LITERATURA › PAOLA KAUFMANN, GANADORA DEL PREMIO PLANETA 2005
El oscuro nombre de la Bestia
La escritora y científica explica el sentido de El lago, una novela que transcurre en la Patagonia y explora las variadas formas en que puede manifestarse lo monstruoso.
Por Angel Berlanga
Oscura, densa. Así es la novela con la que Paola Kaufmann ganó el último premio Planeta local. El lago es una historia que transcurre a lo largo de nueve meses, desde la Navidad de 1975 hasta septiembre del año siguiente, y acaso no haga falta anotar –de hecho, la autora no lo hace– qué nació oficialmente por entonces, qué monstruo asoló por estas tierras. Es una historia que, también podría decirse, enlaza hacia el pasado a ese monstruo con otros, con los del nazismo y la Segunda Guerra, de los que escaparon Ilse y Lanz, dos viejos húngaros que viven junto al brazo de un lago patagónico en el que, se cree, habita desde el comienzo de los tiempos una criatura misteriosa, huidiza, algo tal vez emparentado con el mítico bicho del Ness, algo que es la búsqueda obsesiva de una naturalista, Ana, heredera de la intriga de su padre, Víktor, que ya en 1922 había participado de la expedición científica que trató de identificar, definir qué, cómo, era esa bestia. El día de reyes de 1976, Lanz –que sufre el síndrome de Korsakov– y Ana ven cómo desde un Farlaine unos tipos tiran por una ladera a un joven destrozado a golpes, al que ella salvará de la muerte pero no de que quede detenido en su umbral, en coma, y luego lo pondrá a su cuidado, en su cabaña, frente al lago, para que no se muera, para saber quién es, de dónde viene, por qué fue torturado.
Oscura, densa como aquellos días, pero qué más. Compleja, profunda. De víctimas y sobrevivientes del horror, de los horrores que se encadenan. De retrato, de creación de atmósferas, de los efectos de las monstruosidades en el cuerpo, en la cabeza de las personas, de estos personajes. Poco comercial, se sospecha. “Me enganché mucho con las novelas góticas, y además me gusta el terror como género, tanto en cine como en literatura”, dice Kaufmann en un departamento de la calle Honduras. Una gran biblioteca, un cuero de vaca desparramado en el piso, una copia de La guerra de los mundos, un violín viejo al lado de una mujer no muy machacada de Picasso: eso hay aquí. Kaufmann tiene una reacción alérgica derivada, al parecer, del estrés pospremio: “¡Necesitaría irme al carajo quince días!”, dice, se ríe esta científica graduada en neurociencias, investigadora del Conicet y la Universidad de Quilmes, y sigue: “Mi infancia transcurrió en la Patagonia, en los ’70, cuando acá pasaron cosas de las que no puedo hablar directamente. Se trata de una suma de intenciones que se fueron juntando; cuando era chica me gustaba un librito que tenía en la tapa al monstruo del lago Ness, y de ahí pasé al que dicen que aparecía en el Nahuel Huapi, al Nahuelito. Me fui hasta allá, investigué el tema de la expedición de 1922, con la que empiezo. Y además me interesó hablar de la extranjeridad en la Patagonia, la cantidad de gente que parece venir de otra parte todo el tiempo; a partir de eso viene el tema de los húngaros, del particularmente salvaje holocausto húngaro de la Segunda Guerra como episodio, a partir del cual podía hablar de los ’70. El libro tiene un poco de eso y también una buena parte de algo que me interesa particularmente: el tema de la identidad, de la necesidad de identificar las cosas, de darles un sentido en un sistema determinado. La novela está atravesada por esa búsqueda de nombrar al monstruo, signifique lo que signifique: una criatura física en el lago que nadie sabe qué es, lo innombrable para el tipo que se escapa del holocausto, la guerra, la soledad, el abandono, la historia que no puede contar el personaje que está en coma”.
–¿Y para usted qué es lo monstruoso?
–Lo que no se puede definir. Por eso creo que hablar de lo monstruoso está ligado a una intención más pequeña, que es la que creo que construyó la novela, en el fondo: identificar las cosas para sacarles esa cualidad de monstruoso. Un monstruo es una gran suma de cosas que no significan nada en lo global: son quimeras, bichos descomunales a los que no se puede encuadrar en nada. Cuando uno consigue eso, pierde esa condición: si al bicho uno le pone un nombre equis, plesiosaurio, por ejemplo, ya no se trata de un monstruo, sino de un animal que vivió hace tantos años y se extinguió, tiene un esqueleto... O sea que tiene una forma. Ese planteo de clasificación, con esa y otras cosas de lo monstruoso, atraviesa la novela.
–Esa necesidad de clasificar tiene que ver con su otro oficio, el de científica.
–Sí, al menos en cuanto a la taxonomía de lo monstruoso. Creo que la necesidad del científico de clasificar tuvo que ver inicialmente con eso. Es un atributo bastante atávico en el hombre eso de organizar el caos y darle un nombre, identificar las cosas para ordenar un mundo que debe haber sido monstruoso para los primeros habitantes. Es una iniciativa del hombre, o un instinto, casi.
–Es curioso, porque si la ciencia busca definir, poner un nombre, la literatura aquí procura dibujar un contorno.
–Dibujar un contorno significa definir, en algún sentido, también.
–Sí, pero los caminos parecen opuestos: como si la ciencia fuera directo al centro y la literatura tratara de contornear.
–La ventaja enorme de la literatura es que uno puede hablar de un montón de cosas sin nombrarlas, dejarlas como un hueco. En esta novela hay mucho puesto así, intencionalmente. Las historias que no se pueden contar son las más importantes. En realidad, todos los personajes tienen huecos y cada lector pondrá ahí lo que quiera. En ese sentido el funcionamiento sería casi el negativo de la ciencia. Fue útil el personaje de Ana, esa especie de naturalista, que puede dar rienda suelta a una visión como científica del mundo, en quien la intención de definir, aunque no defina nada, está siempre presente.
–¿Qué recuerda de los comienzos de la dictadura?
–Era muy chiquita y estaba viviendo en General Roca. Me acuerdo vagamente del mundial, que se transmitían los partidos en una especie de pantalla gigante. Mi mamá murió en el ’74 y me fui a vivir con mis tíos, que me criaron desde que tenía cinco años. Y supongo que eso debe haber producido una especie de trauma, porque no tengo muchos recuerdos de toda mi infancia, en general. Tengo presente la inminencia de la guerra con Chile –que en Roca y Neuquén se vivió de una manera nerviosa, crispada– y de la angustia que me provocaban los ejercicios de oscurecimiento. Por momentos todos teníamos que apagar las luces y circulaban mitos, que los aviones volaban para chequear si había alguna encendida. Pero bueno, a lo mejor son recuerdos que uno construye después. Uno también puede escribir de cosas de las que no se acuerda.