Martes, 17 de noviembre de 2009 | Hoy
LITERATURA › GUILLERMO PIRO HABLA DE CELESTE Y BLANCA, SU SEGUNDA NOVELA
Aunque dice que sería feliz si no tuviera que dedicarse a la literatura, también admite que ésta puede ser un lugar de libertad. “Con ciertas inquietudes formales se puede eludir el aburrimiento de la narración lineal”, afirma.
Por Silvina Friera
Palo y a la bolsa. En las primeras líneas de Celeste y Blanca (Eterna Cadencia), el escritor, traductor y periodista Guillermo Piro resume la historia de su nuevo libro. Como si se ingresara en un mundo fabuloso o mítico de la mano del inicial “había una vez dos princesas”, pronto se sabe que estas muchachas, con los nombres de los colores de la bandera, fueron seducidas por un príncipe, Humberto –a veces bautizado con desdén como Mamerto por el narrador–, que las abandonó sin miramientos. Pero las jóvenes desobedecieron el mandato paterno, complotaron primero entre sí, luego unieron sus fuerzas y desataron un desastre descomunal del que pocas veces se volvió a tener noticia en la historia política de Occidente. El lector desprevenido que recibe el remate certero podría sospechar que está ante una suerte de reminiscencia soterrada de “El dinosaurio”, de Augusto Monterroso, adaptada al formato de la novela. Lo demás, las ciento treinta y ocho páginas que siguen, son un disparate mayúsculo en el que el verdadero protagonista es un narrador digresivo, arbitrario, sumamente celoso y bastante temeroso –de esos cuyo repertorio se podría sintetizar en el “sí, querida”–, que muchas veces pierde el hilo de sus pensamientos y se va por las ramas.
Por la estampa y la elegancia, traje oscuro impecable, como recién planchado, y un gran anillo negro en la mano izquierda, el escritor podría parecer un actor italiano que está tomando un trago en un bar de Palermo. Los dos primeros capítulos de Celeste y Blanca (su segunda novela publicada, luego de Versiones del Niágara (2000), la tercera después de la inédita El gran caos) los escribió en un bar de Santa Rosa, ciudad pampeana a que la viajó para visitar a un amigo que estaba “en cana”. Aunque publicó cinco libros de poesía –La golosina caníbal, Las nubes, Estudio de manos, Correspondencia y Saint Jean–David–, y los relatos breves de Guillermo Hotel, Piro confiesa que nunca se sintió un poeta. “La mayoría de los libros que escribí son pequeños poemas en prosa; lo que sucede es que tiende a confundirse la voluntad poética con la buena escritura. Siempre me consideré un poeta payaso –le dice a Página/12–. El mecanismo de escritura siempre funciona igual en mí y es algo así como el intento de decantar una idea. Tengo una ocurrencia, que puede corporizarse en un libro de poemas, en un relato o en una novela, pero lo primero que intento es olvidarla. Cuando pasa el tiempo, me doy cuenta de que la idea no se va y tengo que sentarme y escribirla.”
–Aunque el narrador plantea que la desobediencia es la condición previa para que una historia tenga interés, al final teme que esa desobediencia pueda resecarle el libro. ¿Compartió este temor?
–Tengo la impresión de que la desobediencia es la condición esencial de la existencia. El narrador dice que tiene que traicionar a alguien; que si fuera empleado de banco traicionaría a la patronal, pero que como escribe, al único que puede traicionar es al lector. Esto no quiere decir que la única narrativa interesante sea la que se plantea en esos términos. Si todas las novelas funcionaran igual, sería tedioso; al punto de que yo mismo me propuse que fuera una novela breve porque tenía la impresión de que el truco era demasiado claro. Pero habría podido escribir una novela de mil quinientas páginas. El funcionamiento de la escritura era similar al de los sueños, eran como los restos diurnos. Llegaba a mi casa, me acostaba en la cama como Victoria Ocampo y escribía libremente sobre lo que había oído, discutido, pensado o imaginado en el día.
–El narrador afirma que no existe literatura tan botánica como la argentina. ¿Podría explicar esta idea dicha como al pasar?
–Es una gratuidad; la novela está llena de afirmaciones arbitrarias. Me tomaría demasiado tiempo explicarlo porque no podría hacerlo en un minuto (risas).
–Pero esta idea tiene cierta resonancia borgeana, ¿no?
–Sí, pero me resonaba la traducción que hizo Borges de Palmeras salvajes, de Faulkner, en la que en realidad no entiendo si es un defecto o una virtud, pero la novela en vez de ocurrir en el Mississippi parece que estuviera sucediendo en el Tigre (risas). No se tomó el más mínimo trabajo por encontrar equivalencias botánicas porque en realidad no son importantes. Como buen traductor, Borges prestó atención a lo que era esencial. Lo más divertido de escribir es decir cosas que ni siquiera se pueden sostener en una mesa de café, ¿no?
–Hay una ironía muy fuerte en Celeste y Blanca que tiene que ver con la “misión de la novela” en el mundo. ¿Por qué cree que la novela sigue siendo depositaria de tanta expectativa?
–Hay cierta novela que sí tiene una misión y la cumple perfectamente. Andrew Vachss, un abogado especializado en estupro infantil, se dio cuenta de que el mayor problema es la terrible ignorancia de la opinión pública en torno de los temas de estupro infantil. Entonces decidió escribir una saga de novelas protagonizadas por Berk, un ex presidiario del que abusaron siendo niño y que hace trabajos por encargo de cualquier índole, pero en el caso de estupros infantiles trabaja gratis. Vachss dice que tiene una misión y explica por qué escribe cada uno de sus libros. No conozco otros escritores que ahora tengan una misión, pero es una misión altísima la de Vachss. Como las mejores cosas que existen sobre la Tierra, la novela no sirve para nada.
–En un momento el narrador plantea que es preciso “morir en el mundo para entrar en la literatura; vivir sin escribir, luego escribir sin vivir”. ¿Es en cierto modo una reelaboración de Lamborghini: “primero publicar, después escribir”?
–No, pensaba más en (Giacomo) Casanova, que gastó su vida muy rápidamente, muy frenéticamente, y cuando ya no pudo vivir se sentó y escribió con el mismo frenesí. A mí me apena ver sentados a pibes de 18 años que están todo el día escribiendo; no porque crea que primero es necesario vivir para escribir, sino porque vivir es mucho más interesante que escribir. Siempre encuentro algo más interesante que hacer que sentarme a escribir. Le dedico poquísimo tiempo a la escritura porque pienso dedicarme cuando sea viejo. La literatura es una actividad de senectud.
–¿Por qué prefiere trabajar con la digresión y las imperfecciones?
–No me interesan las obras demasiado puras; demasiada brillantez a veces me ciega. Por eso no me gusta tanto Borges, no me interesa ese tipo de literatura. Me gusta mucho la imperfección, por eso prefiero a (Leo) Maslíah y a (César) Aira. Prefiero que se vea la hilacha, la costura. Maslíah labura la literatura del mismo modo que un biólogo lo hace en su laboratorio. El muestra lo que hace. Algunos textos de Maslíah o de Aira podrían funcionar como notas al pie de las investigaciones filosóficas de Wittgenstein, que escribía por fragmentos. Wittgenstein decía que muchos de sus textos son como los tijeretazos que da en el vacío el peluquero antes de asestar un corte perfecto. Si el primer fragmento te parece banal y transparente y el siguiente también, el tercero no lo es gracias a que existen los otros dos.
–A pesar de que el narrador se siente cautivado por la facilidad con la que Dickens empleaba la primera persona, se lamenta de haber emprendido “el penoso camino de ese yo”. ¿Por qué optó por un narrador en primera persona?
–La primera persona me permitió mucha fluidez, al punto de que el narrador es como un actor secundario que irrumpe en la escena y desplaza a los personajes, casi sin pretenderlo expresamente. Cualquier cosa dicha en primera persona es tomada como propia del autor, pero si volviera a leer la novela, podría inventariar qué cosas digo por boca del narrador, aunque seguramente serían muy pocas. El narrador es un tipo muy sumiso y temeroso y hace todo lo que yo no hago.
–Da la impresión de que necesita también olvidar un poco la novela, como si no la tuviera tan presente.
–El único modo de olvidar una novela es publicarla para poder dedicarse a otra cosa. La experiencia que tuve con Versiones del Niágara fue nefasta porque tardé trece años en escribirla. Imagine el nivel de obsesión, de locura; no quería volver a repetir esa experiencia. No tengo un proyecto, sería feliz si no tuviera que escribir nada... Digamos que tampoco es tan terrible como ocupación sentarse a escribir (risas).
–En la contratapa del libro se lo define como uno de los escritores más excéntricos y originales de su generación. ¿Qué es para usted ser un escritor excéntrico?
–Aunque muchos escritores escriben la contratapa de sus libros, ésta no la escribí yo (risas). Tengo la impresión de que no es posible contar nada que pueda ser excéntrico. No sé cómo se puede pensar la excentricidad después de Sade. Arno Schmidt es un escritor excéntrico porque es una especie de escritor a lo Joyce que tiene propuestas formales extremas. Me gustaría hacer novelas únicas, irrealizables, inimitables. Me gustaría que a partir de ahora no se pudiera escribir una novela como Celeste y Blanca, con ese mecanismo. Ser excéntrico tiene que ver con tener ciertas inquietudes formales, que es un modo de eludir el aburrimiento de la narración lineal, de tener que estar supeditado a contar una cosa después de otra. Ese ejercicio de la libertad creo no lo permite ni el cine, sólo la literatura. La escritura puede ser un lugar de libertad absoluta.
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