Jueves, 2 de abril de 2009 | Hoy
CINE › CASTRO, EN LA COMPETENCIA ARGENTINA
La ópera prima de Alejo Moguillansky (producida por Mariano Llinás y Laura Citadella, los hacedores de Historias extraordinarias) le puso energía, originalidad y humor al concurso de films nacionales.
Por Luciano Monteagudo
¿Qué pasa con la Selección Oficial Argentina, la sección competitiva de films nacionales? Hasta ahora, y ya transcurrida más de la mitad del Bafici, el panorama no había sido demasiado alentador. Pero ayer apareció Castro, ópera prima en solitario de Alejo Moguillansky (tres años atrás había codirigido junto a Fermín Villanueva La prisionera), y le puso energía, originalidad y humor a la sección. Producida por Mariano Llinás y Laura Citadella –los hacedores del hit del año pasado del Bafici, Historias extraordinarias–, Castro puede y debe ser disfrutada como una comedia, aunque se permite rehuir de las ideas preconcebidas del género, para volver a las fuentes, al viejo slapstick, como si Moguillansky hubiera ido a buscar su inspiración en los Keystone Cops de Mack Sennett.
En vez de las persecuciones de ladrones y policías de antaño, aquí hay un grupo tan heterogéneo como numeroso empeñado en atrapar a Castro, una suerte de melancólico artliano, desocupado crónico, maníaco depresivo obstinado en dormir adentro de un armario. Pero así como Castro (Edgardo Castro) parece peleado con el mundo exterior, al que prefiere darle la espalda, tiene en cambio una asombrosa facilidad para las fugas, aunque más no sea gracias a la absoluta ineficacia de sus perseguidores, entre quienes está su mujer, Rebecca Thompson (Carla Crespo), morocha pérfida, que contrasta con el ángel de la guarda de Castro, la rubia y lánguida Celia (Julia Martínez Rubio).
Por qué todos persiguen a Castro es una pregunta que la película de Moguillansky no se preocupa en responder. Hay algo esencialmente absurdo, cómico y al mismo tiempo angustiante, que parece tener su inspiración en la obra de Samuel Beckett. Pero no hay nada de teatral en Castro: por el contrario, se trata de una película que celebra la velocidad –en las carreras de los personajes, pero también en los fulminantes movimientos de cámara y los filosos cortes de montaje– y que da pie a la exaltación y la acrobacia.
Que todo este despliegue de energía no tenga sentido aparente es precisamente lo que le da al film su densidad, su carga de angustia. La ciudad –primero La Plata, luego Buenos Aires, en particular las calles de Constitución y aledaños– es vista como un caos urbano, al que los personajes suman una locura que no por nada pasa inadvertida. A diferencia de otros films provenientes de la nueva generación de la Universidad del Cine –como Todos mienten, de Matías Piñeyro, que compite en la Sección Oficial Internacional–, las conspiraciones que Castro alberga en su centro no son meramente lúdicas o están aisladas del mundo. Hay una realidad que vibra allí afuera, una realidad muy reconocible, pero al mismo tiempo transfigurada, como si todos y cada uno de los pequeños obstáculos cotidianos –la falta de monedas, los teléfonos públicos que no funcionan, los colectivos que recorren un laberinto ininteligible– formaran parte de un sistema caótico mayor al de la película misma.
A su vez, el mezquino mundo del trabajo actual –entrevistas laborales como interrogatorios policiales, empleos que exigen una entrega absoluta y no parecen guardar sentido– es visto por la película como la prueba más difícil a sortear por el bueno de Castro, muchísimo más ardua que huir de sus perseguidores. No por nada la sostenida, nihilista nota final viene a corregir la comedia. Lo único que finalmente el mundo tiene para ofrecer es una pared contra la cual estrellarse.
* Castro, hoy a las 15 en el Hoyts 11 y mañana viernes a las 23.30 en el Hoyts 7.
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