Miércoles, 26 de agosto de 2015 | Hoy
LITERATURA › MEMPO GIARDINELLI Y LA úLTIMA FELICIDAD DE BRUNO FóLNER
En su primera novela en doce años, el autor de Luna caliente aborda el cambio de vida, la dignidad de la muerte y la posibilidad siempre abierta del amor. “Me importa más la literatura que el éxito, me importa más la literatura que la publicación”, afirma.
Por Silvina Friera
La brevedad de una frase traza una prolongada tensión en el aire. “La muerte es una certeza que sólo en los sueños puede ponerse en duda.” El héroe trágico no sabe el desenlace, pero los lectores tal vez lo intuyan. Un escritor chaqueño de 64 años quiere reinventarse, cumplir con una vieja fantasía de empezar una nueva vida. G. R., el hombre que fue, huye a Praia Macacos (Brasil) con el maridaje explosivo de la congoja y la culpa avanzando como un tsunami. “Me voy, desaparezco; nadie me busque. Terminé con la vida de Sarita por amor y espero que así lo entiendan, y si no, será cosa de cada uno. No estoy enfermo, sólo me voy y no pienso volver”, avisa G. R. en uno de los correos electrónicos que envía a sus hijos y algunos amigos. Pero la cabeza de ese fugitivo continúa funcionando en “modo escritor”, farfullando sus propias obsesiones. Un escritor que carga con fama de “viejo hosco, agrio, hasta hostil” en defensa propia, según esgrime, para no tener que redactar prólogos y solapas de compromiso para “poetastros y cuentorzuelos de la aldea”. Después de más de una década, Mempo Giardinelli ha regresado a la novela con La última felicidad de Bruno Fólner (Edhasa), una ficción cuya potencia reside en la deriva de un personaje que intenta cambiar su existencia. Pero en la letra chica de ese plan por convertirse en el arquitecto de su propio futuro parpadea la inminencia de un peligro.
La alegría por haber superado una crisis con la escritura de novelas parece insuflarle más energía al entusiasta Mempo. El escritor chaqueño cuenta a Página/12 que los períodos de vacilaciones y sequías han coincidido con momentos de proyectos inaugurales, como cuando fundó la emblemática revista Puro Cuento, que dirigió entre 1986 y 1992, en que no pudo escribir nada. “¡Ojo! No la culpo a la revista”, aclara y agrega que algo similar le sucedió cuando arrancó con la Fundación Mempo Giardinelli y el Foro Internacional por el Fomento del Libro y la Lectura, que se realiza todos los años en Resistencia desde hace veinte años.
–Uno de los grandes temas de la literatura es cambiar de vida, que sería cambiar de tema y ser otro, una fantasía compartida también por muchas personas, más allá de escritores y artistas. ¿Se podría afirmar que el cambio de vida es uno de los ejes de La última felicidad de Bruno Fólner?
–Es verdad lo que decís. La literatura siempre nos propone un cambio de vida, pero también es otra vida posible. Leemos para sublimar, para imaginar, para soñar; en ese sentido, posiblemente esta novela está trabajando un tópico clásico de la narrativa. El cambio de vida es uno de los grandes motores y también unos de los grandes frenos de la humanidad. El tema no es soñar un cambio de vida, el tema es atreverse, es hacerlo. El tema central de esta novela no es tanto el cambio de vida, o en todo caso es el cambio de vida a partir de un tema que lo determina al personaje, que es la muerte digna, considerada clásicamente como delito. Matar a otro, por muy piadoso que sea, no deja de ser un delito. Estuve muy enfermo, tuve un cáncer jodido del cual me he recuperado. Estoy bien, pero estuve internado bastante tiempo, estuve en coma y la pasé mal... La idea de no sufrir al cuete entubado y mantenido se me instaló como preocupación.
–¿Por qué el protagonista de la novela es un escritor en crisis?
–Esta es mi primera novela publicada después de doce años. Desde Visita después de hora, que la publiqué en 2004, no tenía novela. Publiqué otras cosas, un libro de cuentos, algún libro de ensayo, de periodismo, pero novela no. Esto me pesaba. Escribí dos novelas que dejé, que se truncaron. Esta novela fue un ejercicio bastante fatigoso porque venía con todas estas inseguridades. Hoy estoy muy contento y muy satisfecho porque pude cerrar ese ciclo con una historia que, por lo que me dicen algunos lectores, está gustando y anda bien. Me doy cuenta de que hay un interés que tiene ver con el cambio de vida y la dignidad de la muerte. Creo que es también una novela de amor. El amor es una posibilidad humana que nos acompaña siempre. Nadie está terminado para el amor, aun en la enfermedad, aun en la tragedia. Después hay otro plano del amor que es el amor con los hijos, que siempre nos juzgan.
–¿Cómo explica el hecho de que Bruno Fólner sea tan crítico respecto de la literatura argentina, al punto de hablar de las “historias playitas que ofrece el mercado”?
–Más allá de que él es un escritor mediocre... Quiero ser muy cuidadoso con esto: me muevo en el mundo de la literatura, en el cual hay grandes obras, pero sobreabundan textos mediocres. Estamos en un mundo en que muchísima gente quiere escribir y escribe. Hoy prácticamente cualquier persona tiene su novela, sus cuentos y sus poemas. Que no está mal, pero en muchos casos no pasa del mero deseo, y no hay lecturas que sustenten esos textos. El personaje de la novela es consciente de eso y por momentos lo ironiza, por momentos está resentido, por momentos él mismo se disculpa, que son las cosas que veo que suceden mucho y me parece que pegaba con el carácter del personaje.
–¿Coincide con los juicios de Bruno Fólner sobre el presente de la literatura argentina?
–Nunca coincido con mis personajes. En ese sentido, soy muy filloyano. Mi maestro don Juan Filloy decía que los autores les prestamos carácter, les prestamos vida a los personajes. Ese préstamo no es identificación, sino una posibilidad de que tengan su autonomía. El personaje de Luna caliente, que es mi novela más conocida, es un canalla hijo de puta, y con ese tipo no tengo nada que ver. En los múltiples personajes de Santo oficio de la memoria hay de todo; con algunos me identifico, pero con la gran mayoría no. No escribo mi vida, escribo ficción. Me molesta cuando los lectores están queriendo leer la vida del autor. No: lean la ficción. Como decía Juan Rulfo, la ficción es una mentira que no indica falsedad. Si no, tengo que leer a (Osvaldo) Soriano pensando que era él el que andaba en Colonia Vela. Y es una ficción. Es cierto que algunos autores buscan cierta identificación: uno piensa que Emilio Renzi es (Ricardo) Piglia. Me interesa el escritor enorme que es Ricardo, pero no me pongo a leer Respiración artificial pensando que ahí está Piglia. Hay que abandonar la identificación con el autor. El revolucionario paraguayo de La revolución en bicicleta no soy yo ni es mi papá; es ficción. El chiquito de El cielo con las manos evidentemente tiene cosas mías, las chicharras son mis chicharras del Chaco, la nostalgia de Resistencia era mi nostalgia. Pero el personaje ése no soy yo.
–El único libro que se lleva Bruno Fólner en su fuga es Los miserables, de Victor Hugo. ¿Por qué tiene nostalgia por la literatura del siglo XIX?
–Me parece que tiene que ver con los propios gustos del personaje. En uno de los borradores de la novela pensé en Thomas Mann, que es uno de mis autores predilectos, pero ahí mismo me dije: “Thomas Mann es mío”. A este personaje le va mejor un escritor del siglo XIX. Jean Valjean es un héroe que es antihéroe al mismo tiempo. Los miserables es una obra maravillosa, un estudio sobre la pluralidad de la condición humana. A Bruno Fólner eso le cabía al pelo. Por lo menos lo pensé de ahí.
–Quizá Bruno Fólner siente un contraste entre el presente que vive y el siglo XIX porque Los miserables es una novela épica y tal vez el personaje considera que estos tiempos no son épicos.
–Puede ser, es interesante, lo voy a pensar...
–Desde el nombre que adopta el personaje hay un homenaje y guiño a William Faulkner, ¿no?
–Sí, son las dos referencias literarias que el personaje tiene: Faulkner es mío y Victor Hugo es más para él. Quizá también hay una novela de Faulkner que no menciono, Mientras agonizo (As I Lay Dying), que también tiene que ver con esto. Incluso en El sonido y la furia, el personaje de Benjy también se acerca a este tipo de personaje. Claro, son otros tiempos, otro contexto.
–Hay una política de la lengua en la novela que tiene que ver con la escritura de las palabras, como “imeil”, “eskáip”, algo que está presente siempre en su narrativa. ¿Cómo empezó con esta cuestión de una escritura próxima a la oralidad?
–¿Una política de la lengua? Lo voy a pensar... Para mí tiene que ver con una estética literaria que practico hace muchos años, que es la estética de la oralidad. La oralidad para mí es un factor central de mi literatura. En el momento en que empecé a escribir, hace muchos años, cuando era muchacho, sentía que podía encontrar mi lugar en el mundo desde la recuperación de algo que no estaba ni canonizado ni tenía valor, que era la oralidad. La oralidad marcaba una diferencia que también tenía que ver con una temperatura humana del chaqueño, del argentino tropical que no es el porteño o el cordobés. Me fui dando cuenta con los años de que fue un modo vacilante, tenue, que después afirmé en la escritura, de desarrollar una personalidad propia. Tiene que ver también posiblemente con que todo joven escritor quiere ocupar un lugar, necesita ocuparlo. A lo mejor fui pensando que podía ser mi sillita. Y en buena medida la crítica en la Argentina, en Estados Unidos y en México me reconoció eso. A mí me afirmó y lo he mantenido. Esta novela juega con lo bilingüe y con algo que es muy chaqueño y muy de frontera, que es que en toda mi región se habla lo que llamamos el guaraportuñol, que mezcla el guaraní, el portugués y el español. No es todavía una lengua, no es un dialecto, pero es un código que circula y que tiene una grafía propia. Incluso, dentro de la academia guaranítica lo llaman el yopará, un guaraní castellanizado.
–La crisis que tuvo, que haya escrito dos novelas que quedaron truncas, ¿tiene que ver con que en los últimos años escribió más artículos de opinión y análisis?
–No, no he escrito más en términos cuantitativos en Página/12. El periodismo me significa un trabajo de mucho pensamiento y análisis en cuanto a los contenidos. Pero la escritura periodística, una vez que sé lo que quiero decir, me sale. La literatura es otra cosa y hay otra responsabilidad, que no es peor ni mejor, ni mayor ni menor; es otra. He aprendido un dogma: “No literaturizar el periodismo, no periodistizar la literatura”.
–¿Cómo supera un escritor una crisis de escritura? ¿Cómo lo hizo usted?
–En la vida, ante cualquier crisis, se sale andando, caminando hacia adelante. Por temperamento, no soy la clase de tipo que me amilano, me quedo paralizado y me escondo. Voy para adelante. ¿Cómo salir de una crisis de escritura? ¡Escribiendo, hermano! No hay otra salida. A veces es un cuentito el que te salva, un artículo periodístico, una investigación que hacés, un ensayo. Soy un tipo inseguro, soy moroso para escribir. No puedo publicar un texto en el que no estoy seguro de que di lo mejor. Si no tengo esa seguridad, no publico. Soy un hombre grande, tengo una obra bastante larga; no seré gran cosa, pero estoy en paz con el mundo y con la literatura. No compito, no corro; la palabra carrera literaria me irrita, me desespera. Me choca un poco cierta desesperación en la gente joven por publicar. Me importa más la literatura que el éxito, me importa más la literatura que la publicación, porque afortunadamente en mi casa me enseñaron eso. Mi mamá y mi hermana eran lectoras impresionantes y me enseñaron a ser el lector que soy. Sé que soy un buen lector y en materia de lectura sé que tallo fuerte.
–¿En esto es bien borgeano? ¿Puede jactarse más de lo que leyó que de lo que escribió?
–Absolutamente. No jactarme, pero sí sentirme más seguro como lector. El goce está en la lectura porque la escritura no deja de ser siempre un dolor, un parto. La felicidad la encuentro cuando digo “¡qué libro que me leí, qué bárbaro!”. Esa es la felicidad. No tengo ansiedad. Si me muero antes de terminar una novela, no pasa nada. La literatura universal es maravillosa y seguirá sin mí con toda tranquilidad (risas).
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