Sábado, 18 de agosto de 2007 | Hoy
MUSICA › NOTABLE PUESTA DE “TURANDOT”, EN EL DF DE MEXICO
Los mexicanos ovacionaron la versión de la ópera de Puccini. García Márquez y Angeles Mastretta, entre los invitados.
Por Diego Fischerman
desde Mexico DF
La ópera Turandot comienza y termina con el pueblo. En el principio, se festeja una nueva ejecución. En el final, después de que la cruel princesa ha pronunciado por primera vez la palabra “amor”, se cantan loas a un nuevo emperador pero, también, a un nuevo tiempo. La obra cuenta, en un sentido, la improbable redención de la protagonista; en otro, el camino hacia un destino mejor de ese pueblo que, para salvarse, fue capaz de pedir la tortura y la confesión de la esclava Liù. Turandot es una obra política y la puesta del monumental espectáculo que con ella produjo el Teatro Colón en una ciudad como México DF, donde la política y el arte se cruzan por las calles, se llena de significados. Una ciudad donde un grupo de pintores encabezado por uno de los mejores de ellos, David Alfaro Siqueiros, entró a balazos en una pequeña casa a orillas de un río para asesinar a León Trotsky. Una ciudad en donde el bellísimo Palacio de Bellas Artes, donde habitualmente se representan las óperas, muestra en una de sus paredes internas un mural, precisamente, de Siqueiros.
La idea de pueblo, o, por lo menos, de destino colectivo, no es ajena, en todo caso, a esta producción que implicó que un teatro musical completo, con su coro, su orquesta y sus equipos escenotécnicos viajara para mostrar un espectáculo pensado, con exactitud, para ser representado en espacios gigantescos y sin las posibilidades de cambios escénicos de los espacios convencionales. La versión de Roberto Oswald, repuesta por Marga Niec, se basa en un escenario único, custodiado en sus lados por unos guerreros de terracota arrodillados, de seis metros de alto, con un círculo central, enmarcado por dos dragones, que a lo largo de la acción se convertirá en luna, en un fatídico espejo que proyecta la imagen de la princesa asesina, en gong y en puerta de entrada para Turandot. El poderoso efecto descansa en varias cuestiones: la interpretación, desde ya; la iluminación, que en este caso es aún más importante que lo habitual, y la amplificación del sonido. Una sala como el Luna Park, donde esta Turandot fue estrenada, o el magnífico Auditorio Nacional de México, en el bosque de Chapultepec, que esta vez se habilitó para seis mil espectadores, no permiten otra cosa que un sonido amplificado. Los solistas más toda una orquesta sinfónica y todo un coro con micrófonos inalámbricos conectados a dos consolas de 52 canales cada una implican una apuesta de delicada precisión, sobre todo si se espera que los solos de clarinete, los pasajes con un pequeño grupo de cuerdas en la escena de los enigmas, los momentos en que las cuerdas graves cantan con la voz, las entradas del xilofón o del arpa y los distintos planos del coro y la orquesta se perciban, tal como sucedió, con absoluta precisión y sin perder su intimidad y su color originales. En ese sentido, el trabajo de Arturo Anecchina resultó ejemplar. La formidable dirección musical de Stefan Lano no hubiera sonado igual sin su complicidad.
En la entrada del auditorio se vendían vasos de tequila y remeras con la leyenda “Turandot”. Adentro, Gabriel García Márquez, acompañado por Angeles Mastretta, era uno de los que ovacionaban al Colón, convertido en gigantesca factoría de espectáculos de exportación. Pocos teatros del mundo –el Kirov, la Scala– son capaces de montar fuera de sus fronteras una ópera completa, desde la escenografía hasta cada uno de los pares de zapatos de los cantantes y figurantes. El notable desempeño del coro, preparado por Salvatore Caputo, y de la orquesta, impecable como cuerpo y en los pasajes solistas, más allá de los trajes, de la deslumbrante capa de la protagonista y de detalles como la perfección de las rótulas de los gigantes de terracota, demostraron que el Colón es uno de ellos. Y la impactante ovación que recibió en su noche de estreno mexicano lo puso en evidencia. El tenor local José Luis Duval cumplió una excelente labor, sólido y seguro en general y con muy buenos momentos expresivos en la famosa “Nessun dorma”. Ariel Cazes fue un Timur extraordinario, conmovedor en su manejo escénico y preciso en lo vocal, y Omar Carrión, Gabriel Centeno y Carlos Ullan, como los tres ministros, sumaron a su sólido desempeño musical una justa cuota de histrionismo y plasticidad corporal. Cynthia Makris fue una protagonista ejemplar, con una notable presencia escénica y un dominio preciso de la expresividad que tuvo su coronación en la escena final. Y Paula Almerares, que compuso una Liù difícil de superar, fue quien rompió el hielo inicial provocando la primera explosión de aplausos de las más de 5000 personas presentes con su aria del primer acto y en la escena de su muerte, cantada con una calidad de fraseo y una belleza de timbre asombrosas, logró que a la multitud, suspendida en un silencio casi corpóreo, se le hiciera un nudo en la garganta.
Los veintitantos miles de espectadores que están viendo esta Turandot en México DF, a lo largo de sus cuatro representaciones, disfrutan de algo excepcional: la presencia de un teatro de una ciudad austral y hasta ahora lejana, por supuesto, pero, sobre todo, uno de esos escasos milagros en que, más allá del libreto de una ópera y sus frecuentes debilidades, la música (en este caso, la escritura de Puccini y la interpretación de cantantes y orquesta) produce sentido teatral.
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