Lunes, 17 de mayo de 2010 | Hoy
CINE › LA COMPETENCIA OFICIAL EN EL FESTIVAL DE CANNES
El film Un homme qui cri, de Mahamat-Saleh Haroun, proveniente de la República de Chad, elevó el nivel del concurso. Con su sencillez y transparencia resultó más interesante que las nuevas producciones de los prestigiosos Mike Leigh y Bertrand Tavernier.
Por Luciano Monteagudo
Desde Cannes
Grandes nombres como los del inglés Mike Leigh y el francés Bertrand Tavernier pasaron este fin de semana por la competencia oficial del Festival de Cannes, pero una película africana, de Chad, fue la que elevó el nivel de concurso por la Palma de Oro. Se trata de Un homme qui cri (Un hombre que grita), de Mahamat-Saleh Haroun, un director que ya había dado que hablar con su película anterior, Darrat, premiada en Venecia 2006 y conocida en Buenos Aires gracias al Bafici.
Ubicado en Africa central, Chad se ha visto sacudido, como tantos países de la región, por sucesivas guerras civiles y enfrentamientos étnicos y ese es el telón de fondo del film de Haroun, que va tejiendo delicadamente –sin alegorías y sin forzar paralelismos– la tragedia del país con la de una familia, dividida por el atávico enfrentamiento generacional. En un país sin salida al mar, tan seco como sus desiertos, el protagonista del film, Adam, es toda una paradoja: fue campeón nacional de natación en los años ’60 y su vida transcurre en el agua, como encargado de la pileta de un lujoso hotel para extranjeros en la capital, N’Djaména. La radio, con sus noticias de enfrentamientos en la frontera, y el sonido de los helicópteros, cada vez más intenso, sugieren que el peligro se acerca, pero Adam se siente seguro en su pequeño Edén.
La guerra, sin embargo, no es la única amenaza. El hotel, antes estatal, acaba de ser privatizado y los nuevos dueños, de origen chino, no tardan en practicar recortes de personal. A diferencia de otros empleados veteranos como él, Adam no pierde el trabajo pero es reubicado como portero. Aquí el director Haroun se anima a dialogar con un clásico del cine mudo, El último de los hombres (1924), del alemán F. W. Murnau, la tragedia de un hombre humillado por el solo hecho de haber llegado a la vejez. Pero si en el film de Murnau, el gran Emil Jannings pasaba de la portería de un gran hotel a las catacumbas de los baños, perdiendo en el camino su lujoso uniforme, que le daba su razón de ser y su identidad, aquí en cambio Adam debe someterse –él, orgulloso de su físico y de su condición de “Champion”, como lo llaman todos– a calzarse un uniforme ridículo en el agobiante clima de Chad. Y más deshonroso aún le parece que sea su hijo quien ocupe su lugar al frente de la piscina. La creciente presión del ejército, que exige contribuciones patrióticas, en dinero o en hombres, precipita a Adam hacia la tragedia: enrolará a su hijo, como una forma de saldar esa deuda pero, sobre todo, como una manera de recuperar su lugar en el mundo. Y para cuando recapacite, ya será demasiado tarde para el arrepentimiento y la redención.
Narrado con sencillez y transparencia, Un homme... está lejos de ser un film perfecto, pero a cambio tiene una verdad y una nobleza que le dan un valor muy especial. Hay dolor y emoción genuinos en el film de Haroun, que es lo que falta en cambio en Another Year, lo nuevo de Leigh, que también participa de la competencia oficial. El director inglés es todo un peso pesado en las grandes ligas internacionales: aquí en Cannes ganó en 1993 el premio al mejor director, por Naked, y tres años después llegó hasta la Palma de Oro, por Secretos y mentiras. Pero su regreso parece marcar un retroceso en su cine.
Teatral al punto de que no cuesta imaginarla materializada en una sala comercial de la avenida Corrientes, Another Year tiene en su centro a un pareja madura que ha llegado unida y entera a esa edad de la vida y que suele invitar a su casa a algunos amigos y compañeros de trabajo que, en cambio, sufren la soledad y el desamparo. Todo, hasta lo más obvio, se dice en voz alta alrededor de una mesa, varios de los intérpretes sobreactúan a la manera en que suele permitirlo el director inglés y la película peca de un paternalismo y una condescendencia irritantes.
El caso de La Princesse de Montpensier, la película con la cual Bertrand Tavernier vuelve a la competencia oficial de Cannes después de veinte años de ausencia (había estado en 1990 con Daddy Nostalgie y 1983 ganó el premio al mejor director por Un domingo en el campo), es muy distinto. Adaptación de una novela de Madame de La Fayette, Tavernier se reconcilia con un período de su filmografía consagrado a la exploración de la Historia, como en su momento fue la Guerra de los Cien años (La pasión de Beatriz, 1987). “Deseaba absorber, hacer mío el siglo XVI de La Princesse, entrar de lleno en esa época”, explicó el cineasta en la conferencia de prensa que siguió a la proyección.
El problema con su nuevo film, que mezcla aventuras de capa y espada con intrigas palaciegas y románticas, radica en su manera de abordar el film de época. Más atenta a la reconstrucción de vestuario y ambientes que a la autenticidad del relato y regada de una abusiva música sinfónica de Philippe Sarde, La Princesse de Montpensier es esa clase de films de qualité contra la cual se levantó la nouvelle vague, más de medio siglo atrás. Y que ahora reaparece en la competencia oficial de Cannes como si el tiempo hubiera pasado en vano.
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