LITERATURA › DANIEL GUEBEL Y LOS CUENTOS DE LOS PADRES DE SHEREZADE
El escritor propone cinco impactantes relatos, ambientados a fines del siglo XIX y principios del XX. Lenin, Stendhal y los jesuitas, entre otros, atraviesan este libro que admite vínculos con otros géneros. “La literatura abre el infinito señalándolo con el dedo”, dice.
› Por Silvina Friera
Quizá sea cierto que la paternidad vuelve serios y responsables a los hombres, como dice el narrador del cuento homónimo Los padres de Sherezade (Eterna Cadencia). Pero Daniel Guebel, padre de muchos hijos literarios, embarazado por el anhelo constante de escribir desde mediados de los años ’80, no se deja ganar por la solemnidad. Si el humor y la ironía empiezan “en casa”, el escritor es el primero en burlarse del mito que está construyendo desde que viene anunciado, en cuanta entrevista le hacen, que hace más de seis años viene trabajando con una zona de experimentación, una novela llamada El absoluto, cuyo título impresiona tanto que “sólo queda retroceder”, de la que se desprenden muchos de los últimos libros que ha publicado. En la terraza de la librería-editorial donde acaba de publicar su flamante libro de cuentos, Guebel representa la escena del autor que celebra sus obsesiones estampadas en cinco impactantes relatos, ambientados a fines del siglo XIX y principios del XX, con el mismo entusiasmo del neófito que empieza a transitar por una zona azarosa, tan incierta como inquietante. Esa especie de inconsciencia iniciática, de ir tanteando y dejarse llevar por “el resplandor de lo nuevo”, se percibe en los diálogos de “La fórmula de los jesuitas”, donde el Lenin pre Revolución Rusa se interna en un monasterio jesuita de Lovaina para tomar un “curso acelerado” de cómo ser un revolucionario profesional. El aprendizaje no será fácil. Una duda-pregunta final del autor de ¿Qué hacer? desencadenará una de esas frases que suelen lanzar los personajes guebelianos: “Los jesuitas consideramos que la propiedad es un robo”.
Guebel cuenta a Página/12 que los dos libros de relatos que escribió los hizo ignorando que estaba escribiendo cuentos. “Cuando surgió El ser querido, estaba escribiendo pequeñas novelas, y de golpe me di cuenta de que había una zona autónoma que se iba construyendo a sí misma, en el costado de la novela, y que tenía un libro de cuentos que ofrecía cierta ilusión de unidad. Y con Los padres de Sherezade me pasó exactamente lo mismo. Hace años que estoy escribiendo una novela de cierta extensión, que se llama El absoluto, y dentro de esa novela voy escribiendo relatos que tienen una relación especular con la narración principal, pero que funcionan de una manera autónoma –explica el escritor–. Me di cuenta de que esos pequeños relatos probablemente entorpecían la novela, y además tenían rasgos lo suficientemente autónomos para ser extraídos del cuerpo principal. Por supuesto, puede leerse eventualmente, en un sistema posterior, en relación con ese libro que aún no publiqué y que de hecho no terminé. Cada uno de esos cuentos, siendo de universos disímiles, tiene preocupaciones de asuntos completamente solidarios.”
–¿Por qué en una primera instancia los relatos de Los padres de Sherezade comparten una zona que podría definirse como “europea”?
–La novela de la que se desprendieron estos cuentos empieza a mediados del siglo XVIII en Europa y termina a mediados del XX en la Argentina, buena parte de esos dos siglos y medios transcurren en Europa, y eso me permitió recorrer una zona de manera programática. El primer título de este libro iba a ser Lecciones de Literatura Europea, que es como un chiste al título de Nabokov. El título completo debería haber sido Lecciones de Literatura Europea impartidas por un argentino ignorante (risas).
–En Un sueño de amor, el narrador advierte que Natasha había aprendido a tomar los hechos de la vida como una representación. Otros relatos, ya sea por los diálogos, o por las escenas, también presentan hasta cierto punto una “atmósfera teatral”. ¿A qué se debe esta recurrencia?
–El primero de los cuentos tiene una materia teatral pero en el fondo no es más que un diálogo, una pequeña escena. Esto no lo califica ni descalifica. Textos que son tomados como ejemplos de cuentos, como Los asesinos de Hemingway, me parecen un fragmento de guión cinematográfico; el cuento Esa mujer, de Rodolfo Walsh, es un fragmento de pieza teatral. La pureza de los géneros es una preocupación para veterinarios y nazis, que son lo mismo. En relación con la presencia de lo teatral aparece la cuestión de “contar una escena”. El que monta una escena lo hace para otra persona, que se incorpora o no a la acción. Uno puede pensar en el modo en que Hamlet monta la escena de representación para producir un impacto que le permita descubrir la verdad en los ojos del tío. Pero también se puede pensar en Sherezade representando ante Shahryar un cuento para simular la verdadera escena que está construyendo, que es el hijo que está gestando de Shahryar.
–Es curioso que los desprendimientos de El absoluto los pueda terminar y publicar aunque aún no haya terminado esa novela tan anunciada.
–Como es un libro interminable, no está mal que un escritor genere su propio mito, pero me temo que lo voy a terminar. Siempre es más grande la expectativa que la realización. El que es un maestro en la promesa de terminar es Piglia. Tengo competidores insuperables (risas).
–Usted también escribe teatro. ¿Por qué para muchos escritores la dramaturgia no es un género literario?
–Supongo que no se le perdona la pérdida del narrador, que queda como atrofiado en la didascalia, en la mera referencia escénica. El último libro de Puig, Cae la noche tropical, es una larga escena teatral. Es una conversación de dos mujeres que respeta todos los principios aristotélicos y que infelizmente carece de un final sangriento. La verdad es que la abolición del narrador, las figuras de los actuantes o los dialogantes solos, permite una velocidad y dicha en la escritura que es completamente envidiable. En ese sentido, escribir una novela, y sobre todo una novela larga, es como levantar un dinosaurio del barro. Hay momentos de dicha elevada en la escritura de una novela, sobre todo cuando se descubren de pronto sistemas de relaciones, pero el proceso de la escritura misma es obviamente lento. Y a veces hay que arrastrar el libro sobre las espaldas. En cambio, en la escritura teatral todo es veloz y feliz, aunque el objeto teatral sea desdichado. Las obras de teatro que he escrito son lo más pesimista, desesperanzado y apocalíptico de mi pequeña obra.
–¿Más que su narrativa?
–Sí, mucho más. Mis obras de teatro son literatura cruel, sanguinaria y caníbal. Será que guardo para el teatro el lugar de la desesperanza, sin ser en la narrativa particularmente optimista.
–Como cuentista no aparece de un modo explícito y evidente esa desesperanza, ¿no?
–Si algo diferencia a Los padres de Sherezade de El ser querido es que en mi primer libro de cuentos todavía era un autor joven y creía que la importancia del texto podía verse legitimada por la dramática del asunto. En Los padres de Sherezade avanzo hacia una zona temática que tiene que ver con la ilusión de la transformación de los personajes. Querer ser otros y cambiar el mundo son las dos constantes obsesionales. Lenin quiere cambiar el mundo y se instruye con los jesuitas; el alquimista homosexual pretende que su amiga consiga un hombre y apela a sus poderes. En La nariz de Stendhal, Stendhal quiere cambiar su apariencia física, y en Los padres de Sherezade es la propia literatura la que trata de mutar constantemente. Y junto con eso, está el humus, la zona que comparten, la ilusión de que en la escritura más que en la vida se pueden propiciar infinidad de combinaciones. Todos los textos apuntan a la necesidad de transformación. No necesariamente esa transformación se consuma. Pero por el hecho mismo de ponerla en funcionamiento y sugerirla, alcanza. La literatura abre el infinito señalándolo con el dedo.
–Es lo que hace con el cuento “La fórmula de los jesuitas”, donde usted señala con el dedo lo que sería el “embrión” de Lenin.
–Es el momento de un Lenin paradójico y aventurero; es el Lenin en el instante en que se pregunta la pregunta del millón: ¿cómo hace para convertirse en un revolucionario profesional? Cómo salir del espacio de la aventura, cómo construir un partido revolucionario profesional, con qué modelos. La pregunta ¿qué hacer? en el fondo siempre es ¿cómo hacer? La pregunta para Lenin es cómo dejo de ser lo que era y me convierto en otra cosa. Por lo tanto, va al partido mejor organizado de la historia de la humanidad, los jesuitas.
–¿Recuerda cuál fue el origen de ese cuento?
–Sí, tiene que ver con una nota al pie de un texto que yo estaba editando, donde decía que Lenin había ido a Lovaina. Me pregunté a qué habría ido a Lovaina, si por lo único que se caracterizaba esa ciudad es porque tenía la universidad jesuítica más importante de Europa, era el centro intelectual más poderoso de los jesuitas. Lenin se convierte en una especie de nuevo avatar de Cristo, que tiene un período enigmático en el que no se sabe si estuvo con los esenios o si fue a curtir con el diablo al desierto...
–¿Usted produce escritura también a partir de su trabajo como editor de libros de investigación periodística?
–Sí, no hay duda de que no hubiera podido escribir una novela como La vida por Perón si no hubiera estado trabajando con textos sobre los años ‘70, pero también pienso en el azar como una máquina para disparar sentidos cuando la escritura está puesta en movimiento.
–¿Su escritura se alimenta y potencia con el azar?
–Sí, completamente. Mi segunda novela, La perla del emperador, nace de un relato que abandoné en la página 150. Encontré una voz y seguí ese nuevo libro y dejé el anterior.
–¿Qué pasa con esas 150 páginas que quedaron en el camino?
–El absoluto sigue, pero otros intentos de libros han sido abandonados. Siempre me voy con la nueva novia, lamentándome melancólicamente por lo que he perdido (risas).
–¿Hay algo de cierto en ese sentimiento de que acaso lo perdido podría haber sido una obra “maestra”?
–En una de mis novelas favoritas, La boca del caballo (de Cary Joyce), el personaje es un pintor, que se llama Gulley Jimson, un viejo pintor vanguardista, fracasado, pícaro, delirante, muy simpático, que dice: “Ah, el trazo inicial es mi movimiento favorito, derecha e izquierda, el resto es un engorro”. Cuando estaba escribiendo la novela que abandoné por La perla del emperador, esa novela me parecía preciosa, genial, aunque excedía mis posibilidades del momento, pero sobre todo me fascinó la voz nueva que descubrí. Y aunque voy hacia el resplandor de lo nuevo, no quiere decir que no pueda terminar nada. Es evidente que sí. Doy por hecho que cuando voy a lo nuevo puedo volver. Y ese desvío en el fondo tiene su sistema. Escribí cuatro novelas breves que se desprenden de El absoluto, libro que a la vez está compuesto por cinco novelas breves, cinco biografías familiares que pondrían tener lectura autónoma. Cada vez que terminaba una biografía, escribía una novela aparte, como esos gemelos que no nacen y quedan de golpe alojados en el cuerpo del hermano. Tal vez estoy publicando estos libros para generar ese mito que me permita publicar una novela un poco anómala como El absoluto. Igual creo que como operador estratégico y maquiavélico de mi propia carrera soy un desastre (risas).
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