Viernes, 24 de noviembre de 2006 | Hoy
LITERATURA › RODOLFO RABANAL HABLA DE SU ULTIMA NOVELA, “EL HEROE SIN NOMBRE”
El libro posee como puntos de partida un diario autobiográfico de 1978 y la “obligación de juzgar esos tiempos” que tienen, dice, quienes vivieron durante los años de plomo de la dictadura.
Por Angel Berlanga
Lo mejor de su vida privada en el peor momento de vida colectiva. El ensueño del descubrimiento y el disfrute junto a una mujer a la que se ama, a la que se empieza a amar, en medio de la pesadilla de esta ciudad en 1978, militares, Mundial y derechura humana. “La gente busca amparo en las creencias más dispares. Yo, que creo no tener ninguna, me refugio en estos cuadernos”. Así inicia Rodolfo Rabanal su última novela, El héroe sin nombre, y así inicia el protagonista de esta historia, Pablo, sus notas personales de ese año, en procura de registrar sus vivencias de esos días. Ahí están los amigos, el panorama espantoso que destilan las charlas con el profesor Lecombe, por ejemplo. Ahí está lo que ve, el asesinato de un hombre que, en medio del gentío, intenta huir trepándose a un colectivo en Córdoba y Callao, o la chica de rostro martirizado que baja de un Falcon para marcar en Santa Fe y Libertad a un compañero que enseguida es detenido por matones. Ahí está el refugio en la música, el cine, la literatura y el amor, espacios y situaciones en las que Pablo y Rabanal también se detienen, desarrollan, cuentan, y ocurre que en esos contrastes de climas, notablemente regulados, surge buena parte de la singularidad de mirada de esta novela situada en tiempos de la dictadura.
Rabanal, que vive desde hace nueve años a pocos kilómetros de Punta del Este, propone La Biela como lugar para la entrevista. En la vereda, a la sombra de uno de esos gomeros monstruosos, los turistas almuerzan, los mozos son diligentes y unas nenas mendigan. Normalidad en la Recoleta. “En 1978 estaba escribiendo mi segundo libro, Un día perfecto –cuenta este narrador nacido en 1940– y como estaba esta cosa opresiva del Mundial y quería irme de Buenos Aires, aproveché el departamento que unas tías me prestaron en Mar del Plata. Mi ilusión era que escapándome de aquí iba a tener un poco de alivio, pero allá también me encontré con la misma euforia mundialista y con incidentes similares de represión. Yo suelo tomar notas de lo que veo o pienso, una especie de diario, y hace dos años encontré el cuaderno de aquella época. Ese es el origen de la novela.”
En la ficción, luego de largar su trabajo como dibujante de diseños industriales –aunque también escribe textos para diarios y revistas–, Pablo viaja a Mar del Plata para intentar escribir un ensayo sobre Dante y La divina comedia. Una pareja joven y perseguida le pide ayuda, y eso lo pone primero en disyuntivas y luego en riesgos. “En mi novela inicial, El apartado, que apareció en 1975 y trataba sobre el horror que veía venir, fue la primera vez que traté este tema de la imposibilidad de vivir al margen de lo que pasa en el mundo”, explica Rabanal. “Pero aquélla, a diferencia de ésta, era menos referencialista y más interior, prácticamente no se nombran lugares. Lo que podríamos llamar realismo estaba diluido en una suerte de recurso metafórico permanente. Y cuando di con el cuaderno del ’78 encontré materiales que me pesaban mucho y había casi olvidado: los enfrenté y me puse a escribir.” “Ficción”: Pablo acompaña a su dama en una visita al penal de Rawson, donde ella visita a un hermano preso por causas políticas. “Realidad”: Rabanal visitó durante la dictadura a un hermano que estuvo preso. “Conocí todas las cárceles de la Argentina, porque los pasaban de una a otra”, cuenta. “De todas formas, una novela no es una autobiografía, ni mucho menos, aunque la imaginación se apoye en algo real.”
–Más allá de que aquí sí se aluda a situaciones y sitios “externos”, en la novela predomina la “interioridad” del narrador.
–Sí, pero la interioridad ocurre en un contexto bastante determinante. La idea central era que quien ha vivido esos años no puede abstenerse de emitir un juicio sobre esa época. En la primera mitad de los ’70 había que hacer un enorme esfuerzo para no caer en el vértigo, porque era muy seductor todo, evidentemente, y había razones para pensar que la militancia tenía un sentido.
–¿Esa “obligatoriedad” de juzgar la época está también en el origen de la novela?
–Es que al ver el cuaderno descubrí la necesidad de pagarme lo que me debía con este tema. E interesarme vitalmente, como si fuera el presente, casi. Sentir que eso ha pasado, pero no está muerto. En ese tiempo tan humillante de la dictadura sentíamos que se nos robaba pasado, presente y probablemente futuro. No casualmente el libro está dedicado al poeta Miguel Angel Bustos, que fue muy amigo: poco antes de que lo chuparan, él hizo que leyeran mi primer libro en Sudamericana. También están los elementos contradictorios de, por llamarla de alguna forma, esa misma revolución; yo fui periodista toda mi vida, estuve en Primera Plana, en Panorama, en La Opinión, en ese mundo, imagínese quiénes me rodeaban: Juan Gelman, Paco Urondo. Y esa gente, más otros no tan famosos, eran mis amigos. Y yo era el no militante. Yo era el acompañante, simpatizante, pero no me interesaba la política activa. Yo era un teórico. Y probablemente tenía miedo, qué sé yo; sumo también la posibilidad de la cobardía. Pero el hecho afectivo y profundo, de litigio y discusiones serias, era con ellos. Luego, cuando se produjo el golpe, llegó la soledad.
–¿Por qué no adhería a los militantes de la época?
–Sentía que el camino no era ése, que no se llegaba a nada. Tal vez por una posición marxista previa, o lo que sea, medía las relaciones de fuerza y era imposible. Nos iban a matar. No es que lo supiera con tanta claridad como ahora, pero en la base argumental de esta discusión estaba este temor como algo lógico, casi. Con este tipo de estrategia y de logística no había posibilidades de cambiar el mundo a partir de la violencia.
–El componente de la clandestinidad entorpeció más las cosas.
–Y era muy difícil para vivirlo. Tremendo. Las pérdidas que se producen por la clandestinidad son enormes. Todo eso a mí me disuadía. Y por otra parte yo quería escribir, ser escritor. Está bien, no tenía la estirpe del militante. Yo no era un héroe.
–¿Le resultó traumático escribir esta novela?
–Un poquito, por la exhumación del momento, sobre todo. Uno tiene tramos del pasado más gratos. Hubo un momento en que me entristeció y me detuvo; después me encanté con la escritura y seguí. La sensación que me queda de esos años es que cada paso podía ser el último. En el sentido más siniestro del cálculo, porque ahí la muerte tenía una calificación muy presente, ajena a tu voluntad y a tu organicidad misma, podía venir porque estabas en una libreta. Estaba el peligro y, en mi caso personal, la repugnancia porque mucha gente no quería ver lo que yo veía todo el tiempo. La voluntad de cegarse era terrible. Los episodios que aparecen en la novela, el secuestro y el asesinato, ocurrieron a pleno día y entre un montón de gente.
–Es notable cómo duda su personaje, cómo va y viene de estados de ánimo y hasta cómo se contradice.
–Es que hay algo que me interesa: los seres humanos vivimos sobrellevando contradicciones muy grandes. Yo no conozco la línea recta, cada elección que hago es algo que deseché y que por ahí me gustaba más que la que hice. Quien escribe está ligado naturalmente a todo: aunque sea un introspectivo y esté metido en la subjetividad más recalcitrante, eso va a desnudar algo siempre. La contradicción es la sustancia de la vida misma, porque tenemos que elegir todo el tiempo y en esa operación hay que dejar cosas de lado.
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