LITERATURA › JOSEFINA LUDMER, A TREINTA AñOS DE SUS EMBLEMáTICOS SEMINARIOS
Este miércoles la notable crítica será homenajeada en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. “Fue una época muy intensa. Este presente, al lado de eso, me parece súper light”, señala Ludmer, que introdujo en sus clases las obras de Barthes y de Foucault.
› Por Silvina Friera
La pasión por imaginar nuevos modos de leer y desacomodar saberes –la heterodoxia para desmontar andamiajes– es la manera de estar en el mundo de Josefina Ludmer. La China –apodo que le viene de su infancia en San Francisco (Córdoba), la ciudad donde nació hace 76 años– dictó cuatro seminarios de grado y posgrado sobre teoría literaria y literatura latinoamericana en 1984 y 1985. Por esas clases circularon Alan Pauls, Martín Kohan, Federico Jeanmaire, Sergio Chejfec, Matilde Sánchez, Gabriela Saidon y María Sonia Cristoff, entre tantos otros. A 30 años de esta experiencia festiva y de formación, las cátedras de Teoría y Análisis Literario I –las de Jorge Panesi y Adriana Rodríguez Pérsico–, y Teoría Literaria III –Miguel Vitagliano– decidieron homenajear a Ludmer este miércoles, a las 19, en el aula 108 de la Facultad de Filosofía y Letras (Puán 480). “Esas clases eran mi vida, vivía pendiente de buscar libros y materiales. Nunca fui a una clase sin prepararla, sin actualizarla y ponerla en relación con lo que estaba pasando. La gente se acuerda y lo tiene como algo importante. Y lo quieren celebrar”, cuenta Ludmer a Página/12 con esa risa inquieta y pícara, una sonrisa contagiosa y en movimiento.
–¿Se puede afirmar que estos seminarios fueron la continuidad de la “Universidad de las catacumbas” en democracia?
–Exactamente. Cuando empecé en la facultad, como ya tenía un equipo formado por mí, entré con el equipo: Nora Domínguez, Mónica Tamborenea y Adriana Rodríguez Pérsico... es lo que yo llamo “los grupos de la dictadura”, que me salvaron la vida y a ellas también. En el páramo que era ese momento podías discutir y leer. Y ellas quieren celebrarlo porque fue muy importante y les “abrió la cabeza”, dicen.
–¿Qué significó ingresar a la Universidad hace treinta años?
–En un sentido significó más soledad, yo iba a la facultad, daba mi clase y me volvía y no tenía esa camaradería con la gente que venía a mi casa. Era otra cosa, era como entrar al mundo oficial. Yo leí que varias personas de Europa del Este piensan igual, que daban clases clandestinamente en sus casas y cuando vino la democratización para ellos decayeron. Que estaban como formateados en dictadura, en la clandestinidad. Yo viajaba a Estados Unidos y traía libros que no circulaban acá; traje los libros de (Michel) Foucault, que no se leía todavía. Fue una época muy intensa. Este presente, al lado de eso, me parece súper light; era una época en donde uno se comprometía mucho más, estaba como más sumergido. En mi caso, también tenía más proyectos de futuro, siempre estaban las utopías en el horizonte. Fue una época importante para mí.
–¿Cuál fue el planteo inicial de esos seminarios?
–Lo primero que propuse era el problema de la autonomía de la literatura. Yo entré por ese lado: si la literatura era realmente autónoma era la pregunta que nos hacíamos y leíamos alrededor de eso. La autonomía era una idea, pero no había una autonomía real. La literatura siempre dependía de la situación política, económica, etcétera; nunca se la podía aislar. Yo daba “teorías de la especificidad”, se llamaba esa parte –o sea qué es la literatura, cómo había sido definida la literatura por las distintas escuelas–; y después daba “teorías de la interpretación”, o sea cómo se interpretaba, qué cosas de la literatura se interpretaban y qué cosas no se interpretaban. Esas dos teorías de la especificidad y de la interpretación eran como el centro de esos seminarios.
–¿Se generaban polémicas, discutían los alumnos con usted?
–No, no discutían tanto. Lo que me contaban muchos es que en la época de la “Universidad de las catacumbas” se iban de mi casa al bar de la esquina. Yo vivía entonces en Viamonte, entre Riobamba y Callao, y se iban a Callao y Córdoba, al bar de esa esquina, y ahí seguían discutiendo horas después de la clase. Yo tenía que abrir las ventanas porque me dejaban los ceniceros llenos y todo era una humareda total. Me parece que cuando salían de mis clases en la facultad no se iban a discutir. La facultad, como sabemos, está mucho más profesionalizada, no había tanta pasión. Eso es lo que extrañé más: la pasión que había por el saber y por discutir durante la dictadura.
–¿Las instituciones domestican esa pasión?
–Sí, de algún modo sí, profesionalizan más. Es una idea in- teresante para trabajarla, ¿no?, ¿qué pasa con la pasión? Porque la pasión implica el saber, es la búsqueda del saber... Había esa cosa de descubrimiento; es posible que fuera la edad mía, era mucho más joven y con más ganas de revolverlo todo. Había algo más que dar clases en esa época.
–La pasión puede ser también un modo de desacomodar saberes. ¿Qué le gustaba cuestionar de esos saberes?
–Me gustaba, ante todo, hacerlos dudar: sembrar dudas, no dar nada por hecho, por conocido, empezar como de cero. Les decía: “Por favor, no acepten ideas, no repitan, no apliquen teorías”. Mi fantasma era que se aprendieran una teoría y la aplicaran mecánicamente. La idea era que revisaran todo, que dudaran... eso durante una época funcionó porque había una necesidad en el ambiente. Ahora está todo mucho más desapasionado y normalizado, la literatura ya no despierta tanta pasión, se lee menos literatura. La literatura se ha transformado en una práctica minoritaria de pequeños grupos.
–Así como desestructuró saberes y les abrió la cabeza a muchos estudiantes, ¿quiénes le abrieron a usted la cabeza?
–Yo diría que (Roland) Barthes y Foucault, ninguna originalidad ahí. Leí a Barthes muy temprano. Yo vivía en Rosario y viajaba acá cada quince días para analizarme. Iba del analista a la librería Galatea, la única librería francesa que había en Buenos Aires y que traía bastante rápido los libros de Francia. Me acuerdo de que me choqué con un libro, Mitologías, y dije: ¿qué será esto? Y era Barthes. Y ahí me fasciné y empecé a buscar todo lo que había de Barthes. Después irrumpió Foucault, que nos dejó boquiabiertos. Aristóteles y la estilística era lo que se leía en literatura; entonces meter a Barthes y Foucault fue realmente una novedad. A mis grupos durante la dictadura lo primero que les hacía leer era Barthes. Mi casa era otro mundo (risas).
–El mundo Ludmer...
–No sé si era el mundo Ludmer... era un mundo otro.
–¿Qué importancia tuvo el psicoanálisis?
–Tuvo muchísima importancia, empecé con el análisis con lisérgico que hacía (Alberto) Fontana, un grupo de analistas que se habían separado un poco de la ortodoxia y aplicaban drogas alucinógenas. El grupo era más divertido porque todos tomaban drogas y se desataba cualquier tipo de cosas. Era interesante la experiencia con lisérgicos y mescalina. Continué con interrupciones, pero ahora soy crítica de esa práctica del cara a cara, donde uno habla y el otro escucha e interpreta. El psicoanálisis es una práctica que habría que discutir. La idea de ir a contarle algo a alguien, la idea de la confesión, tan arcaica y religiosa, hay que abolirla. La escritura me salva un poco de eso. Estoy tratando de articular una buena crítica, pero no es fácil porque acá todo el mundo se analiza.
–Quizá una palabra clave para entender lo que ha hecho en el campo de sus seminarios sea profanar conocimientos, profanar teorías. ¿Cómo se lleva con la palabra profanación?
–Puede ser... Me gusta la palabra, pero nunca la he aplicado a mí misma. Yo lo llamo más hacer una crítica, más que profanar. Desmontar, hacer una crítica. Pero sí: profanar es una palabra que se podría usar para todo lo que hice.
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