Sábado, 19 de abril de 2008 | Hoy
LITERATURA › EDUARDO BERTI, LAS HISTORIAS Y LOS PERSONAJES DE LA SOMBRA DEL PúGIL
En una novela en la que por primera vez apela a un narrador plural, Berti utiliza a la dictadura como telón de fondo de una serie de historias que se van modificando, una mirada que se mueve: “Si no, no sé si vale la pena tantas páginas para que todo siga igual”.
Por Silvina Friera
Cuando las ideas golpean las puertas, el escritor las deja entrar, aunque lo sorprendan y lo descoloquen un poco. Todo empezó con el esbozo de un relato sobre la última pelea de un boxeador, en la época en que Eduardo Berti estaba escribiendo los cuentos de La vida imposible. Pronto se dio cuenta de que esa punta que asomaba se entretejía con otras historias que estaba maquinando y como “daba para más”, guardó la idea, dejó reposar esa pieza que después formaría un tríptico con dos tías solteronas inolvidables, Berta y Aurelia, enfrentadas por el amor de un boxeador retirado, que atesoran un fabuloso reloj catedral, y un padre que todas las noches, después de la cena, cautiva a sus hijos contando historias inventadas o reales para preservar a su familia de “los horrores de afuera”. A la dictadura no se la nombra, pero los personajes la sienten y la viven con un temor solapado –“mejor no saber ni repetir”–, replegados en sus casas. Adictiva de principio a fin, La sombra del púgil (Norma) propone un giro geográfico y de estrategia narrativa en la obra de Berti. Es la primera novela que transcurre en Argentina, en una Buenos Aires apenas insinuada y descripta. Además, es la primera vez que el escritor apela a una voz narradora en primera persona del plural, especie de “monstruo de tres cabezas”, que circula entre los tres hermanos (el mayor, historiador; el del medio, biólogo, y el tercero, periodista), cuando en sus anteriores novelas, la perspectiva adoptada era la mirada en tercera persona.
Esta voz colectiva, lejos de manejarse con certezas, se modula a partir de las indagaciones, revisiones y reconstrucciones de los episodios narrados por el padre –archivista y bibliotecario de la Biblioteca del Congreso, un hombre que tuvo la fantasía de ser escritor– con los aportes de una madre que oficia de traductora entre sus hermanas, pero también entre el padre y los hijos. La historia de Justino comienza con la última pelea. Aunque lo justo hubiera sido un empate, el jurado decidió que el ganador fuera el veterano, en detrimento del otro boxeador, que sería el futuro campeón. “El mundo del boxeo vuelve mucho más explícito el tema de las limitaciones físicas concretas llegado el momento del retiro”, dice Berti en la entrevista con Página/12. “El boxeo es un deporte que ha marcado una época y que hoy está en retroceso en el gusto masivo; no digo que ya no guste, pero el boxeo en algún momento ocupó un lugar destacado en la trilogía fútbol-boxeo-automovilismo. El momento de oro del boxeo pasó, aunque siga habiendo figuras carismáticas como La Hiena Barrios o Locomotora Castro.”
–¿De dónde le viene su pasión por el boxeo? ¿Se la trasmitió su padre, como ocurre en la novela?
–No, para nada, a mi viejo no le gustaba mucho el deporte. Tenía dos pasiones, absurdas para mí, el ciclismo y la náutica, que lo pintan como una personalidad individualista y al margen, en el agua o sobre ruedas. Mi viejo jamás entendió ni el fútbol ni el boxeo; es más, como espectadora, mi vieja era más de sentarse a ver un partido de Vilas o una pelea que mi viejo. Encima a mi viejo le molestaba tremendamente la cosa nacionalista que había detrás de Monzón, la selección nacional y la Copa Davis. En cambio, a mí siempre me interesó el deporte, pero más las historias o la mística que el resultado en sí. Me acuerdo de algunos resultados porque fueron determinantes, pero en otros casos sólo recuerdo las historias alrededor de los deportistas, sobre todo las historias de retiro, que siempre me impactaron.
–¿Qué le interesa de esas historias de retiro?
–Hay deportistas que se retiran muy temprano, a los treinta y pico, y aunque tienen su pasión puesta en una actividad, van a vivir más tiempo como ex de algo que fue central en sus vidas. Yo amo escribir, y si me dicen que desde los 35 hasta los 80 tengo que ser un ex escritor, me muero de angustia con la idea (se ríe). Bueno, Rulfo lo hizo, pero son muy pocos. Me acuerdo de Rattín, que tomó la decisión de retirarse en el entretiempo de un partido. Salió a jugar convencido de que era un partido más, así lo contó o lo leí de chico, y como no le daban las piernas, en el entretiempo, en el vestuario, dijo que no salía y se retiró. El otro día vino a jugar Borg, que es para mí el mejor tenista que vi en mi vida, una máquina de jugar al tenis. No sé qué edad tendrá, ¡pero hoy yo le gano a Borg! (risas). El deporte es tremendo y debe ser muy duro el retiro, y más en el boxeo, donde es otro el que dice: “Basta, te van a matar”. En un deporte individual todo se vuelve mucho más claro; en el fútbol siempre hay uno en la cancha que toma aire mientras los otros corren. El boxeo y el tenis son como los unipersonales para los actores: no te podés apoyar en nadie, no hay tregua, no hay mucho disimulo.
–Ese boxeador retirado de la novela es funcional al telón de fondo de la trama: durante la dictadura el espacio público está cancelado, replegado, todo transcurre en las casas, del padre o de las tías, o en el café del club.
–Sí, es cierto y suena lógico. La verdad es que no lo pensé de este modo, no pensé que un boxeador retirado metaforiza a una sociedad replegada. Pero el deporte plantea una cuestión interesante en la época de la dictadura, porque quebró la prohibición de reunirse. La célebre pelea de Galíndez con Kates aparece mencionada en la novela como una historia contenida dentro de las historias más grandes. Después de esa pelea, que Galíndez gana por guapeza y casi de milagro, la gente lo acompaña por Buenos Aires, y dicen los historiadores que fue el primer acto masivo durante la dictadura. Esto plantea un problema: por un lado, a los milicos les venía muy bien el deporte como válvula de escape, pero también los primeros silbidos a Viola fueron en una cancha de fútbol. El deporte se les volvía un arma de doble filo. Pero es verdad que todo en la novela está en retirada y que esas historias que se cuentan en la mesa de la familia son un modo de tapar, de disimular o de sublimar. Yo tengo recuerdos en blanco y negro de la época de los milicos.
–Sin embargo, a pesar de ese contraste, ¿por qué optó por mostrar lo gris como posición ideológica, pero también como color de un período?
–Hay un juego bastante adrede y consciente en la novela con la televisión en blanco y negro, con un mundo en blanco y negro, pero que incluye toda la gama de grises. Primo Levi decía que no se puede entender lo que ocurrió en momentos tan intensos como el nazismo si no se trabaja los matices de lo gris. Esto no significa que todo el mundo sea culpable o inocente, sino que hay un montón de grises entre Astiz y los chicos desaparecidos; gente que no sabía nada y sabía, gente que sabía y tenía cierta responsabilidad, y gente que sabía y no tenía responsabilidad. Yo era menor de edad, tenía doce años, pero veía cómo mis padres hacían un enorme esfuerzo para que nosotros no supiéramos ciertas cosas, por el riesgo que significaba a esa edad hablar en el colegio. Saber y callar, callar sabiendo por qué estás callando, todo eso está jugado en una historia inventada, en la figura de ese padre que condensa también la impotencia de saber que tampoco se podía ayudar mucho. La actitud del padre en Brasil, ante el encuentro casual con una pareja de exiliados que busca averiguar el paradero de tres personas desaparecidas, está lejos de ser la que uno esperaría, pero por otra parte tampoco sé cuánto hubiera podido hacer... tal vez podría haber averiguado un poquito. Esto no quiere decir que los hijos acusen al padre de ser culpable, pero en esa zona de los grises, la actitud del padre no fue la ideal, y por eso uno de los hijos reescribe esa anécdota en Brasil. Pero el padre también cambia muchas historias. Las verdades que se cuentan en la novela son parciales; hay vueltas de tuerca, reescrituras que tienen que ver con deseos, con miedos, con malentendidos, con rumores familiares. Es interesante que las cosas se muevan en una novela, que el mundo de las primeras páginas se haya desplazado o se haya movido un poco la mirada. Si no, no sé si vale la pena tantas páginas leídas para que todo siga igual.
–¿Cree que los padres dulcificaron demasiado la época y los hijos, después, cuestionan ese modo excesivo de protegerlos del afuera?
–Sí. Es verdad que los padres dulcifican demasiado, que ejercen una protección muy grande, y los hijos se encargan de ponerse al día y de averiguar todo lo que no supieron. La sensación es mixta: hay algo de reproche a cierto exceso de ocultamiento y de cuidado, pero también de agradecimiento. Hay un gran trabajo de investigación por parte de los tres hijos sobre la historia familiar y la historia del boxeador, pero también sobre la historia del país. Todo se va reescribiendo a medida que ellos crecen y se dan cuenta del contexto en el que fueron contadas esas historias.
–Para abordar la historia reciente del país desde la ficción, ¿hay que comenzar con las pequeñas historias, con lo íntimo, a diferencia de una década atrás, cuando el punto de partida era lo macro?
–Sí, pero al principio era novedoso que se contara lo macro. Las primeras películas o novelas que se hicieron sobre el nazismo contaban la historia que no se había contado. Después se empezaron a explorar un montón de particularidades dejadas de lado, como en la novela El lector, de Schlink, típica de alguien de segunda o tercera generación. La ficción rinde mucho más en lo micro; me parece que lo íntimo es un espacio muy propio de la ficción que permite contar la historia con mayúsculas.
–¿Qué implicó para usted crecer durante la dictadura?
–Los siete años de la dictadura fueron de mi sexto grado a quinto año del secundario; fue un momento clave, la etapa del despertar sexual sucedió en medio de la dictadura. Tenía 12 años cuando los milicos dieron el golpe; fuimos marcados a fuego por la dictadura y tuvimos que hacer un esfuerzo enorme para sacarnos de la cabeza lo que nos inculcó la educación de la dictadura. Mi generación tenía muchos bozales en la cabeza.
–¿Qué ejemplos recuerda de las marcas que dejó esa educación?
–Cierta construcción de valores muy conservadores, todo un trabajo alrededor del nacionalismo muy mal entendido, del patriotismo barato. Me acuerdo de la mañana de Malvinas, yo no canté el Himno en la escuela cuando se declaró la guerra, sentí que era una estafa de los milicos. Otra marca era el miedo a ir a recitales. La sensación era que todo lo que fuera placer era malo, ya fuera sexo, hedonismo o ir a un recital. Cuando cumplimos 18 años, varios decidimos ir a ver películas prohibidas y nos fuimos a un cine de mala muerte a ver esas películas, que eran de una ingenuidad absoluta. Ir a ver recitales de rock era una válvula de escape, un espacio de libertad muy extraño.
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