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Lunes, 25 de enero de 2016

LITERATURA › CARLOS J. ALDAZáBAL HABLA DE SU LIBRO LAS VISITAS DE SIEMPRE

“No creo en la evolución en el arte”

El poeta salteño reunió en un mismo volumen sus tres primeros poemarios, atravesados por lo autobiográfico junto a poemas inéditos dedicados a Olga Orozco, Amelia Biagioni, Juan Carlos Bustriazo Ortiz y Raúl González Tuñón, entre otros.

 Por Silvina Friera

El poeta que quiso ser como Francisco de Quevedo tenía una higuera en el fondo de su casa en Salta. Ese arbusto era el buque pirata de su imaginación desaforada con la que despertaba a fantasmas y llamaba a los ovnis para viajar por el torrente sanguíneo de lo absurdo. Un día la madre decidió “eliminar las malezas” y la higuera se hundió en el río de los recuerdos, hasta regresar en la lengua indómita del poema. El salteño Carlos J. Aldazábal ya no vive en la ciudad donde nació hace 41 años, pero ahí comenzó a deletrear y construir su mundo. “La tristeza duele”, afirma el poeta en un verso de Las visitas de siempre (El Surí Porfiado), edición que reúne sus tres primeros poemarios atravesados por lo autobiográfico junto a poemas inéditos dedicados a Olga Orozco, Amelia Biagioni, Juan Carlos Bustriazo Ortiz y Raúl González Tuñón, entre otros. “Suele ser un lugar común renegar del primer libro. La soberbia del monje es lo primero que publiqué, aunque antes hubo otros esfuerzos fallidos. Ese libro lo vuelvo a leer y tiene poemas que resisten”, dice Aldazábal en la entrevista con Página/12.

Tenía 22 años cuando la editorial de Víctor Redondo, Ultimo Reino, publicó La soberbia del monje con prólogo de Santiago Sylvester. Después continuaron Por qué queremos ser Quevedo (1998), prologado por Nicolás Rosa, y Caserío –que recién se editó en 2007–, con prólogo de Alberto Szpunberg. “Me acuerdo mis poemas de memoria; no sé si eso es bueno o malo, pero tiene que ver con la tradición de la oralidad -–explica Aldazábal–. Cuando empecé con la poesía, solía ir a la casa de un gran poeta salteño, Raúl Aráoz Anzoátegui, un poeta de la generación del 40, de la misma generación de Manuel Castilla. Lo escuchaba y aprendía a leer y a conocer la tradición; había una cuestión de oído en esa poesía popular. Pero, al mismo tiempo, siempre tuve una mirada crítica sobre la sociedad salteña y en ese primer libro aparece cierta incomodidad frente al conservadurismo de la provincia. Por qué queremos ser Quevedo, mi segundo libro, narra parte de mi infancia y cierta historia trágica con mi padre”.

–“’Heredarás la tierra’, me dijiste/ y me entregaste una pala/ para cavar una tumba”, se lee en uno de los poemas más bellos y desgarradores de Por qué queremos ser Quevedo. ¿Esa frase es literal? ¿Se la dijo su padre?

–No, es una frase bíblica. Mi padre fue un padre abandónico, como muchos padres, que murió el día de mi cumpleaños, el 4 de junio, cuando yo tenía 19 años. Por eso el poema dice: “Me dejaste el aire/ con un tatuaje negro,/ atravesando el almanaque,/ atravesando el nacimiento de mi fémur...” Fue una paradoja, porque era un padre ausente en vida y presente cada vez que cumplo años a partir de su muerte. Algunos me dicen que mis poemas son muy pesimistas –creen que los poemas tienen que ser optimistas y cantarle a la vida–, pero me di cuenta de que en esos poemas de mi infancia hay optimismo. Me acordé de la idea de aura de Walter Benjamin, de la expresión lejana de una lejanía, en el famoso ensayito La obra de arte en la época de su reproductividad técnica. Hay momentos auráticos en esos poemas, esos momentos irrepetibles que uno quisiera habitar para siempre. Pero al mismo tiempo están las pequeñas tragedias cotidianas.

–¿Qué pasa cuando se escribe poesía sobre la infancia? ¿Cambia la escritura del poema?

–No, no cambia. La poesía nace en la infancia y tiene que ver con la imaginación y esos juegos infantiles de pensarse en otros mundos. Quizá lo que cambié en mis últimos libros es que abandoné lo surrealista y me fui acercando a una poesía más realista. No creo en la evolución en el arte; sí en que hay transformaciones y necesidades expresivas. Escribí un libro sobre los selk’nam, Nadie enduela su voz como plegaria, porque estaba en otra búsqueda. Hay un vínculo entre el poeta y el antropólogo que pasa por la cuestión de la otredad; Rimbaud ya lo decía: “yo es otro”. Siempre hay un gesto antropológico en la escritura de un poema.

–El título “Por qué queremos ser Quevedo” parece reponer esa vieja disputa entre conceptistas (Quevedo) y culteranos (Góngora), ¿no?

–Ese poema surgió de una charla con Santiago Sylvester, a quien está dedicado el poema. El me dijo que los poetas queremos ser como Quevedo: que pasen cinco siglos y nos sigan leyendo. Como leemos a Quevedo, a Góngora y a Garcilaso, estupendos poetas del Siglo de Oro Español, más allá del enfrentamiento que tenían Quevedo y Góngora. Y escribí ese poema “Por qué queremos ser Quevedo”, un poema que juega con la originalidad, un tema que siempre me preocupó junto con la angustia de las influencias y no ser epígono de nadie, algo que es difícil viniendo de una provincia como Salta con tantos buenos poetas.

–Pero ese poema cuestiona el intento de originalidad...

–Hay algo que se llama tradiciones, y no hablo de tradición en el sentido reaccionario, sino que la pienso a través de ese concepto que Raymond Williams explicó muy bien que es la tradición selectiva, ese pasado que se actualiza en el presente y que también discute con los problemas del presente. Y que tiene que ver con cómo un escritor forma su biblioteca y se forma como lector. Vengo de una tradición detrás de la cual está la copla popular y Manuel Castilla, pero también está César Vallejo, Federico García Lorca, Quevedo y Góngora. No hay evolución ni novedad en el arte, sino que hay recreación. Ser uno es el gran desafío con el lenguaje: cómo yo soy yo con algo que tiene tanta historia. Tuve la suerte de conocer a poetas estupendos como Olga Orozco, Joaquín Giannuzzi, Amelia Biagioni y Juan Carlos Bustriazo Ortiz. Cuando publiqué mi primer libro, se lo llevé a Olga, que me invitó a tomar el té a su casa. Ella me mandaba a estudiar francés porque me decía que no era posible que un poeta no supiera francés, que es la lengua de la poesía. Yo le prometía que lo iba a estudiar. Y estudié, pero no hablo francés. Escribir poesía es una gran liberación porque te sirve tanto para reivindicar como para denunciar. En esta época en que cada vez va a ser más necesaria la denuncia, la poesía se vuelve imprescindible.

–¿Cómo analiza la llamada “poesía de los 90”?

–El tallerismo de Buenos Aires era algo exótico para mí porque uno a los maestros no les paga. ¿Qué quiero decir con esto? Que uno se juntaba a hablar con Aráoz Anzoátegui, con Giannuzzi, con Orozco, y no importaba la carrera literaria. Pero eso cambió con “la poesía de los 90”, que tenía un sesgo evolucionista y pensaba de un modo lineal, desconociendo que la Argentina es un país con múltiples tradiciones que no se circunscriben a un grupo literario de dos o tres lugares específicos. Lo que más me molestaba es que los veía muy neoliberales y menemistas. Lo positivo es que hubo mucha producción, pero si hay algo negativo es que hasta el día de hoy se sigue confundiendo la sociabilidad con la poesía. Fui testigo de todo ese proceso y no me sumé a la moda de renegar de la lírica. Nunca caí en la tentación esnobista de la poesía de los 90.

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“Nunca caí en la tentación esnobista de la poesía de los 90”, se planta Carlos J. Aldazábal.
Imagen: Rafael Yohai
 
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