Sábado, 31 de octubre de 2015 | Hoy
LITERATURA
Hoy el Presidente ha vuelto. Llevaba puesto un traje gris y una corbata oscura. Ha entrado a nuestra casa con la llave y ha cerrado tras él. Se ha limpiado los pies en el felpudo, se ha tocado la cara bajo la luz del recibidor, se ha acariciado el bigote que no logra disimular su nariz. Lo único que no ha hecho es mirar el living. Ha entrado directamente en su habitación. Esta vez no encendió la luz. Yo salí y, desde el laurel, después de un rato de mirar fijo la ventana a oscuras, pude divisar sus piernas cruzadas extendidas sobre el catre. El resto del cuerpo no se veía. Solo sus piernas y sus pies. ¿Se había quitado los zapatos, el Presidente? ¿Se había dormido? Con dificultad, abrazado a una rama, me arrastré para mejorar el ángulo de visión. El Presidente era una sombra acostada, grande, sobre el catre. Tenía los brazos cruzados detrás de la nuca. Me quedé esperando que algo sucediera pero nada pasó. Esta vez, el Presidente se quedó mucho más tiempo. De pronto tuve una idea. Bajé del laurel y me metí de nuevo en la casa. Me acerqué de puntas de pie a la puerta de la habitación del Presidente. Escuché. El Presidente siseaba. Era un murmullo musical. Un silbido sordo que intentaba seguir la cadencia de una canción que me resultaba desconocida. Escuché tanto, tan quieto y atento, que en algún momento dejé de saber si el Presidente seguía siseando la canción o la canción estaba en mi cabeza. Eso me asustó y me fui.
* La habitación del Presidente (Eterna Cadencia), página 67.
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