Miércoles, 14 de enero de 2009 | Hoy
LITERATURA › MONICA SIFRIM Y LOS POEMAS DE EL MAL MENOR
El poemario surgió luego de que la autora contemplara una representación de la Pasión de Cristo durante la Semana Santa y le permitió poner en palabras la experiencia. “No me atrevería a afirmar si lo que pasó fue verdadero o no”, explica.
Por Silvina Friera
El germen de un poema puede persistir durante años en su cabeza. La poeta confía en el genio del oído y en ese laboratorio oscuro de la mente donde se procesan los paisajes, las experiencias, los pliegues más recónditos del sentimiento, las voces ajenas, las lecturas. De pronto el defecto se vuelve una virtud y ya no se impone la escritura permanente. ¿Por qué no respetarse un poco a sí misma y evitar esas inmersiones introspectivas, no siempre recomendables ni tolerables? Quizá la revelación se presentó intempestivamente, sin que ella la buscara, en 1997, cuando Mónica Sifrim pasó la Semana Santa en Tafí del Valle (Tucumán), contemplando, alelada, la representación de la Pasión de Cristo. “También los sueños dejan cicatrices”, responde una voz en uno de los versos de El mal menor (Bajo la luna), su último poemario. En el curso siempre azaroso de la escritura, más de diez años después de ese viaje, irrumpieron unos poemas secundarios que fueron desplazando al tronco narrativo de la Semana Santa. “Me gustaron más los vástagos que el original”, dice Sifrim, mientras sus ojos, pestañeando luz al por mayor, irradian rayos ultracelestes.
–¿La mística es un componente presente en su poesía o sólo se explicita en este libro?
–Está bastante presente en mi poesía, pero en este libro más, probablemente porque hubo un contacto interno muy paródico con los relatos de todas las religiones. Mi formación infantil judaica tiene el relato muy afectivizado, entonces me cuesta darme cuenta hasta qué punto es una narración que responde a intereses de castas sacerdotales, igual que todos los relatos sagrados. Poder ver eso y homologarlo con todos los relatos para mí fue un shock; verlo de un modo más distante, menos afectivo, menos infantil. Para un poeta es muy perturbador el hecho de que Dios –hablo de Dios como hablaría Borges, me encantan las construcciones y las mitologías de las religiones– se te aparezca en el monte Sinaí, te elija para algo y te entregue un mensaje que sea una escritura.
–Hacia el final de El mal menor hay unos versos que parecen responder a sus preocupaciones como poeta: “Ser leal a un/ Hilo de Palabra/ Frágiles (...) Ser leal al genio/ Del oído”.
–Joseph Brodsky decía que el poeta elige una palabra con el intelecto del oído, que el oído tiene un intelecto. Creo que El mal menor va avanzando hacia esa sensación de que la única fidelidad posible es la fidelidad artística. Dos ejes recorren el libro: uno es el de los lugares y su relación con los eventos, la posibilidad de que existan escenarios naturales o no, la sensación de que los centros geográficos son los que fundamentan la trayectoria del héroe. Y por otro lado, los relatos; la idea de que todo lo que sucede se traslada a un relato que luego se vuelve relato sagrado.
–¿Cómo explica que sean poemas tan sonoros?
–Me gusta mucho escuchar música antes de escribir, me conecta con fibras sensibles que solamente con la música puedo alcanzar. Si me preguntaras qué me gustaría ser si no fuera poeta, te diría que compositora. Ni siquiera intérprete. No pasa por el canto ni por ejecutar un instrumento sino por la idea de componer música, que me parece maravillosa. En estos poemas fui muy libre al hecho de obedecer al genio del oído.
Los imponentes ojos de Sifrim hacen una pausa, como si necesitaran descansar unos segundos. Egresada de la carrera de letras de la UBA, la poeta cuenta que con “la audacia y soberbia propia de los adolescentes”, a los 19 años publicó su primer libro, Con menos inocencia (1978). Después siguió Novela familiar (1990), fragmentos de prosa poética, organizados en capítulos, con una trama de novela y mucho humor. “Ahora pienso que era muy virtuoso para mis treinta y pico, pero emocionalmente era un libro muy adolescente”, confiesa. La laguna (1999), según su autora, es “muy negro, muy duro, casi insoportable”. Los ojos vuelven al ruedo anticipando, en un pestañeo volátil, lo que la poeta dirá. “El mal menor es mi primer libro maduro. Recién maduré a los 50”, bromea Sifrim.
“Sé que es un libro lleno de referencias carnavalizadas que han perdido toda jerarquía y pertenencia –explica la poeta–. Cuando hablo de ‘vacas ajenas’, tengo claro que estoy aludiendo a ‘las penas son de nosotros, las vaquitas son ajenas’, de Atahualpa, pero en un contexto bíblico, porque es la visión de las vacas gordas y las vacas flacas que se tiene en Egipto. Y si digo ‘penas sin importancia’, es el título de una obra de Griselda Gambaro que me encanta. Y si hablo de ‘la mañana de rosados dedos’, por supuesto que me estoy refiriendo a Homero. Señalé sólo algunas citas con las cursivas, como en el caso de ‘a más sensualidad, menos tragedia’, que es de Nietzsche. Las ideas son de todos, no tienen propiedad intelectual; las palabras creo que tampoco, así que no soy muy amiga de poner citas al pie de un poema.”
–¿Qué es lo no traducible de la experiencia poética?
–No solamente la poesía, la vida también tiene aspectos intraducibles. En este libro hay algo que no termino de decir, que nunca voy a poder escribir, que es haber vivido una situación confusa en la que no me atrevería a afirmar si lo que pasó en parte de ese viaje fue verdadero o no. Es un núcleo duro que se me niega y cuya materia no hay cómo asirla. Son agujeros negros que la poesía merodea, acecha, pero se le resisten.
–¿Por qué la poesía merodea por esos agujeros negros mejor que la narrativa?
–Gran parte de la poesía se siente libre de la referencialidad, puede dejarse llevar a la deriva y flotar en torno de esos agujeros negros. La narrativa está más atada a la referencialidad y a la necesidad del relato. La poesía tiene más libertad para las obsesiones del poeta.
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