Martes, 9 de diciembre de 2008 | Hoy
LITERATURA › JUAN JOSé MANAUTA, EL ARTE DE ESCRIBIR Y SUS CONVICCIONES
“No sé si he dado por terminada mi profesión de escritor, pero no estoy escribiendo ahora”, admite el autor de Las tierras blancas y Los degolladores, que revisa el modo en que el contexto de su infancia terminó influyendo en su escritura.
Por Silvina Friera
El hombre que se asoma por el living de su casa en mangas de camisa es tan alto y fornido que, cuando invita a pasar a su escritorio, da la impresión de que su cabeza golpeará contra el marco de la puerta. Aunque es mediodía y todavía no almorzó, sobre el escritorio hay una copa de vino blanco por la mitad. ¿Será el alcohol la fórmula secreta que lo mantiene tan aceitado física y mentalmente? “Menos mal que usted fuma”, dice Juan José Manauta con ese gesto cómplice de quien no está dispuesto a aceptar una entrevista en su casa sin poder cumplir con el ritual de encender de tanto en tanto un cigarrillo. Mientras se acomoda en su silla, el sol ilumina la frente dilatada del escritor y en el fondo de sus ojos brilla el niño que fue, ese gigante travieso que en Gualeguay, donde nació en 1919, jugaba al fútbol con “los descalzos” de los rancheríos. De pronto el atado desaparece entre sus manos anchas, y no es un truco de prestidigitador. Todo lo que toca este gran narrador invisibilizado por el mercado se desvanece ante la desmesura de sus dedos. Excepto las teclas de la vieja máquina de escribir, su compañera Remington –aunque suene muy peronista– con la que escribió Las tierras blancas, novela publicada en 1956 que acaba de reeditarse en la colección Los Recobrados, que dirige Abelardo Castillo. “No sé si he dado por terminada mi profesión de escritor, pero no estoy escribiendo ahora. Me rondan por la cabeza muchos asuntos que todavía no he trasladado al papel, pero no está excluido que vuelva a escribir”, señala el escritor de voz cavernosa a Página/12.
Entre cigarrillos y lo que le queda del vino blanco, Manauta transitará el camino previo y posterior a la escritura de Las tierras blancas, considerada su obra capital, en la que refleja el drama del éxodo de los campesinos entrerrianos y cómo padecen el desarraigo de sus tierras, corridos por el latifundio y la miseria. Estructurada a partir del contrapunto entre Odiseo, el hijo, y su madre, durante un domingo de elecciones en esas tierras blancas, la novela es una “radiografía” del hambre que padecen esos seres desamparados que a veces sólo toman mate. “Y yo, que miraba a Odiseo, dejé de mirarlo –dice la madre–, porque el hambre que sentía me obligaba, me ha obligado siempre que la padezco, a mirar hacia donde se habla de comer.” Una frase de esta novela, filmada por Hugo del Carril en 1959, se ha transformado en cita obligada de la novelística argentina: “...Y otra vez el hambre. Otra vez el hambre, y es como decir: otra vez mañana, el atardecer, el mediodía”.
En 1952 el escritor publicó Los aventados, novela que mereció una crítica “severísima” de Bernardo Verbitsky en Noticias Gráficas. “Me encontré con don Bernardo y le dije: ‘Vea usted, me dio con un caño, pero me parece que es justo, que usted tiene razón’”, cuenta Manauta. “El me criticaba el esquematismo, el no haber cuidado el lenguaje, el hecho de haberme dejado llevar por la anécdota, que era tremenda, los campesinos desalojados de su tierra que arribaban a la ciudad y se encontraban con los problemas de la década del 50, dos familias en una misma pieza. Yo no atendí mucho al estilo, al cuidado del lenguaje. Esa crítica, aunque me dolió, me sirvió mucho para escribir Las tierras blancas, que está mucho mejor escrita, cuidada en su lenguaje y con una anécdota no menos dramática o relevante. Cada vez que apretaba una tecla, me acordaba de Verbitsky. Me llevó escribirla sus buenos dos años. Y salió lo que salió.”
–¿Cómo le fue dando forma a ese contrapunto entre Odiseo y la madre?
–Es una reminiscencia de John Dos Passos, en sus novelas hay esos contrapuntos. Yo había leído la trilogía de Dos Passos El gran dinero, 1919 y Paralelo 42, y traté de adoptar esa forma en mi novela. Por otro lado, siempre he tratado de exigirme la unidad de tiempo y de lugar, aunque no soy autor teatral. Pero prefiero que la cosa se desarrolle en un día, en un lugar, y que el asunto tenga coherencia. Tenía que seguir el itinerario del chico, Odiseo, desde la mañana hasta la noche, cuando llega a la casa muerto. Ese día está engarzado con los recuerdos de su madre del pasado, el entorno, el marido. Ellos llegaron a ese lugar un domingo en que había elecciones y la novela de Odiseo y la madre también se desarrolla en un domingo electoral.
–¿Los personajes están inspirados en personas que usted conoció?
–Sí, sobre todo los chicos. Nací en una escuela; mi madre era directora de una escuela “infantil suburbana”, así se llamaba, en Entre Ríos. Eran escuelas de alfabetización. Todos los días tenía en mi casa treinta o cuarenta chicos a la mañana y otro tanto a la tarde con los cuales convivía. Eran chicos de las tierras blancas, del suburbio, a los que había que darles de comer. Esto no es de ahora, viene de lejos, había que darles de comer, guardapolvos y zapatillas, porque si no no iban a la escuela. En Entre Ríos se cumplía con rigidez la obligatoriedad de la enseñanza primaria, laica, gratuita y obligatoria. Mi madre, que era directora de esa escuela, tenía una jurisdicción. Antes de que comenzara el año lectivo, se hacía un censo con los chicos en edad escolar. Desde que aprendí a caminar la acompañaba a mamá con una o dos maestras de la escuela para hacer el censo. Se censaba a los chicos del lugar y esos chicos tenían que ir sí o sí a la escuela. Era obligatorio, y mi mamá era muy enérgica con eso.
–¿Por qué cree que cuesta tanto abordar literariamente la pobreza?
–Gorki escribió sobre la pobreza y fue un gran maestro para mí. Un tío mío que era anarquista pronunció el nombre de Máximo Gorki y a mí me gustó la musicalidad, me pareció un verso latino. Fui a la biblioteca de Gualeguay y pregunté si había algún libro de Gorki. Y me trajeron La madre, que fue el primer libro que leí en serio. Tendría tal vez quince años. Cuando terminé de leer la novela dije: “Yo quiero escribir como este tipo”. Fue por Gorki que le perdí el miedo a la pobreza. Además yo vivía entre pobres. Los chicos que venían a la escuela eran todos pobres, algunos indigentes. A lo mejor si hubiera vivido en otro barrio, si hubiera tenido otra condición social, le hubiera temido a la pobreza. Los chicos que vivíamos en el pueblo íbamos a jugar al fútbol con los chicos que vivían en ese rancherío de las tierras blancas. Ellos jugaban descalzos; nosotros teníamos zapatos de fútbol, medias, equipos. Muchas veces nos ganaban jugando descalzos. Recuerdo a uno de ellos, en algún cuento lo nombro, que era tan pobre que no tenía ni nombre. Se llamaba “el hijo de Juana”, ¡yo nunca supe cómo se llamaba! De modo que he convivido con la pobreza, he estado metido en la pobreza, aunque mi familia no era pobre.
–¿Fue deliberado que la prosa de su novela fuera tan poética?
–Sí, la prosa, a mi entender, tiene que ser obligatoriamente poética. No puede ser una prosa chata, sin relieve, aunque tampoco hay que pasarse de rosca (risas).
–¿Cómo fue que un peronista como Hugo del Carril filmó la novela de un escritor comunista?
–Hugo del Carril era un peronista de izquierda, un hombre muy cercano al marxismo. El era del mejor peronismo, del peronismo proletario, de la clase baja. No nos llevábamos mal, no nos peleábamos. Era un hombre muy lúcido... y era peronista hasta por ahí nomás (sacude sus manazas), porque el peronismo no lo trató muy bien, incluso hasta estuvo preso.
–¿Le gustó cómo quedó la película?
–No, no me gustó. La adaptación la hizo Eduardo Borrás, el libretista de Hugo. Yo hice algunas objeciones porque la relación de la madre con el hijo estaba desvirtuada, no está reflejada en la película. El personaje de la madre en la película es casi inexistente, y en cambio tiene relevancia el personaje del padre, que en la novela no aparece. Hugo tomó la parte social, el problema político y social, pero no el psicológico.
–A 52 años de la publicación de la novela, ¿qué lugar ocupa dentro de su obra?
–Soy mejor cuentista que novelista. Después de Las tierras blancas publiqué cinco libros de cuentos y ninguna novela más como la gente. Otras, como Papá José, no me gustan, en fin... Mayo del ’69 es una novela urbana, todavía la respaldo y está por reeditarse por una modesta editorial, La Grieta, de La Plata. Aunque no es una crónica sobre el Cordobazo, se inserta una crónica del Cordobazo dentro de la historia novelesca, o la historia novelesca se inserta en el momento del Cordobazo. Pero después me incliné hacia el cuento.
–¿Por qué se siente más cuentista? ¿Qué encuentra en el género?
–Porque se termina más rápido (risas). En el cuento todo tiene que girar alrededor de un punto. El cuento es como una piedra que se cae en un estanque y hace círculos concéntricos; todo lo que se desarrolla está referido al impacto. Y eso me atrajo más.
Aunque su voz suene ronca, producto de la mixtura del cigarrillo y el alcohol, nunca tose. Pero a veces carraspea, como si intentara sacarse algún recuerdo que le quedó atravesado en la garganta. Después de recibirse de maestro normal en la Escuela Normal de Gualeguay, en 1938 Manauta llegó a La Plata para estudiar la carrera de Letras. “Juan L. intervino a favor mío y le dijo a mi padre: ‘Déjelo ir que es la mejor facultad del mundo’. Mi viejo y mi vieja no querían, ‘¿cómo se va a ganar la vida este chico?’, decían. A Juan L. debo agradecerle su influencia para que mis padres me permitieran ir a La Plata a estudiar humanidades.”
–¿Qué otras anécdotas recuerda con Juan L.?
–Juan L. se pagó sus primeras ediciones. Con una bicicleta vendía los libros para poder financiarlos porque no había editorial que se los publicara. En el almacén de mi viejo siempre había un montoncito de libros de Juan L. La gente iba a comprar yerba, azúcar, harina, y mi padre les ofrecía los libros de “un gran poeta”. “¿Quién? ¿El loco ese que anda en la bicicleta?”, le preguntaban a mi padre. Sí, ése (risas). Juan L. juntaba gatitos abandonados en los zanjones y buscaba quién los adoptara. Y de paso vendía sus libros.
–¿En la universidad se hizo marxista?
–No, me hice marxista después de leer La madre, antes de afiliarme al partido y de militar. Yo era un marxista ingenuo porque había aprendido el marxismo no leyendo El capital sino la novela de Gorki. En La Plata me afilié a la Federación Juvenil Comunista, y de adulto al partido. En La Plata me vinculé con los muchachos comunistas de la Fede y comencé a militar en unas instituciones que se llamaban “transformadas”.
–¿Por qué se alejó del PC?
–Como muchos otros, me fui alejando del PC en los ’60. El partido se había convertido en una federación de tontos, de sectarios que adherían incondicionalmente a la Unión Soviética, que fue una falsificación, una negación del marxismo. El partido se había transformado en una especie de secta, de mafia. Muchos de nosotros no podíamos romper con el marxismo porque éramos marxistas por convicción. Pero nos dimos cuenta de que el Partido Comunista no era marxista, era una falsificación del marxismo. Nos sentimos mal, muy mal, nos quedamos sin partido, aunque el partido existía y tenía su local. Nos quedamos en el aire. Fue una experiencia fea que nunca me animé a encarar literariamente porque convertirme en un apóstata no me atraía... Además uno escribe mejor con el recuerdo que con la confrontación inmediata de las cosas. Yo creo que el recuerdo mejora las cosas.
–¿Cómo vivió el peronismo del ’46 al ’55?
–Pude convivir con el peronismo tranquilamente. Sabía entenderme con ellos. El fenómeno peronista era un fenómeno popular, populista. También la revolución rusa tuvo sus populistas; había un movimiento populista que no era específicamente el comunista. He vivido en armonía con los amigos peronistas.
Se queda unos segundos callado, se lleva la mano izquierda a la frente, se la golpea tres veces, molesto por olvidarse los nombres de los “amigos peronistas” con los que vivió en armonía. “La memoria me juega una mala pasada ahora”, se disculpa el escritor, que trabajó en una imprenta, en un aserradero, fue corrector de pruebas y periodista en el diario La hora, del PC. “Siempre escribí en los días de descanso, los sábados y domingos, o en las vacaciones, porque en la semana tenía que trabajar. Yo fui escritor de sábado y domingo obligatoriamente, no había otra posibilidad. Nunca gané nada con la literatura, ni siquiera con la película; recibí algunos mangos por los derechos, pero por derechos de autor, miserias. Nadie vive de los derechos de autor, salvo los best seller como Paulo Coelho”, subraya Manauta. Tiene un libro de poemas inédito, Entre dos ríos, una descripción poética de la provincia, que publicará cuando alguien quiera o cuando pueda pagarse la edición. “Una edición de poesía pagaría, pero por cuentos y novelas no”, aclara el escritor, que el próximo domingo cumplirá 89 años. “Voy a hacer un gran baile y la voy a invitar”, promete Manauta.
–¿Cuál es el secreto para estar tan bien?
–Fumar un atado y medio de cigarrillos por día, tomar dos botellas de vino, una al mediodía, otra durante la cena, y trasnochar. Nunca me acuesto antes de las 3 de la mañana. Llevo una vida muy sana (risas). Los mendocinos me deberían dar un subsidio (más risas). No me avergüenza beber, pero no soy un borracho. Soy de esos tipos que cuando se enferman, se mueren. Así que espero no enfermarme pronto, aunque haber vivido 88 años es un abuso de vida.
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