Miércoles, 26 de agosto de 2015 | Hoy
LITERATURA
Siempre creyó ser mejor escritor que lo que acreditaba su pequeña fama. Sabía, naturalmente, que eso mismo es lo que piensan casi todos los escritores del mundo. De eso no se habla, pero es presumible que lo piensan todos. Así solía pensar cuando era G. R.
Y se ríe, Bruno Fólner, íntimo y gozoso. Aunque no sin nostalgias, porque es consciente de que sus proyectos literarios nunca fueron gran cosa, e incluso en el fondo de su corazón hacía rato había admitido que su talento era menor. No estaba llamado a escribir ninguna obra superlativa y hasta cierto punto se había resignado a ello. La literatura universal se degradaba, además, hasta devenir intento fácil de trascendencia, torneo de vanidades demasiado competido, textualidad playita como de banco de arena, y él allí no encontraba un lugar aunque el azar hubiese ya determinado la publicación de algunos de sus libros. Había llegado a la conclusión de que sobraban escritores en el mundo. Demasiados. Plaga en expansión. Y pocos grandes poetas. El mundo estaba jodido.
* Fragmento de La última felicidad de Bruno Fólner, página 78.
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