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Jueves, 16 de marzo de 2006

CINE › LA VERSION DE MARCELO PIÑEYRO

Aspirantes a un empleo, como ratas de laboratorio

El sexto largometraje del cineasta, que se toma libertades respecto del material original, logra valerse por sí mismo.

 Por Luciano Monteagudo

7

EL METODO
España/Argentina, 2005.


Dirección: Marcelo Piñeyro.

Guión: Mateo Gil y Marcelo Piñeyro, basado en la obra El método Grönholm, de Jordi Galcerán Ferrer.

Fotografía: Alfredo Mayo.

Montaje: Ivan Aledo.

Música: Frederic Begin.

Intérpretes: Eduardo Noriega, Najwa Nimri, Eduard Fernández, Pablo Echarri, Ernesto Alterio, Carmelo Gómez, Adriana Ozores, Natalia Verbeke.

Hay un primer mérito a reconocer en El método, sexto largometraje de Marcelo Piñeyro y el primero que filma en España: a pesar de ser una adaptación de la exitosa obra teatral del catalán Jordi Galcerán (que dio la vuelta al mundo y acá en Buenos Aires el año pasado puso en escena Daniel Veronese y todavía está en cartel en el Paseo La Plaza), la película se toma las suficientes libertades con respecto al material original como para valerse por sí misma, sin la necesidad de depender exclusivamente del texto y la estructura teatral.

El segundo mérito viene asociado al primero: aun habiéndose tomado tantas licencias –entre las que figura haber duplicado el número de personajes, que pasaron de cuatro a ocho, como una manera de enriquecer la paleta de colores– hay algo que Piñeyro y su guionista Mateo Gil (colaborador habitual de Alejandro Amenábar) decidieron respetar de la pieza de Galcerán: el encierro. El error más común cuando se adapta una obra teatral al cine es la de “airearla”, sacar a pasear a los personajes, mostrar el mundo exterior. No es el caso de El método, cuya eficacia dramática depende precisamente de la situación de reclusión, de aislamiento.

Y así están, presos durante todo un día, en una lujosa y ascética oficina en las alturas de Madrid, los siete aspirantes a un único y codiciado cargo gerencial en una compañía multinacional. Abajo, en las calles, como un rumor lejano, se escucha el fragor de una violenta manifestación antiglobalización, pero esa realidad les es completamente indiferente. Esos cinco hombres y dos mujeres están concentrados en su objetivo, y no pueden permitirse ninguna distracción. Una secretaria, tan fría e impersonal como el ambiente en el que se desempeña, los ubica frente a frente, pero en apariencia nadie más de la empresa está allí físicamente presente. Según un hipotético “método Grönholm”, son los mismos candidatos los encargados de eliminarse mutuamente, a partir de una serie de instrucciones y consignas que van apareciendo en las respectivas pantallas de sus computadoras. Y no tardarán en surgir entre ellos el miedo, la sospecha, la paranoia e incluso la violencia. ¿Hasta dónde son capaces de descender esos profesionales elegantemente trajeados? ¿Qué humillaciones son capaces de tolerar y qué iniquidades están dispuestos a cometer con tal de conseguir el puesto?

Se diría que esas son las preguntas de la pieza original que se siguen sosteniendo en el film de Piñeyro, preocupado por hacer un diagnóstico del estado de las cosas en la sociedad a partir de este microcosmos. Hay un suspenso a la manera de Gran Hermano que la película –dirigida a un gran público, al que sin embargo no subestima– aprovecha: quién va a ser eliminado primero, cuál va a ser el siguiente, todo en un contexto en el que esas ratas de laboratorio se sienten permanentemente observadas y controladas.

Ese control, ese ojo clínico es, finalmente, el de la puesta en escena de Piñeyro, que va manejando las tensiones y los enfrentamientos entre los personajes con un gran profesionalismo, sin permitir que decaiga la curva dramática. En este sentido, El método parece más ajustado que Plata quemada o Kamchatka, dos films que también trabajaban fuertemente sobre la situación del encierro. Pero se podría pensar que allí donde Piñeyro ganó en eficacia y precisión narrativa, perdió un poco en personalidad: El método es quizá su película más redonda, homogénea, y, también, la menos particular.

En una película de esta naturaleza, el trabajo con los actores es esencial y, en líneas generales, el director sale airoso, particularmente con Eduardo Noriega, Pablo Echarri y Najwa Nimri, que son quienes cargan con la mayor responsabilidad en el desarrollo del relato. En cambio, al catalán Eduard Fernández (el de En la ciudad, de Cesc Gay) se le notan demasiado los hilos en su composición de un machista recalcitrante, estereotipo del español que no está dispuesto a reconocer que puede llegar a quedar relegado por una mujer.

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El método respeta la idea de encierro que atraviesa la pieza de Galcerán Ferrer.
 
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