Sábado, 4 de diciembre de 2010 | Hoy
LITERATURA › JUAN JOSé MILLáS Y SU NUEVA NOVELA, LO QUE Sé DE LOS HOMBRECILLOS
El autor español, invitado a la Feria del Libro de Guadalajara, señala que el protagonista del libro “se encuentra en el mundo como si lo hubieran dejado ahí, pero no pertenece”.
Por Silvina Friera
Desde Guadalajara
Un golpe en la cabeza. Como si de buenas a primeras una rama le pegase en la nuca, una cronista recibe un carpetazo mientras apura el paso por el stand de la editorial Planeta. Ella clava los frenos del acelerador de sus pies –un tanto perezosos hasta cuando hay que apurarse–, se detiene y gira. El agresor es un escritor respetable –cuyo apellido irradia seriedad y prestigio– que enseña la carpeta del delito. Y los dientes. Sonríe en cámara lenta. Esa risa elástica que se hamaca por su cara se puede traducir en una frase: “No corra; yo también llego tarde”. La escena transcurre en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara (FIL), la mayor cita editorial del mundo hispano. Juan José Millás ha dado otro golpe de timón en su narrativa con Lo que sé de los hombrecillos (Seix Barral). Pocos han adjetivado lo cotidiano con una “maldad” tan eficaz. Y bella. Todo comienza con un temblor en el bolsillo derecho de la bata del protagonista, un profesor emérito más, “un articulista de temas económicos mediocre, un esposo vulgar, una especie de animal domesticado”. Encuentra varios mendrugos de pan, cuya corteza roía con los mismos efectos relajantes con los que otros fuman o toman una copa. Y cuatro o cinco hombrecillos que arrojó sobre la mesa.
Una de esas perfectas réplicas humanas en miniatura –uno de los hombrecillos en cuestión– se transforma en la extensión del profesor. No es exactamente un doble. Es –sin dudas– peor: ambos forman parte de una misma entidad. La vida del protagonista se convierte en un tormento sin fondo, “donde sólo tenían cabida las pasiones más previsibles y las más repugnantes”, cuando se convierte en realidad cada uno de sus deseos inconfesables. El fracaso parece ser el único destino posible. La lectura de este delirio genial provoca un zumbido semejante al revoloteo de los insectos. Es una historia que revoloteaba por la cabeza de Millás desde que era un niño. El protagonista se mueve en un espacio onírico donde la realidad, al menos la realidad periférica, goza de la elasticidad de los sueños.
“Al ponerme los zapatos cuando era pequeño, siempre revisaba que no hubiera una cucaracha adentro –recuerda el escritor en la entrevista con Página/12–. En algún momento, cambié las cucarachas por hombrecillos, pensando que me daría menos asco aplastar a uno de ellos que a un bicho.” La poderosa melodía metafísica que recorre de punta a cabo esta novela –una reescritura de La metamorfosis a lo Millás– sugiere que el paranoico se sumerge en el baldío de la desesperación cuando se desbarranca de ese puente colgante que lo aleja de la “experiencia de la sucesión” para hundirlo en la “experiencia de la simultaneidad”.
–¿Por qué asocia el ejercicio de roer con la producción del pensamiento?
–Para mí roer equivale a rumiar. Los animales que rumian de algún modo piensan. Los animales como las vacas, que tragan la comida, luego se tumban, la llevan de nuevo a la boca y la rumian, siempre he creído que piensan. En ese sentido, rumiar lo asocio a pensamiento.
–¿La escritura, entonces, sería un modo de rumiar pensamientos?
–Sí, la escritura es una forma de “rumiación”, una rumiación obsesiva. Es una expresión que procede del mundo de la psiquiatría, atribuida a las personas obsesivas. Yo soy muy lector de historiales clínicos y en alguna de esas historias leí: fulano de tal tiene “rumiaciones obsesivas”.
–El profesor dice en un momento de la novela que en el esquema de intensidades emocionales de su familia ocupa un lugar periférico. ¿Por qué sus personajes tienen esta característica de estar como “en un costado de la vida”?
–Esta novela es muy autobiográfica, como casi todas mis novelas, no en la literalidad de la peripecia, pero sí en la sustancia. El protagonista se encuentra en el mundo como si lo hubieran dejado ahí, pero no pertenece. Esta es la sensación que he tenido respecto de la realidad: caí aquí, pero tengo que disimular y parecer uno de los vuestros (risas). Lo que me llevó a escribir es la extrañeza frente al mundo. Este personaje dice en algún momento que ha conseguido adaptarse y que no se den cuenta de que es un extraño. Ese lugar periférico, de extrañeza frente a la realidad, es algo que pertenece al autor del libro. El motor de mi escritura es la extrañeza.
–Aunque el personaje se adapta a este mundo, pareciera que cuando quiere pertenecer más, se frustra más.
–El personaje fracasa cuando va por más. Cuando intenta agarrarse de la realidad, la realidad se vuelve más irreal. En las escenas de sexo, que las describe como si fuera un libro de biología, lo que encuentra no es biología. Lo que encuentra es amor. Cuanta más física, más metafísica. En él todo conduce a lo contrario. Busca una cosa y encuentra su contraria; busca materia y encuentra espíritu. Esto lo desconcierta porque es catedrático de economía. El pertenece al mundo académico que se considera el paradigma de la normalidad; es profesor de una ciencia en apariencia muy racional, pero luego resulta que los movimientos de la Bolsa son emocionales. Y lleva una vida muy disciplinada, muy sometida a horarios, muy rutinaria, porque él se está defendiendo desde niño de la locura. Sabe que está ahí, acechando. Y toda su vida ha sido un disimulo para que nadie se dé cuenta de que está loco.
–¿Qué importancia tienen los sueños en su literatura? ¿Sueña antes lo que después escribe?
–Los sueños tienen mucha importancia para mí, pero más que los sueños, me importa el ensueño, la zona que también se describe en el libro del despertar y tener un pie en la vigilia y otro en el sueño. Esta zona es muy creativa; es donde se me ocurren muchas cosas y resuelvo muchos temas. Si tengo un reportaje en la cabeza que no sé cómo articularlo, ahí lo resuelvo. Si tengo una novela entre manos, de repente se me ocurren situaciones. Es un estado que intento provocar, aunque no siempre me sale. A veces se da de manera gratuita; no aparece cuando tú quieres, sino cuando quiere él. Me es más fácil alcanzar ese estado cuando estoy cerca del mar. Tengo una casa en Muros de Nalón (Asturias) y allí, con la cercanía del mar, la tensión me baja y ese estado de ensoñación lo consigo con mayor facilidad.
–¿Ese estado de ensoñación, intenta provocarlo también mientras escribe?
–Después de escribir esta novela, me hice un propósito disparatado: nunca volveré a escribir nada que no sea producto de un delirio. Cuando me puse a escribir esta novela, tuve la impresión de que ya estaba escrita en la trastienda y que lo único que hice fue pasarla a la parte de adelante, porque es una novela en la que no tuve problemas con el tono, con el punto de vista. Desde que me puse a escribirla, fue todo felicidad. En mi obra anterior hay opciones por lo fantástico, por el delirio, pero lo fantástico aparece incrustado en lo real. Aquí se invirtió el proceso: lo real aparece incrustado en lo fantástico. Quiero de algún modo alcanzar un estado de delirio permanente. Y escribir desde ese estado. Es absolutamente inalcanzable, pero por lo menos voy en esa dirección.
Millás agarra el vasito de té que le acaban de servir, algo perplejo en su fraterna y pudorosa sinceridad. “Esta novela es muy distinta, pero no sé explicar bien por qué”. A pesar del enigma, bucea en el océano de sus inquietudes como si intentara pescar el hilo de eso que hace que su último libro sea calificado de “extraño”, etiqueta que parece tranquilizar a quienes no pueden evitar clasificarlo todo. “Siempre he pensado que en el momento en que estoy por empezar una novela debería escribir un diario de navegación de esa novela. Pero un diario de navegación sin grandes pretensiones –aclara–. Que el único objetivo sea contar los incidentes de navegación de ese día, del mismo modo que el capitán de un barco al terminar la jornada abre el diario de a bordo y escribe: ‘Hubo tormenta...’ Yo mantengo esa idea en la convicción de que si fuera capaz de hacerlo, cuando terminara la novela, tendría que tirarla a la basura y publicar el diario porque sería muy bueno. Este objetivo lo he cumplido parcialmente en mi novela El mundo, que es simultáneamente la novela y el diario de la novela.”
¿Qué pasa con Lo que sé de los hombrecillos? Medita unos segundos y baja el tono de su voz. Lo que dirá es difícil de confesar, una espina incómoda en la boca. “No he conseguido establecer un discurso; es como si esta novela se negara a ser hablada. Entonces salgo del paso con cosas banales, y me siento un tonto cuando digo que los hombrecillos representan la zona oscura de todos; es una cosa tan obvia que me parece que estoy reduciendo el alcance de la novela.”
–Una palabra clave para entender la novela es la “extrañeza” que genera en muchos lectores. Pero también para usted es extraña...
–Sí, pero voy a avanzar hacia zonas peligrosas para mí. ¿Qué quise hacer con esta novela? El personaje de Borges, Pierre Menard, quería escribir el Quijote. Yo siempre he querido escribir La metamorfosis, de Kafka, pero una metamorfosis que no se pareciera en nada, una especie de gemela disímil. Puede parecer presuntuoso, pero creo que esta novela es una gemela disímil de La metamorfosis. La novela de Kafka reúne todo lo que para mí es la literatura: la máxima complejidad junto con la máxima simplicidad en el mismo instante. Lo que sé de los hombrecillos es una novela absolutamente simple, la puede leer un chico de quince años. Internamente –y si no se dice bien, alguien puede decir: “¡este gilipollas qué está diciendo!”– tengo la impresión de que he escrito una novela que se resiste a ser hablada. Y que es simple y compleja al mismo tiempo.
–Será quizá que esa fórmula de máxima complejidad y simplicidad al mismo tiempo en este momento de su literatura hace que no pueda generar un discurso.
–Yo siempre perseguí esa fórmula. Hace años escribí una conferencia que se llama “Mamíferos e insectos”, en la que andaba detrás del insecto. Bueno: éste es el insecto. Yo andaba detrás del insecto perfecto. Para mí esta novela es el insecto perfecto. Es muy feo que lo diga yo, y lo siento; pero en esta novela todos los elementos están perfectamente ajustados entre sí; es como un mosquito. Es una novela eficaz, y para mí la literatura es fundamentalmente eficacia. La belleza es un efecto secundario de la eficacia. Si es bella es porque es eficaz. Un relojero no pretende que la maquinaria del reloj sea bella. Pretende que sea económica, que ocupe el menor espacio posible y que dé bien la hora. Yo quería que esta novela fuera eficaz y que ocupara poco sitio. No hay nada de grasa, no hay nada que no esté al servicio del desconcierto de este personaje que sabe que debe guardar su secreto porque entiende que lo que ve para él es real, pero no puede ser comunicado. Es la situación de quien se siente en este mundo como si lo hubieran colocado aquí por error. Yo no pertenezco a esto, pero al mismo tiempo tengo que disimular. Claro, es horroroso vivir con esa sensación.
–¿Por qué cree que su novela es calificada como “extraña”?
–Una novela normal es el Código Civil (risas). Decir que una novela es extraña debería chocar. La obligación de una novela es ser extraña. La escritura literaria se distingue porque no es normal, es decir porque abandona la norma. Y si no abandonara la norma, no sería literaria. Decir que una novela es extraña es una aberración. Debería escribir algo sobre esto. Hace dos o tres años leí en un periódico que una emisora de la televisión japonesa había hecho un casting de personas normales. Buscaban personas normales para hacer un concurso de personas normales, para darle un premio al más normal (risas). Y parece que fue mucha gente al casting. Y yo me imaginaba una sala llena de personas muy normales, que se consideraban muy normales, que es el grado de subnormalidad mayor que puedas imaginar. Me hubiera gustado conocer al que ganó el premio. Debe ser un oligofrénico de a upa (risas). La palabra normal siempre es muy inquietante...
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