Lunes, 18 de abril de 2016 | Hoy
LITERATURA › DAMIáN TABAROVSKY HABLA DE EL AMO BUENO, SU úLTIMA NOVELA
El autor y editor propone una ficción que mete el dedo en la llaga del progresismo, para expresar un malestar a contrapelo de la época. “Como soy una especie de anarquista solitario, no me gusta la figura del escritor autocomplaciente”, sostiene.
Por Silvina Friera
Tres perros –Tato, Martu y Ringo– cavan un túnel en el jardín de una casa sobre la calle 14 de Julio, en Villa Ortúzar. Por debajo de esas patas que husmean y destruyen circula la historia de los objetos, el materialismo en estado puro. Al cavar emergen los vestigios fabriles de la lengua, en un barrio que despliega el tinglado de la Sudamtex, una industria textil que quebró a mediados de los ’80, con los ecos de la memoria de los obreros anarquistas. Damián Tabarovsky, el más extremo de los escritores argentinos nacidos a fines de la década del 60, da un paso más allá en devolverle a la literatura su condición de ruina en su perturbadora y extraordinaria El amo bueno (Mardulce), una novela incómoda en su agudeza que politiza la sintaxis y mete el dedo en la llaga del progresismo, para expresar un malestar a contrapelo de la época. “El narrador de la novela se pregunta sobre la posibilidad de hablar todavía con el fantasma, si existe la escucha para algo que ya murió: el ideal revolucionario, que es también después el ideal vanguardista. Todavía podemos tener alguna clase de escucha bajo el modo del malentendido”, plantea el escritor y editor en la entrevista con Página/12.
–¿Por qué una de las primeras tensiones que aparece en la novela tiene que ver con el eufemismo?
–El eufemismo es uno los grandes géneros de la lengua desde el principio de la historia. El otro día estaba leyendo por tercera vez uno de los libros más extraordinarios que leí, los diarios de (Adolfo) Bioy Casares sobre Borges. En la década del 50 y el 60, revolución era sinónimo de golpe de estado: la “Revolución Libertadora”, la “Revolución Argentina” de (Juan Carlos) Onganía. Borges tenía una aversión por (Arturo) Frondizi, a quien acusaba de ser peronista, marxista, de todo el mal argentino. Parece que hay una manifestación en el Sur, que era en San Telmo, y entonces Borges le dice a Bioy: “Vamos a ver”. Y van con el auto a ver si hay una revolución; es curioso que un golpe de Estado se llame revolución no una vez, sino varias veces a lo largo de la historia.
–¿Qué implicancias tiene el eufemismo desaparecido?
–Desaparecido es mucho más que un eufemismo. Desaparecido es la gran categoría política que dio la Argentina a la tradición de la ciencia política. En muchos países la palabra se escribe en castellano con bastardilla. Así como la Revolución Francesa aporta la noción de ciudadanos y los derechos universales del hombre, Argentina aporta la noción de desaparecido; que sabemos que está muerto, pero que tiene algo de fantasmal, porque están muertos sin el rito del entierro, sin encontrar los cuerpos. Desaparecido me parece que encarna cierto modo argentino de nombrar las cosas. En mi generación nos hemos iniciado a la política con “Aparición con vida”, un lema sobre personas que quizá hacía siete u ocho años que estaban muertas. Mientras que para la dictadura el eufemismo desaparecido lo que estaba evacuando era la responsabilidad, porque no estaban diciendo “somos asesinos seriales”. En el seno mismo del concepto desaparecido hay una lucha política; uno puede hacer un análisis genealógico, en el sentido foucaultiano o nietzscheano de cómo aparece ese concepto. La novela da vueltas sobre estos temas sin que sea un ensayo nietzscheano; es una novela, pero están estos fantasmas sobrevolándome.
–Un fantasma que recorre la novela es la figura de Fogwill. El narrador, a la vez que deja en claro que lo admira, también lo cuestiona a Fogwill cuando ve algunos videos y siente “vergüenza ajena de ver de cerca cómo no debería haber envejecido, convertido en una mala copia de sí mismo”. ¿Cómo opera el fantasma de Fogwill en la novela?
–La novela va y viene sobre Fogwill. Pero si tuviera que decir un eslogan, diría que toda mi obra es una nota al pie de la obra de Héctor Libertella. La verdad que en el fondo doy vueltas sobre todas las intuiciones que tuvo Libertella. En el caso de Fogwill, se murió a tiempo, en el sentido de que los últimos años de su vida iba hacia una situación de pérdida de esa agudeza que lo había caracterizado. Lo que aprendí de Fogwill, como de nadie, es a sospechar del progresismo. En la década del 80, cuando lo empecé a leer mucho y también lo conocí, Fogwill era el crítico de la transición democrática. En el momento de fiesta del alfonsinismo, él intentaba demostrar “la herencia cultural del proceso” –título de un célebre artículo de Fogwill–, cómo los modos de la democracia alfonsinista retomaban muchas cosas de la dictadura y cómo había líneas de continuidades evidentes. Esa sospecha radical frente al progresismo es lo que más tomo de Fogwill y eso también está presente en mis libros y en mis intervenciones.
–¿La idea del fantasma es tributaria de las propuestas de Libertella?
–Absolutamente. En Nueva escritura en Latinoamérica, Libertella habla de la vanguardia como Caballo de Troya, que es algo que tomo no solamente en mis novelas, sino en la situación del escritor frente a la lengua y el mercado. Libertella decía que la vanguardia que avanza a pasos progresivos –dadaísmo, surrealismo, futurismo–, habría que pensarla como un Caballo de Troya que juega dentro del mercado; es decir que toma las armas convencionales, como publicar en editoriales mainstream, y desde adentro del mercado sos un Caballo de Troya que aparece inesperadamente como la vanguardia.
–Desde el progresismo, el título de la novela, El amo bueno, podría interpretarse como una suerte de oxímoron, ¿no?
–A eso va: ¿Qué pasa cuando tenés un amo que piensa más o menos lo mismo que vos, que mira los mismos programas que vos, que lee los mismos libros, que tiene los mismos gustos culturales, pero es amo y se impone como amo? Cuando pensás que hay una especie de simetría o empatía, se comporta como amo sin ningún problema.
–Es un problema que no tiene solución...
–No sé si se tiene solución, tampoco sé si una novela debería dar soluciones. La utopía libertaria discute radicalmente con esta idea del amo. Quizá la preocupación de un escritor sea expresar el malestar más que encontrar la solución. Aunque esta es una época en que el malestar está mal visto: hay que ser optimista, hay que tirar para arriba, no hay que tener conflictos ni hablar de ideologías. Alguien que viene a decir que existe el malestar, eso no lo convierte en un Ernesto Sabato. No soy una caricatura torturada del escritor, sino al contrario, con eso hago obra y apelo a los fantasmas de la vanguardia que pensaron en esa dirección. Quizá parezco un aguafiestas al decir esto, pero todas las proposiciones son cooptadas y revertidas en su sentido, como las categorías libertarias que vienen de la década del 60, flexibilización y autonomía. La flexibilización ya no es para tener más libertad, sino que esa expresión se usa para despedir gente y en vez de tenerla en relación de dependencia se la tiene precarizada. Por eso es mejor quedarse en esa negatividad, expresar esa negatividad, y nunca dar el paso a la proposición. Yo no soy un ingeniero social, ni un higienista, ni un político. Doy cuenta de que eso está, de que eso ocurre... y ya no es poco.
–No es poco, volviendo a la novela, señalar que Fogwill fue velado en la Biblioteca Nacional, una institución que “tuvo al fin un pensamiento agudo sobre la ciudad, sobre la polis, sobre los cuerpos de los escritores que se depositan entre libros en anaqueles”, subraya el narrador. Para un lector argentino es evidente que se está refiriendo a la gestión de Horacio González.
–Sí. La gestión de la Biblioteca Nacional en los últimos años ha sido la mejor que yo recuerde. Tomemos un tema, hagámonos una pregunta sobre la Biblioteca Nacional que mucho no se hace. ¿A quién le importaba antes quién era director de la Biblioteca Nacional? Si la preocupación existe hoy es producto de la gestión de González, eso solo ya indica lo extraordinaria que fue. No sólo Fogwill fue velado en la Biblioteca, también fue velado Leónidas Lamborghini; importa también el lugar que le dio a los escritores e intelectuales en los homenajes, como a Pancho Aricó o a Tulio Halperin Donghi, que se han caracterizado por un antiperonismo galopante. Si el kirchnerismo hubiera estado a la altura de la Biblioteca Nacional, yo hubiera sido kirchnerista. La Biblioteca Nacional estuvo mucho más lejos que el kirchnerismo, fue una Biblioteca profundamente pensada. Me molesta muchísimo la forma denigrante con que se usa muchas veces la expresión “centro cultural”. Que la Biblioteca Nacional Argentina tenga un contenido de centro cultural es extraordinario y por cierto la tiene casi todo el mundo; es cuestión de guglear la Biblioteca Nacional de Francia, por ejemplo, para ver que muchas bibliotecas hacen actividades culturales. Que la Biblioteca Nacional haya tenido un catálogo de libros como el que tuvo, de ediciones facsimilares, ha sido muy extraordinario. Y que Fogwill, nuestro gran escritor anarquista de derecha, haya sido velado por el Estado, hay ahí todo un núcleo significante de la relación entre Estado y mercado. La Biblioteca ha sido una máquina de conflictuar, eso es muy interesante y no debería perderse.
–¿Cree que esa máquina de conflictuar se va a perder ante una todavía lejana gestión de Alberto Manguel, cuando asuma en julio próximo?
–Ojalá que no... pero no me gusta hacer pronósticos. Estoy totalmente en desacuerdo con los despidos, y escuché que se dijo que la gestión de González había sido un poco nostálgica, cuando justamente cualquier Biblioteca se piensa desde el pasado. La Biblioteca, el archivo, es una institución que tiene que ver con el pasado, y la forma de problematizar es cómo volverlo presente. El problema de la Biblioteca nunca es el futuro necesariamente; por lo tanto la nostalgia, lo fantasmal, es una característica de la biblioteca, cualquiera sea. En vez de suspender la nostalgia, yo la volvería productiva, como lo que hizo González. No me gustan los despidos, no me gustan los carros de policía en la Biblioteca... tengo una mueca de preocupación. Ahora también pienso que el kirchnerismo perdió las elecciones y tiene que entender que viene otro gobierno que va a tener otra política. Lo que no le podemos exigir al gobierno actual es que sea kirchnerista. Mientras que no se toquen las cuestiones de fondo, como que la Biblioteca cierre o que le rebajen diez veces el presupuesto, un corte de la cadena de lo que es una institución estatal, este gobierno tiene el derecho, como lo tuvo el kirchnerismo, de armar otra Biblioteca Nacional.
–En el lenguaje político del macrismo aparece mucho más la palabra futuro, la idea del borrón y cuenta nueva, y poca problematización sobre el pasado y el presente.
–Curiosamente esto que acabás de decir es el tema de la vanguardia: el año cero de la historia. La Revolución Francesa comenzó rompiendo relojes para que sea el año cero e inmediatamente le cambiaron el nombre a los meses. Lo que habría que preguntarse es si no estamos ante esta figura del capitalismo contemporáneo de revertir el sentido de las palabras, porque siempre he pensado al kirchnerismo y al propio Horacio González como una especie de “vanguardista historicista”; ahí sí hay un oxímoron porque la vanguardia nunca se puede pensar como historicista. La vanguardia inventa todo de cero y cada vanguardia supera a la anterior. González le dio una dimensión histórica, un historicismo en el sentido sociológico. El discurso del PRO toma los contenidos de la vanguardia, el futuro sin pasado es una tierra virgen hacia la que vamos, sólo que los contenidos del PRO son antagónicos a las tradiciones de la vanguardia, como la meritocracia. El PRO se funda desde otro lugar y no es la Ucedé ni el peronismo de derecha: “Somos otra cosa nueva”, dicen. Mientras que el kirchnerismo se pensó: “Somos La Cámpora, venimos del 70, venimos de los tiempos de la historia”. El PRO retoma los elementos de la vanguardia y eso lo vuelve tan perturbador. Hay que enfrentarse con este problema descarnadamente. Como soy una especie de anarquista solitario, no me gusta la figura del escritor autocomplaciente. Si la vanguardia es el PRO, habría que discutir la vanguardia misma... González te diría que por eso hay que ser historicista, que el historicismo da una densidad cultural que la vanguardia ya no... El presente siempre tiene una dimensión anacrónica y el trabajo de un escritor es manifestarlo y ponerlo en un tapiz, a la vista.
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