Miércoles, 25 de noviembre de 2015 | Hoy
LITERATURA › A LOS 92 AñOS, MURIó LA ESCRITORA AURORA VENTURINI
Descubierta en la vejez, cuando ganó el Premio Nueva Novela Página/12 con Las primas, Venturini rompió luego las barreras nacionales y se expandió por España, donde también cosechó galardones. Su obra fue traducida al francés y al italiano.
Por Silvina Friera
La monstruosidad de la genialidad elude la abulia del entendimiento. No habrá otra escritora igual, tan extrema y desconcertante, tan anómala como revulsiva. No era “normal” Aurora Venturini. Le gustaba coquetear con su excentricidad, jactarse de ser un “bicho raro” y componer versiones discordantes de su vida, como si protagonizara las deformes tribulaciones de una perversa heroína. Como dice un personaje de uno de sus cuentos, era “una comida muy dura para la muerte”. La autora de Las primas, Premio Nueva Novela Página/12, murió a los 92 años. “Se va lo que se pudre, por eso ya hice el trámite: me anoté en el crematorio, con cajón y todo. No quiero que me muerdan los gusanos, que ya en vida me han mordido bastante –recordaba Venturini en una entrevista de este diario–. El señor que me atendió me preguntó: ‘¿Trae el cuerpo para cremar?’ ‘Sí, el mío, pero vas a tener que esperar’. Llené la planilla, entonces escribí mi necrológica, lo único que no puse es la fecha porque no sé cuándo me voy a morir. Pero escribí: ‘Sus restos fueron cremados y sus cenizas, esparcidas en el bosque de La Plata, ciudad a la que amó tanto’. Tal cual. El muchacho me miraba. ‘Nunca me pasó algo igual’, me dijo. ‘Ah, yo soy muy original’, le dije. Después me compré el cajón, pero le dije que quería algo baratito, total va al horno. Yo soy diferente.”
Venturini, bicho extraño en la escena literaria, salió del “closet” en el que estaba confinada recién en 2007, cuando ya era una narradora octogenaria que tenía más de treinta libros publicados en editoriales de cabotaje, ediciones de autor o sellos de existencia precaria. Esa mujer delgadísima de voz ronca tenía una trayectoria tan extensa como invisibilizada hasta que, como bromeaba ella misma, se puso de “moda”. En poco tiempo el fenómeno Venturini –que podría traducirse como autora descomunal y extravagante descubierta en la vejez– rompió las barreras nacionales y se expandió por España, donde Constantino Bértolo, entonces editor de Caballo de Troya, la publicó en 2009. La edición española de Las primas recibió el II Premio Otras Voces, Otros Ambitos. El escritor Enrique Vila-Matas planteó que quizá, tras el manuscrito de esa novela genial, “pudiera ocultarse el prolífico César Aira disfrazado de loca faulkneriana”. Como si fuera una extraña combustión entre una Silvina Ocampo alucinada y una María Elena Walsh retorcida, en la materia de sus ficciones o autobiografías delirantes están la infancia hostil, el rechazo filial y el desapego familiar, la locura y la deformidad; un universo que atraviesa a varios de sus títulos previos al fenómeno de una obra que también ha sido traducida al francés y al italiano, libritos agotadísimos como La Plata mon amour, Carta a Zoraida y Pogrom del cabecita negra, entre tantos otros títulos, anteriores al premio Nueva Novela.
Aurora había nacido en La Plata el 20 de diciembre de 1922. A los cuatro años empezó su temprana relación con la literatura: escribía y recitaba con ademanes, como se usaba entonces. Ella se encargaba de echar leña al fuego del mito de la niña brillante y extraña, inteligente y antisocial. No era frecuente en esos años que una mujer pudiera acceder a la universidad, pero la joven –que pertenecía a una de las familias fundadoras de la ciudad– se graduó en Filosofía y Ciencias de la Educación en la Universidad Nacional de La Plata en los años 40. Trabajó en el Instituto de Psicología y Reeducación del Menor, donde conoció a Evita, quien la convirtió en peronista. “Yo trabajaba en Minoridad y como había chicos muy inteligentes entonces le dije a María Elvira Caporale, la señora de Mercante, que era el gobernador de la provincia, que quería ver a Evita para proponerle que a esos chicos los sacáramos y los lleváramos al colegio y a la universidad, sin que los otros supieran de dónde venían, que se mantuviera el secreto. Y así la conocí y empecé a trabajar con Evita. En la bendita Fundación, que ojalá se hiciera nuevamente, había de todo: sacamos maestras, abogados, escribanos. No había remedio que Evita no pudiera conseguir, lo conseguía y lo mandaba a buscar adonde fuera. Muchos eran antievitistas y después la combatieron, pero no habrá otra igual. ¡Cómo me gustaría que abrieran los ojos y reabrieran otra vez aquella Fundación!”, contaba la escritora que en 1948 recibió de manos de Jorge Luis Borges el Premio Iniciación por el libro El solitario.
La represión y las torturas de la llamada “Revolución Libertadora” contra los peronistas la obligaron a exiliarse. El personaje Venturini disponía de un as en la manga para descolocar a quien la entrevistara. “Yo molotoveaba, hacía unas molotov bárbaras”, comentaba su participación en la resistencia peronista en el 56 y daba una breve lección sobre cómo hacerlas: “Agarrás una botella, dejás un vacío, ponés el inflamable, la pila de estopa, una bochita, la prendés y la tirás”. Estuvo encarcelada y la torturaron, antes de rumbear hacia Francia. “Yo no hacía política, pero había trabajado para el Estado, era amiga de Evita y basta. Pasaron cosas tremendas en el cautiverio pero no importan: les pasaron a todos los que estuvieron presos. Después me tiraron a la calle. En esa primera dictadura si no te fusilaban, te tiraban a la calle. En la segunda te tiraban al mar; en los 50 eso no se les había ocurrido –ironizaba al mejor estilo Venturini–. Yo no tenía plata para el pasaje, pero un pariente me lo sacó. Por suerte tenía el pasaporte en orden, porque había viajado el año anterior. Acá hacía un frío espantoso, en Francia un calor brutal. Me fui al Barrio Latino, que ya conocía, y busqué trabajo de cualquier cosa. Escribía en diarios, traducía. Veía en televisión lo que pasaba acá. Lo pasaban. Qué espanto. ¿Cuántos años llevamos sin revolución ahora? ¿Treinta? Ay, entonces a lo mejor nos hemos curado. Ojalá.”
En Francia, donde vivió durante 25 años, la muchacha peronista, testigo del movimiento existencialista, fue amiga de Violette Leduc y conoció a Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Albert Camus, Eugène Ionesco y Juliette Gréco. En Sicilia frecuentó a Salvatore Quasimodo. Venturini tradujo a Isadore Ducasse, Conde de Lautréamont, a François Villon, a quien le dedicó también el ensayo Raíz de iracundia vida y pasión del juglar de Francia (1963), y a Arthur Rimbaud. El gobierno francés la distinguió con la Cruz de Hierro por sus traducciones de Villon y de Rimbaud. “Tengo para mí que es antihigiénico ayuntarse en pareja ocho horas. Exponiéndome a la crítica negativa, diré que los maduros matrimonios ayuntados toda la noche me dan asco; inconscientes, transpiramos, pateamos, gritamos. Creo que nos morimos al entrar en sueño profundo. Son ideas mías, tal vez sean ideas turbias y disociales”, plantea la narradora de uno de los cuentos de El marido de mi madrastra. Aunque se casó dos veces –una con “un juez de derechas”, otra con el historiador revisionista Fermín Chávez–, la escritora proclamaba a quien tuviera enfrente que no servía para el matrimonio. “No sé hacer nada: no cocino, no limpio, no quiero hijos. Soy difícil. Mis matrimonios fueron Vilcapugio y Ayohuma.”
En la mitología Venturini hay mucha tela para cortar y entretenerse. Ella decía que le había vendido muchos cuentos a Narciso Ibánez Menta en España y que él después los adaptó para la pantalla. Y recordaba o fabulaba –quizá sean verbos intercambiables– sobre uno de esos relatos: “Una mujer de la Antigüedad está en el campo trabajando y siente algo, pero no sabe qué. Pasa a la Edad Media y se asusta. Luego se acomoda, pero la gente lo nota, ve que es de otra época, le tiene miedo. Llega a la Edad Moderna hasta que un día, desesperada, cuando ya hay medicina eficaz, le explica a un médico lo que le pasa. Los médicos se reúnen, le hacen una radiografía y encuentran que, cerca del corazón, tiene una cosa extraña, un cubo. La operan, se lo sacan y ella se convierte en cenizas”. La escritora sonreía cuando llegaba al remate de la historia: “Ibáñez Menta vivía en un departamento de Madrid que tenía olor a guiso. En esa época creo que ya estaba casado con Laura Hidalgo”.
Era un personaje muy punk, como observó Mariana Enriquez. Si no alcanza con leer la parte de su obra publicada por Penguin Random House, como Nosotros, los Caserta (2011), El marido de mi madrastra (2012), Los rieles (2013) y Eva. Alfa y Omega (2014), habrá que ver Beatriz Portinari –seudónimo con el que se presentó al concurso organizado por este diario–, el documental de Agustina Massa y Fernando Krapp, “el grupo de vinchucas”, como los definió con esa lengua tan venenosa que podía tener según la ocasión, que fueron echados por la escritora platense, cuando decidió concluir con la experiencia de filmarla en su casa. El mundo de Aurora nunca fue previsible ni se movió en los parámetros de eso que se suele llamar “normalidad”. En ese documental se percibe cómo ella maneja los hilos, el clima y la información que suministra a su antojo, sin importar las contradicciones que asoman cuando los directores descubren que el padre de la escritora no había tenido caballos ni había perdido una casa jugando en el hipódromo, como afirmó en algún reportaje. En la pendiente de un documental trunco, los directores capitalizaron cada una de las escenas que pudieron filmar con Venturini y los testimonios de Juan Ignacio Boido, Liliana Viola y Haydée Bambill, entre otros. El diálogo entre la escritora y el párroco Carlos Alberto Mancuso del templo San José, especialista en exorcismos que le sacó el hábito de fumar, es literalmente imperdible. “Les aconsejo que cuando se les caiga el alma y sientan que están por morirse, se agachen, la levanten y se la pongan de nuevo”, recomendaba Venturini.
En la novela Los rieles reconstruye oníricamente las consecuencias del accidente que sufrió en abril de 2011, cuando se cayó en su casa, se fracturó varios huesos, estuvo internada meses y tuvo que aprender a caminar de nuevo. Un accidente que ocurrió, como ella escribió, “ya en el límite de todas la edades”. La voz que narra, como la escritora, es una suerte de garrapata incómoda, molesta, aferrada al lenguaje y a la rabia. “Soy una minusválida manual, para lo único que sirvo es para escribir. No sé pelar una papa, no sé barrer, no sé abrir un frasco. Soy una inútil y en mi familia hay esas minusvalías, pero no manuales, sino de otro tipo”, afirmaba Venturini para conectar su historia familiar con las semejanzas de Las primas, esa novela extraordinaria que escribió en sólo dos meses. Como parpadeos de una luminosidad que lastima, la excepcional obra de Venturini es una bomba molotov lanzada sobre el corazón de la literatura argentina.
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