Aníbal Lápiz en la direccion de escena y el vestuario, y Christian Prego como escenógrafo asociado. Con direccion musical de Carlos Vieu, y nuevas funciones el martes 23, viernes 26, domingo 28, martes 30 y miércoles 31 de agosto, incluye en su reparto a Eva María Westbroek y Carlos Alvarez. Las funciones del 26 y el 30 contarán con un segundo elenco encabezado por Eiko Senda, Enrique Folger y Fabián Veloz.
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