Lunes, 30 de marzo de 2009 | Hoy
LITERATURA › ENTREVISTA AL ESCRITOR FORMOSEñO ORLANDO VAN BREDAM
Acaba de publicar las novelas La música en que flotamos y Rincón bomba. Esta última da cuenta de una de las represiones más sangrientas de la historia argentina, la de los indios pilagás, silenciada durante años. “Hoy también vivimos asediados por el olvido”, señala.
Por Silvina Friera
A Orlando Van Bredam le gusta que le digan en broma que es un poeta entrerriano y un narrador formoseño. Más allá de las definiciones que limitan una obra a la arbitrariedad del lugar donde se nace o se vive, lo que importa es la manera de plantarse ante el mundo. Como narrador, hurga en el pasado y en el presente como quien juega con un palito en una herida, observa la realidad, se apropia de gestos, roba escenas, abre la oreja a las frases e historias que lo rodean y anota detalles que la vida cotidiana le entrega en bandeja. Pero también se nutre de los desechos del inconsciente, de esos materiales que “la mirada de pulpo de la memoria”, como decía Enrique Molina, recoge azarosamente.
Lector insomne y docente apasionado, hace del buen humor una escuela. Tiene dos nuevas novelas bajo el brazo: La música en que flotamos (Cuna editorial) y Rincón bomba (Librería De la Paz), ambas publicadas por editoriales chaqueñas. En la primera, un profesor de literatura jubilado, decide volver a su provincia natal para recuperar el primer amor de su adolescencia, una prima de la que no se pudo olvidar. Recluido en la habitación de un hospedaje de Villa Elisa (Entre Ríos), muy enfermo y debilitado por los síntomas que deterioran su salud, recuerda los poemas de Juan L. Ortiz, su encuentro con el mítico poeta, y los primeros deslumbramientos literarios; sueña con su padre, dueño de una carnicería con el que tuvo una tensa y conflictiva relación; evoca a su madre, propensa a pasarle el parte de difuntos del pueblo, a un amigo desaparecido durante la dictadura, a su prima y el encanto de los encuentros clandestinos; relee a Patricia Highsmith, subraya fragmentos del Libro del desasosiego, de Pessoa; revisa las anotaciones para su frustrada novela, Fragmentos del derrumbe, y repasa sus años como docente en Formosa.
Van Bredam explora lo que provoca el desgaste de los años y reflexiona sobre la vocación literaria en esta extraordinaria novela, finalista del Premio Clarín 2007. “Juan L. Ortiz o simplemente Juanele, como decimos familiarmente, es siempre un tema de conversación cuando se habla de poesía, tal vez hoy más que en los años setenta. Se habla menos de su poesía que de su leyenda. Siempre seduce a quien escribe la idea de vivir poéticamente, de comprometer no sólo la palabra sino también el cuerpo en esa actitud. Debo admitir que mi primer amor fue la poesía y que el influjo de Juanele y también de otros poetas entrerrianos como Carlos Mastronardi y Luis Alberto Ruiz aparecen en mis primeros versos”, cuenta el escritor en la entrevista con Página/12. “Nadie ha definido mejor la poesía que Juanele: ‘Sólo quiero decir/ la misteriosa música en que flotamos’. Le quité lo de ‘misteriosa’ para evitar que mi novela sea leída desde ese lugar y no desde la nostalgia, como finalmente fue la intención”, señala el escritor entrerriano de nacimiento, formoseño por adopción, que reside en El Colorado.
–El personaje de Juanele dice en uno de los capítulos de la novela: “Hay que dejar que la poesía se mueva en una intemperie sin fin, distraerse largamente del mundo, de las cotidianidades del mundo, para que ella le toque con su encantamiento”. ¿Se podría aplicar esta definición a la narrativa?
–Le hago decir a Juan L. frases que no dijo nunca pero que, según algunas entrevistas que he leído, hubiera podido decir. Licencias que me permito desde la ficción que no está obligada, como sabemos, a decir la verdad. En cuanto a si es posible aplicar este concepto a la narrativa, diría que en mi caso no. Aunque reconozco que hay narrativas que aspiran a ese estado de gracia, a ese encantamiento del que habla Ortiz. En la literatura no se puede generalizar, vivimos en un estado de hibridación genérica constante. Los géneros se auxilian unos a otros y se imbrican permanentemente en el discurso. No podría hablar de una narrativa pura, sino contaminada de innumerables formatos, que necesito y uso. En La música en que flotamos y en Rincón Bomba no dudé en incluir versos, prosas poéticas mías o ajenas, crónicas. Lo que cambia es la manera de plantarme ante el mundo. Mi poesía es hija del ensimismamiento, del pasado, de la nostalgia, y aspira a la síntesis, a contener en pocos versos todas las experiencias posibles. En cambio, mi narrativa es el resultado de la observación de la realidad, de poner oído a las historias que circulan a mi alrededor, de anotar detalles que la vida cotidiana me entrega. No puedo por este motivo distraerme del mundo como pedía Juanele.
–De la evocación del profesor, resulta muy interesante que recuerde que la más memorable de sus borracheras fue en abril de 1976, un mes después del golpe. Aunque el motivo fue por una mujer, ¿qué reflexión le merece este dolor íntimo y el dolor público del terror y las desapariciones?
–Suelo decir que escribí La música en que flotamos para no ir al psicoanalista (risas). Esa borrachera por una mujer es una experiencia personal que atribuyo después al protagonista de la novela como una manera de verme vivir en el otro y cerrar una herida. Confío muchísimo en el carácter terapéutico de la escritura. Es desde hace un tiempo, un método, no demasiado consciente, de hacer literatura con mis propios restos. Una forma de darle dirección y sentido a la memoria. ¿Para qué inventar? Con cincuenta y seis años se sabe bastante de la vida como para volver sobre ella y reescribirla. Obviamente, como sucede con los viejos, uno puede corregir esa memoria hasta volverla irreconocible. El golpe de 1976, que se llevó a varios amigos míos, era un tema inevitable, una herida generacional que había tratado tímidamente en dos o tres cuentos. Un desgarramiento de esa naturaleza apareció sin esfuerzo cuando evoqué a los hermanos de la pizzería, a través del olor de la pizza, proustianamente, olor que me acercó al dueño de la pizzería y éste a su hijo desaparecido. De una manera un tanto elíptica pero gráfica describí ese mundo espantoso y angustiante de la espera. Todo dolor, íntimo o público, es humano, lo sufre un sujeto o muchos sujetos y la literatura tiene que hacerse cargo de ellos. Solemos decir que la felicidad no tiene escritores, que a los poemas y a los relatos los pare la desdicha o el desengaño. Creo que escribir es un acto inconsciente de completar, arreglar o curar la realidad.
–En la novela aparece la tensión por el origen del protagonista que ha migrado de clase social y siente una especie de “vergüenza estética” por trabajar en la carnicería del padre. ¿Le pasó algo similar?
–Me hago cargo de todo o casi todo lo que le sucede al protagonista innominado de mi novela porque a mí me sucedió. Es una autobiografía encubierta, salvo el final y algunas obsesiones que no tuve ni tengo. Pero es verdad que me avergonzaba trabajar en la carnicería de mi padre, aunque me gustaba cobrar unos buenos pesos el fin de semana (risas). Como todo adolescente, había construido una imagen de mí que volvía irreconciliable un mundo, el del profesorado, con el otro, la carnicería. Hoy no lo percibo así; entre las cosas buenas que nos trajo la democracia figura la caída de muchos prejuicios, la lenta abolición de la hipocresía, tan común en aquellos años, y la desvalorización del trabajo intelectual que hace que un carnicero tenga más prestigio social en una comunidad pequeña como en la que vivo que un docente.
–A la par que el protagonista quiere encontrarse con su prima, también necesita recuperar la poesía de Neruda, Cuba, las manifestaciones en las calles, cierta esperanza que se respiraba en los años ’70. ¿Estaba en la intención inicial de la novela enlazar el plano amoroso y el político?
–Al comenzar a escribir la novela sólo tenía una frase: “La muerte es la mayor de todas las emociones, por eso se la reserva para el final”. No sabía qué seguía después. Si una novela policial o una historia de amor. Obviamente, el tono reflexivo y nostálgico fue imponiendo un tipo de trama determinada. Sobre la marcha, decidí enfatizar ciertas cuestiones personales pendientes: un amor inconcluso, una militancia, una vocación literaria, una relación difícil con mis padres, la docencia. Es decir, aquello que no dejaba de estar presente todos los días en el pensamiento y que debía ser clausurado. Cambié la escritura por el diván (risas).
–El profesor “detestaba el efectismo a que eran propensas las nuevas generaciones”. ¿Qué piensa Van Bredam sobre esta frase?
–En realidad, el protagonista innominado me hace una crítica a mí como autor de poesías, al desvelo con que trabajaba las palabras en mis primeros versos en busca de un efecto estético que impresionara al lector, aunque el contenido no revelara nada trascendente. En la juventud, uno se enamora de las palabras, prioriza el significante por encima del significado. Uno tiene un mar de palabras y un charquito de ideas. Con los años, me doy cuenta de que busco cada vez más tener un mar de ideas con un charquito de palabras. No sé si lo logro pero trabajo en esa dirección.
–Al profesor jubilado le gusta leer, enseñar y escribir, pero en esta tríada el problema parece ser la escritura. ¿Postergó la escritura por esas otras pasiones asociadas, leer y enseñar, que al mismo tiempo que son fundamentales en la formación de un escritor, muchas veces le restan tiempo?
–Siempre digo que leo por placer y escribo por necesidad. Una necesidad casi fisiológica. Enseñar es mi modo de no aislarme del mundo, de conectarme con la gente y también, muchas veces, de reflexionar en voz alta sobre los interrogantes del escritor, aunque la palabra escritor en mi caso la suelo usar muy poco. ¿Por qué? Bueno, porque mi escritura no tiene la frecuencia que supone debería tener quien así se presenta ante los otros. En Buenos Aires se puede ser escritor y en algunos casos vivir muy bien de esta actividad, pero en el interior tenemos que trabajar de lo más cercano a la escritura: la docencia. Disfruto cuando estoy en clase, cuando descubro un tímido interés en los ojos de mis alumnos. No busco que sean escritores, quiero que sean lectores. El mundo está lleno de hermosos libros que todavía no hemos leído. Me alegra descubrir lectores, mucho más que escritores. Quien lee se acerca al pensamiento de muchos, quien escribe, como en mi caso, sólo se escucha a sí mismo. No creo que la docencia o la lectura hayan postergado algún escrito mío que valiera la pena. Si algo de lo que escribo vale la pena es porque he sido un lector insomne y un docente apasionado.
El origen de su interés por Rincón Bomba (paraje cercano a la localidad de Las Lomitas donde tuvo lugar una de las represiones más sangrientas de nuestra historia, el asesinato de quinientos aborígenes, mayoritariamente pilagás, por reclamar comida y alimentos) está vinculado a la lectura de una ponencia sobre la matanza, escrita por las profesoras Marta Kaplán y Delia Riobóo. Van Bredam recuerda que eran unas pocas páginas en las que se relataba los sucesos de 1947. La matanza fue silenciada durante casi 60 años hasta que en 2005 la Fundación Pilagá hizo la denuncia ante el Juzgado Federal de Formosa. De la lectura de los expedientes y de otros aportes bibliográficos surgió la idea de escribir la novela. A los ochenta años, un suboficial retirado de gendarmería, arrepentido por las atrocidades que ha visto, decide hablar. “Uno se olvida de lo que hizo hace cinco minutos, pero el archivo de todo el pasado encima no se olvida jamás”, le dice el viejo a la estudiante de periodismo, la única persona que lo escucha sin pensar que está loco.
–En un momento el narrador hace un paralelismo con Cien años de soledad porque todos olvidan, todos sufren una amnesia colectiva y no recuerdan la masacre. ¿Por qué se vive como si estuviéramos permanentemente asediados por una epidemia del olvido?
–Esa pregunta sostiene la trama de la novela. No quise contar sólo la masacre, que aparece narrada con detalles en los expedientes de la denuncia, sino también narrar el olvido, el sospechoso olvido con que se cubrió el tema durante casi sesenta años. Para entender esto, hay que interpretar las condiciones políticas en que se llevó a cabo el despojo de tierras y exterminio de aborígenes en los territorios nacionales de Chaco y Formosa. Hay que conocer de qué modo operaron los futuros dueños de esas tierras con la complicidad del Estado de entonces. Hoy también vivimos asediados por el olvido. Antes, por la omisión del hecho. Ningún diario formoseño de esa época comentó la masacre de Rincón Bomba. Hoy es tanta la información verdadera y falsa que circula, tan lenta o inocua la Justicia, que al cabo de un determinado tiempo, algunos impresentables vuelven con la cara lavada y pocos recuerdan qué hicieron. Por eso es tan importante mantener activa la memoria.
–¿Cómo explica, parafraseando al personaje arrepentido, que todavía haya gente que se enoje si el Estado ayuda a un pobre desamparado, pero no pregunta nunca de dónde saca la plata el vecino que es cada vez más rico?
–Lo observo a diario, lo escucho cuando voy al banco o a la escuela. La clase media está hoy más preocupada por impugnar los planes sociales para desocupados y ancianos que en indagar cómo cierta gente se ha hecho tan rica de golpe en los últimos cuatro o cinco años. Nuestra clase media es rápida en aplaudir al “triunfador” y en condenar al desamparado.
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