Sábado, 31 de octubre de 2015 | Hoy
LITERATURA › RICARDO ROMERO HABLA DE SU NOUVELLE LA HABITACION DEL PRESIDENTE
El escritor y editor puso en primera persona la voz de un niño que mira con perplejidad el mundo. El autor señala que su narración no es ni realista ni fantástica y prefiere ubicarla “en un asombro constante frente a las cosas”.
Por Silvina Friera
Una avalancha de preguntas rasga los velos de certidumbre sobre lo real. Un niño solitario –“más cerca de las sombras que de las cosas”– que vive en una casa que tiene una habitación del Presidente no puede dejar de mirar con perplejidad su mundo. Aunque el Presidente todavía no visitó a la familia, el cuarto está preparado, por si aparece. “¿La fiebre sube y yo pienso en cosas que me angustian o pienso en cosas que me angustian y la fiebre sube por eso? –se pregunta el niño–. Estoy sentado en el piso del altillo, apoyado contra una vieja mesa de luz con olor a humedad. Siento el sudor frío, la tirantez de la piel. Me envuelvo con una frazada y me digo que no voy a pensar en las paredes de las medianeras, pero al decirlo solo estoy provocando ese pensamiento. Una casa no debería tocarse con otra casa. No al menos todo el tiempo. ¿Es posible vivir así? A veces desde mi cuarto puedo escuchar los ruidos que hacen los vecinos. No hay nada más extraño y aterrador que eso.” Habría que arrojar las etiquetas por la ventana a la hora de hablar de la intensa y extraña nouvelle La habitación del Presidente (Eterna Cadencia) de Ricardo Romero. No es literatura fantástica ni de fantasmas, mucho menos “realismo” a secas. La voz en primera persona de ese niño ensimismado que no deja de interrogar no sólo lo que ve y siente, sino también lo que imagina, configura una extraordinaria narración que les hace jaque mate a las convenciones.
La pícara mirada de Romero, escritor y editor que nació en Paraná (Entre Ríos) en 1976, parece proclamar que conviene no desoír esa especie de sentencia popular repetida de generación en generación: “Nunca digas de esta agua no he de beber”. El escritor confiesa a Página/12 que no es un fan de las voces infantiles. “Me sorprendió que me surgiera una voz en el borde de lo infantil y una especie de adolescencia ensimismada. No soy lector de ese tipo de textos. Como en general escribo en tercera persona, que apareciera una primera persona me daba mucha libertad para saltar de tiempos.”
–¿Por qué eligió como epígrafe de la novela un fragmento de Steven Millhauser de “La hermandad de la noche”?
–Millhauser me encanta. Parte de la naturaleza del mundo que está en la novela, que me interesaba contar y que es algo que me obsesiona, que siempre está ahí. Uno hace un pacto con lo que ve y lo que vive. Nos conocemos, sé quién sos, conocemos un espacio, pero en realidad es mentira: no conocemos nada. El secreto no sólo habita en las personas, sino en las familias y en todos los objetos y el entorno con el que uno establece ese pacto de conocimiento y cotidianidad para no desviarse hacia la perplejidad.
–Es interesante pensar que ese pacto intenta ocultar o escamotear el secreto y el misterio, como si la realidad tolerara escasamente lo que no es fácilmente explicable, ¿no?
–Totalmente, porque el misterio desestabiliza y te lleva a hacerte preguntas y a relacionarte de una manera que no tiene la linealidad que la realidad necesita para existir. La realidad, pensada como un discurso construido entre todos, necesita continuidad y linealidad, entre otras cosas más. El misterio y el secreto rompen con la linealidad. Millhauser plantea que no necesitamos buscar el misterio en el lado oscuro de nada porque está entre nuestros ojos. Es cuestión de mirarlo de frente, nada más. Cuando te mirás en el espejo y te mirás cinco segundos de más, tu cara deja de ser tu cara. Es la cara de un desconocido. De repente, en el momento en que se produce eso, te preguntás: ¿esa persona soy yo? El chico de la novela no hace ese pacto, él está constantemente preguntando. Algunos comentarios que me han hecho de la novela hablan de esa familia como una familia disfuncional, pero no me gusta pensar en familias disfuncionales. ¿Disfuncional respecto a qué? ¿Qué sería que una familia funcione? ¿Qué maquinaria es una familia? Cualquier relación familiar está llena de desencuentros y uno aprende a convivir mucho más en los desencuentros que en los encuentros, porque el encuentro entra en el pacto, en el piloto automático en el que dejás de mirar a la otra persona. Sólo cuando te desencontrás, volvés a mirar al otro.
–¿Qué proximidad existe entre ese niño narrador en primera persona y su infancia?
–Hay ciertas preocupaciones en relación a la casa. ¿Quién no recorrió su casa a la hora de la siesta como si fuera un territorio desconocido? La casa es un lugar extraño porque cambia muchísimo cuando uno es chico. Hay preguntas que me surgieron después y al chico le surgen antes en relación a qué hay del otro lado de la pared y el pensamiento de los vecinos. Yo viví en una casa toda mi infancia y mi adolescencia. Cuando me fui a Córdoba para estudiar, me mudé a un departamento y en algún momento descubrí el ruido de los otros arriba, abajo, por todas partes.
–“Durante la noche la única temperatura de la casa es la de mi cuerpo”, dice el niño. ¿Cómo llegó a esta idea, a esta sensación?
–Apareció durante la escritura, cuando me puse a pensar que cuando uno recorre su casa de noche a veces es un territorio absolutamente extraño y a veces es parte del olor de la casa. Me gusta la frase, pero no estoy seguro qué quiere decir. No hay que hacerle tanto caso a los chicos (risas). Los chicos tienen esa mirada donde los pactos todavía no están solidificados. El adulto es el que termina cerrando esos pactos. También es interesante pensar la temperatura como algo no necesariamente climático, sino como una especie de sintonía. Ahora que lo pienso, tal vez el niño lo está interpretando por ahí. Durante el día, hay muchas cosas que pasan en la casa. Durante la noche, sólo pasa él. La noche ocurre porque él está en la casa.
–¿La habitación del Presidente es una novela que pone en tensión lo real sin salir de lo real?
–Sí. No me gusta esa cosa compartimentada donde el género queda encerrado en sus posibilidades y en sus búsquedas. No me interesa hablar de literatura fantástica ni de literatura realista; son definiciones que falsean o empobrecen la posibilidad de interpretación de los textos cuando se los quiere anclar ahí. Uno puede decir que tiene elementos fantásticos. Pero, ¿qué es un elemento realista?
–Otra pregunta pertinente es si lo fantástico en la novela es que aparezca el presidente. Que el niño vea entrar al presidente en la casa varias veces. ¿Eso es lo fantástico?
–Incluso muchos me han dicho que el chico se lo imagina, que es un chico que está muy aislado...
–El chico ve entrar al presidente. No hay marca alguna de que sea producto de su imaginación.
–Totalmente, para mí el presidente entra a esa casa. No es lo mismo tener un pie en lo real que tener un pie en la realidad. La realidad es un discurso que armamos entre todos. Al chico le preocupa la temperatura del mundo, eso real que no se puede nombrar, que lo podemos bordear con palabras, que es lo que intenta él casi todo el tiempo. Me interesa la pregunta por lo real, por la textura, por los matices. En el momento de la escritura no me propongo decir: “no voy a ir hacia lo fantástico”. Algunos me decían que mi novela anterior, Historia de Roque Rey es mucho más realista. ¿Realista? El tipo camina con los zapatos de los muertos, de ahí nació la novela. Que después haya elementos que puedan estar en relación a nuestro pasado más reciente no quiere decir que uno tenga una pretensión realista. Quizá me voy por las ramas, pero nunca entiendo bien cuando te plantean la “alta cultura” y la “cultura popular”. Que en la trilogía (El síndrome de Rasputín, Los bailarines del fin del mundo y El spleen de los muertos) hable de Robotech, de Bernardo Kordon o el cine mainstream es porque está todo mezclado en mí. Si empezamos a mirar el misterio que habita en las cosas, ¿en qué momento estás seguro de que algo sucede o se adapta a los patrones normales?
–La novela trabaja la cuestión de la mirada. Sin ahondar en el final, el niño siente el impacto de la mirada del presidente, una circunstancia fundante.
–Sí, es cierto... por esa mirada de ojos que se agrandan y se vuelven lentos. ¿Cuánto tiempo podemos mirar esa lámpara sin que en algún momento empiece a parecernos que va a caminar? Entre lo real y lo fantástico, me pasa eso. Me perturba la idea de circunscribir cierta literatura a un territorio de lo fantástico, como también me perturba cierta pretensión coyuntural de pensar la literatura como algo realista que interviene directamente sobre la realidad, cosa que no hace la literatura. La literatura es ese espacio en donde cuando los discursos entran se transforman; por lo tanto es impredecible la manera en que después va a intervenir en la realidad. No lo sabemos.
–El realismo es una palabra muy elástica que se la puede usar de modo tal que todo pueda ser realista...
–Claro. Mario Levrero se consideraba un escritor realista. Y estoy convencido de que está bien. El problema no está en que su realidad sea estrafalaria, su mirada sobre el mundo era así. En La novela luminosa, no tanto en el diario de la novela, en las últimas ciento cincuenta páginas no fracasó. Los momentos luminosos que él cuenta, el racimo de uvas, la piedra con la que siente que se comunica, creo que son esos momentos que podemos tener todos, pero sólo a él lo obsesionaban. Lo valioso de Levrero es que la potencia de lo real logra articular algo que termina convirtiéndose en un diálogo, que después se desvanece y no lo vas a poder replicar. Ese es nuestro límite y está bien que sea así. No siento frustración por no poder nombrar eso. Me frustraría no poder intentarlo.
–Hay una cuestión con la enfermedad. El niño plantea que la fiebre no puede ser del todo real. ¿Por qué ese niño pone en entredicho qué es estar sano o enfermo?
–Me parece que pone en entredicho la mayoría de las cosas que están establecidas: qué es estar sano y qué es estar enfermo, qué es estar solo y qué estar acompañado, qué es estar triste y qué estar alegre... Yo lo ubico en la perplejidad, en un asombro constante frente a las cosas.
–El miedo en la novela irrumpe cuando aparece el presidente. ¿Qué papel cumple el miedo?
–Me han dicho que es una novela siniestra. Tal vez sea siniestra por esa concepción de lo extraño irrumpiendo en lo familiar. Me dicen que hay algo perturbador. Es curioso porque el presidente me resulta absolutamente inofensivo. Incluso para mi paladar, por momentos desconfiaba y me preguntaba si no había demasiada ternura (risas). Me interesa el miedo como una manera de dialogar con las cosas. Cuando uno siente miedo, mira con una intensidad particular y diferente. El estado de perplejidad te puede llevar al cielo o al infierno. El miedo dispara adrenalina y pensamientos. En ese sentido, el miedo me parece muy productivo.
–Cuando el hermano menor del niño se pierde, la novela podría derivar hacia algo similar a Los otros, la película de Alejandro Amenábar. Aunque eso no suceda, ¿hubo algo en esa línea?
–Leonora Djament (editora de Eterna Cadencia) pensó también en Los otros. Y me encantó que lo haya pensado. Aunque no sea así, me gusta pensar la novela como una historia de fantasmas. Quizá el presidente sea lo único real que entra a una casa abandonada... Me interesa cuestionar la percepción desde lo literario: ¿Qué estoy mirando? ¿Por qué estoy mirando lo que estoy mirando? Son preguntas que la literatura nunca tiene que dejar de hacerse. Siempre pienso en algo tan límite y fronterizo como Operación Masacre. No hay obra más coyuntural ni más realista; sin embargo Rodolfo Walsh no deja de hacerse preguntas en ningún momento sobre cómo fue esa noche. Hay ciertos detalles que son literarios, que no se los pedís a la realidad. La potencia del texto de Walsh va más allá de la capacidad coyuntural de denuncia. Según Walsh, fracasó desde la denuncia. Pero no fracasó como literatura a la hora de construir ese mundo tan oscuro.
–¿Donde la realidad fracasa, triunfa la ficción?
–La ficción no suplanta ni ocupa el lugar de la realidad. Yo lo pensaría en estos términos: donde el discurso de la realidad no tiene tiempo ni quiere detenerse, la ficción puede hacerlo. A veces entro en conflicto con la idea de que la literatura tiene una función social. Hace poco me tocó participar de una mesa de literatura fantástica y policial y había unos chicos que decían que la literatura policial no sirve como denuncia. Sí, claro que no sirve. No tiene que denunciar nada. No está en su naturaleza la denuncia. La denuncia es otro discurso, vinculado con lo periodístico o con la justicia. La literatura policial puede iluminar territorios que no estaban iluminados.
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