Viernes, 19 de junio de 2009 | Hoy
CINE › LA FELICIDAD TRAE SUERTE, DE MIKE LEIGH, CON SALLY HAWKINS
En un giro de 180 grados, el director de El secreto de Vera Drake, película de un gris tan oscuro que se volvía negro, pasa ahora a una comedia deliberadamente vivaz y colorida, animada por una protagonista que se empeña en ver la vida color de rosa.
Por Luciano Monteagudo
(Happy-Go-Lucky, Gran Bretaña/2008).
Dirección y guión: Mike Leigh.
Fotografía: Dick Pope.
Música: Gary Yershon.
Edición: Jim Clark.
Diseño de producción: Mark Tildesley.
Intérpretes: Sally Hawkins, Eddie Marsan, Alexis Zegerman, Sylvestra Le Touzel, Stanley Townsend, Kate O’Flynn.
Poppy ríe, siempre ríe. Cuando en la secuencia de títulos pasea en bicicleta por Londres –y dan ganas de treparse a la pantalla y disfrutar la ciudad con ella– y también cuando, apenas un par de minutos después, se la roban. Ríe cuando viaja hacinada en un ómnibus para ir al trabajo, cuando la reta agriamente el instructor que intenta –sin demasiado éxito, por cierto– enseñarle a manejar y hasta cuando un osteópata le endereza la espalda con un crujido que da la impresión de que se la está partiendo. Si pareciera incluso que Poppy se ríe hasta cuando le tiran de los pelos. Es difícil hacer una película con una protagonista de 30 años –urbana, contemporánea, en plena posesión de sus facultades mentales– que practica un optimismo a ultranza, una suerte de fundamentalismo de la buena onda. Pero es quizás ésa la prueba por la cual La felicidad trae suerte quiere hacer atravesar al espectador: en un homogéneo y eterno paisaje de caras largas, averiguar si es posible convivir dos horas con Miss Simpatía.
El director británico Mike Leigh no pudo haber dado un salto más brusco. Venía de hacer El secreto de Vera Drake, película de un gris tan oscuro que se volvía negro, sobre la hipocresía de la sociedad británica de posguerra, y en un giro de 180 grados pasa ahora a una comedia deliberadamente vivaz y colorida, animada por una protagonista que parece empeñada en ver la vida color de rosa. No es tan así, sin embargo. Se diría que la risa, y sobre todo ese símil de la risa que son los mohínes de Poppy (Sally Hawkins, premiada con el Oso de Plata de la Berlinale ’08 a la mejor actriz) no deja de esconder una importante dosis de angustia, propia y ajena.
Su hermana, por ejemplo, está en apariencia felizmente casada, a días de dar a luz y, sin embargo, cuando se pone a discutir el futuro de Poppy –su incierto porvenir como maestra, su falta de una pareja estable, su infantilismo que no le dejaría ver cómo avanza impiadosamente el reloj biológico– la que termina llorando es ella, no Poppy. “Las hormonas...”, se ve en la necesidad de justificar el marido, sin alcanzar a disimular que quizá la hermana de Poppy extrañe su independencia y su libertad.
Con sus rabietas y manías, el instructor de conducción es quizás el personaje secundario –en una película donde los secundarios (como la profesora de flamenco) a veces tienen más interés y matices que la protagonista– que mejor expresa la angustia existencial que circula alrededor de la sonrisa cargosa de Poppy. Magníficamente interpretado por Eddie Marsan, parece un hombre siempre a punto de explotar, como si esas venas que se le hinchan en la frente fueran la expresión de un tormento interior que no es otro que el de no haber sido capaz de ser feliz. O al menos de haberlo intentado.
En esos contrastes agridulces está lo mejor de una película que no es tan larga como reiterativa. Hay escenas que parecen sobrar, quizá porque son similares unas a otras. Y hay otras que directamente mejorarían el resultado final si hubieran quedado en el piso de la sala de montaje (el diálogo de Poppy con un homeless). La síntesis nunca fue el fuerte del director de Secretos y mentiras, que suele trabajar a partir de la improvisación y de los aportes que proponen los actores a una escena. Este método no es malo en sí, pero expone la película a extensiones innecesarias y a diálogos a veces no por naturales menos banales, como son varios de los que mantiene Poppy con sus amigas. Que por algo lo son, porque nunca parecen sentir la tentación de preguntarle de qué diablos se ríe todo el tiempo.
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